Puede ser en Colombia o en España, en Estados Unidos o en Rusia. El nuevo guion para hacerse con el poder político y destruir las instituciones democráticas es evidente, predecible y eficaz. Es la operación maquiavélica más viable en este mundo donde los golpes militares, las guerras de invasión, las revoluciones violentas y la perpetuación en el poder son cada vez más repudiados por la conciencia ciudadana y universal.
El primer ministro británico Winston Churchill pronunció una famosa frase que sirve para legitimar a la democracia como el mejor de los sistemas políticos. Sin embargo, con su humor inglés dejó abierta una puerta a las debilidades de este sistema: “La democracia es el peor sistema de gobierno diseñado por el hombre, con excepción de todos los demás”.
En efecto, a nadie, o a casi nadie, se le ocurriría en este momento defender abiertamente a las tiranías contemporáneas ni a las dictaduras de nuevo tipo ni a los autoritarismos sin careta. Sin embargo, esos sistemas intentan continuamente resurgir porque aferrarse al poder absoluto, totalitario o populista, es una de las tentaciones más enraizadas entre las ambiciones humanas. A esos regímenes se refería Churchill.
Entonces, como estos regímenes autoritarios son cada vez más repelidos por los ciudadanos conscientes y formados, los más listos han inventado una fórmula fraudulenta para disfrazar sus propósitos mediante la manipulación de las reglas del juego democrático. En resumen: usan la democracia para destruirla.
El guion reconocible
Los regímenes populistas, dictatoriales y hasta tiránicos de hoy no comienzan su andadura con un golpe violento. Se introducen en las dinámicas e instituciones del sistema democrático con un discurso demagógico apocalíptico.
Estos son algunos de los pasos del guion predecible. En primer lugar, manipulan a los pobres, a los más vulnerables, presentándose como mesías, como salvadores. Aprovechan frecuentes casos de corrupción para sembrar la idea de que todos los partidos son corruptos, todos los políticos, oportunistas y deshonestos, y que todo lo anterior ha sido un fracaso.
Estas agrupaciones, además, se arman de un programa bien hilado en el que aparecen como la única alternativa para purificar y reinventar el sistema democrático que se ha corrompido, que no tiene alternativas, que no puede reformarse o renovarse si no es con el mesías y su partido de salvación nacional. Para ello, estos regímenes establecen el absoluto control de los medios de comunicación y del sistema educativo y cultural.
Los populismos exacerban el nacionalismo, el patrioterismo y la lucha de clases para destruir a todo el que se oponga al “bien del pueblo”. Las masas despersonalizadas y enardecidas por la ilusión de que “ahora sí vamos a arreglarlo todo” votan convencidos de que el “bueno por conocer” es mucho mejor que “el malo conocido”.
En definitiva, la solución para el votante parece ser la de escoger en las elecciones democráticas al “iluminado”, al “hombre fuerte”, al que parece que tiene las llaves del paraíso terrenal. Y con él, entronizar al único “movimiento”, al naciente partido o guerrilla reciclada en grupo político “no tradicional”, porque dice el guion que todo lo tradicional es viejo, corrupto y acabado.
Como “nadie escarmienta por totalitarismo, autoritarismo o populismo ajeno”, las urnas se convierten en trincheras reivindicativas, en barricadas contra todo lo establecido. No se vota por el que tiene más mérito, más formación para servir o por el que más experiencia ha acumulado. Tampoco se vota por el que haya demostrado mayor integridad o por el que tenga el programa más coherente y realista.
Se vota por la utopía ilusionista, no por esas pequeñas utopías que nos empujan hacia delante a sabiendas de que, cada vez que creemos haberlas conquistado, se alejarán como el horizonte. Se vota por “el paraíso” de los pobres, aunque quien o quienes la enarbolan tenga historiales impresentables, autoritarios y violentos.
Y cuando estos personajes salen electos por métodos democráticos, legitimados por una Constitución, en elecciones libres, plurales, competitivas y monitoreadas por la sociedad civil y auditores internacionales, comienzan a erosionar la democracia desde adentro.
El primer paso es “penetrar” los tres poderes del Estado de derecho, para lo que ponen ahí a personas “fieles” a la causa de la “limpieza” de las instituciones. No serán los mejores servidores públicos ni los menos corruptos, sino los “incondicionales” que sean obedientes al “elegido”. Y estos, desde dentro, abren grietas, convierten la normal conflictividad en conflictos irreconciliables y atacan a las “antiguas instituciones tradicionales” para cambiarlas.
Una vez que el líder y sus seguidores han copado las instituciones democráticas y las han carcomido por dentro, casi imperceptiblemente, asestan el golpe redentor para que las nuevas estructuras apoyen una reforma de la Constitución. Al mismo tiempo, se va trabajando en cuanto a las bases para que las legítimas demandas se conviertan en violencia destructora de la sociedad civil, pero dividiendo a los compatriotas.
Finalmente, se convoca a la redacción de una nueva Constitución, en la que se crean las estructuras que perpetuarán en el poder al líder, quien utiliza la propia democracia para destruirla.
Basta estar atentos a la evolución política de ciertos países para comprobar que este guion, pensado para destruir la democracia mediante el uso de mecanismos democráticos, se repite con leves matices. En esencia, los pueblos, por falta de educación cívica y política, se dejan arrastrar por estos cantos de sirena. Una y otra vez.
Esto ha ocurrido en países con pasado totalitario, donde tras un período democrático se regresó a otra variante de autoritarismo. Cuba ha experimentado dictaduras de derecha y de izquierda, populismos y este totalitarismo. Ojalá aprendamos de estas lecciones de la Historia para que en el futuro no volvamos a chocar con la misma piedra… o con otras similares. Nunca más.
Dagoberto Valdés Hernández es director y fundador del Centro de Estudios Convivencia. Ingeniero agrónomo, de la Universidad de Pinar del Río, Cuba , y exmiembro del Pontificio Consejo Justicia y Paz desde 1999 hasta 2006.
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