Perfecto es adjetivo definido por el diccionario de la Real Academia Española como lo “que tiene el mayor grado posible de bondad o excelencia en su línea”; por su parte, María Moliner precisa: “Se dice de lo que tiene, en general o en el aspecto o para el objeto de que se trata, todas las cualidades deseables”. Seguramente, ahora, cuando disponemos de Internet, biblioteca virtual casi infinita y en constante expansión, y de un eficaz bibliotecario, el Sr. Google, sin cuyo hilo de Ariadna estaríamos irremediablemente perdidos en un laberinto de información, podríamos agregar otras acepciones, mas, sospecho, no modificarían sustancialmente el significado de los aportados por la lexicografía citada; no obstante, y permítasenos una digresión, encuentro (por razones obvias) particularmente interesante la sinonimia asentada en el diccionario bíblico adventista entre los vocablos perfecto y maduro, pues de ella deducimos que el nombre poco aporta a la personalidad. “Nadie es perfecto”, responde Joe Brown a un travestido Jack Lemmon al revelar su masculinidad en el inolvidable filme de Billy Wilder Una Eva y dos Adanes (Some like it hot, 1959); nadie es perfecto y, sin embargo, más de uno quisiera serlo. O aparentarlo. La perfección es un ideal y su búsqueda, una obsesión. Muchos la reputan atributo de Dios, arquitecto nada más y nada menos que del universo, infinitud concebida para desasosiego del hombre, su díscola malhechura y único ser capaz de disputarle el monopolio de la excelsitud.
A partir de la publicación del libro In Search of Excellence de Robert Waterman Jr. y Tom Peters, la “búsqueda de la excelencia” entusiasmó a un empresariado embaucado por charlatanes que hicieron su agosto con talleres, simposios orientados a encaminar al personal por el sendero de la perfectibilidad e incrementar las ganancias de las empresas. El absoluto estético determina las indagaciones y propuestas estilísticas de los artistas, y la historia del arte abunda en menciones a arquetipos de belleza y patrones de composición, la proporción áurea, verbigracia, presentes en grandes obras maestras. En mitología hay paradigmas de lo insuperable. Pigmalión esculpió una estatua, Galatea, tan hermosa y carente de defectos que la diosa Afrodita le insufló vida para arrejuntarla con el enamorado escultor. La perfección no es quimera o ilusión. Existe. Se encuentra en la demostración de un teorema y en la curvatura del círculo; en una partida de ajedrez y en una carambola de fantasía; en los indescifrables lanzamientos de un lanzador que abanica tres rivales en fila y en un gol de Pelé o del insufrible Maradona; conmueve en un soneto de Quevedo –“Amor constante más allá de la muerte”–, deslumbra en un tríptico del Bosco expuesto en el Prado –el Jardín de las delicias– y embelesa con las notas de una miniatura mozartiana. Le Corbusier la admiró en el Partenón, y Borges la descubrió en los libros e imaginó un Aleph –“un punto en el espacio que contiene todos los puntos”, ergo, todas las formas de perfección–, y el gastrónomo Xavier Domingo la halló en los utensilios culinarios: “…tan funcionales, tan acabados en su diseño y adecuación al carácter y estilo de las distintas cocinas”.
Escépticos y desaprensivos desechan su consecución. “Lo óptimo es enemigo de lo bueno”, sentencian dogmáticamente quienes ven en el perfeccionismo un trampolín a la procrastinación –evasión de compromisos, tareas o responsabilidades, posponiéndolas hasta encontrar cómo satisfacerlas–. Concedámosle al epígono del eterno el beneficio de la duda y supongamos que dio por impecable, aunque inconcluso el “legado” del redentor galáctico y se propuso optimizarlo. Estaríamos, entonces, ante un procrastinador crónico –desde hace cinco años viene postergando la solución a los problemas derivados de la cuestionable gestión de Chávez y de la gravísima crisis económica, política y social generada por su propia ineptitud– y la digresión acotada en la introducción dejaría de serlo.
La imbecilidad es perfectible –Manual del perfecto idiota latinoamericano es el nombre de un ensayo escrito en comandita por Plinio Apuleyo Mendoza, Carlos Alberto Montaner y Álvaro Vargas Llosa, publicado en 1996– y hemos escuchado la expresión tormenta perfecta en alusión a un devastador fenómeno atmosférico, el huracán Grace, que habría causado el hundimiento en aguas atlánticas de la embarcación pesquera Andrea Gail. Es larga la lista de ejemplos en la que el adjetivo de marras, más que calificar, precisa la magnitud de una catástrofe o el deplorable comportamiento de una persona. La perfección también atañe al crimen. Se habla del crimen perfecto y del perfecto asesino y en torno a estas figuras gira buena parte de la literatura policial. Los esbirros de la dictadura madurista parecieran empeñados en escribir sangrientas páginas al respecto y alcanzar el súmmum del ensañamiento en la persecución y el castigo del disidente, especialmente en lo atinente a la tortura –de las casi 400 páginas del informe de la Secretaría General de la OEA sobre la comisión de delitos de lesa humanidad en Venezuela, 65 conciernen a esa ominosa práctica–, así como en el envilecimiento de la justicia, fundamentada esta no en el respeto, la igualdad y la libertad, sino en vindicaciones por imaginarias y recónditas afrentas y el desprecio al adversario, lo que se traduce en ejercicio autoritario del poder y aniquilación del Estado de Derecho.
Sobre dictaduras electorales –electoreras– ironizó el humorista Chumal Torres, y de dictadura perfecta tildó Mario Vargas Llosa en debate televisado (1990), para enojo de Octavio Paz y estupor de Enrique Krauze, la sucesión de gobiernos priístas en México. El Nobel mexicano refutó lo que consideró imprecisión del peruano, alegando que en su país no podía hablarse de dictadura sino de un sistema hegemónico de dominación que no vulnera todas las libertades democráticas. ¿Cantinflas? El autor de La casa verde, defensor a ultranza de los valores democráticos occidentales, ha escrito con prodigalidad y agudeza sobre lo que acontece en nuestro país. No ha adjetivado de perfecta la tiranía militar que nos subyuga. Todavía. Acaso, porque Maduro, Cabello, Padrino & Co. se quitaron las caretas y les importa un carajo que a la comunidad democrática internacional, y mucho menos a sus súbditos, le escandalicen sus flagrantes abusos de poder. No les paran a las apariencias y ahí, de muestra, está el inocultable fraude comicial que apremió a la Organización de Estados Americanos a declarar ilegítima la reelección de Nicolás Maduro y condenar la alteración del orden constitucional en Venezuela. La respuesta de Maduro está en línea con la estúpida suficiencia del infantil ultraizquierdismo latinoamericano: “Nos vamos de la OEA”. ¡Embuste! ¡Nos echan! Esa es la pura y perfecta verdad.
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