Tal como lo dicta el título de la canción, «El encierro» transmite esa sensación de agobio que produce estar encerrado en cuatro paredes. La incertidumbre, el miedo, la frustración. De ritmo agresivo y vertiginoso —sumamente exigente para los instrumentistas— este tema fue compuesto por Jorge Torres a propósito de las protestas de 2014. Aquellos días se vio obligado a permanecer por muchos días alejado de su pasión: la música. Esa melodía refleja a la Caracas rabiosa, paranoica, bipolar y con miedo; a la ciudad que vive enrejada, con cercos eléctricos, garitas de seguridad por doquier y muchísima desconfianza.
Pero no es esa la Caracas que quiere reflejar Jorge Torres con el trabajo artístico que hoy presenta. Tampoco aquella nostálgica de techos rojos y ambiente bucólico. La Caracas que dibuja este joven músico es alegre, noble, colorida. De guacamayas, de garzas y de gallos que nadie sabe desde dónde cantan.
Y es precisamente este espíritu el que refleja su concierto desde los primeros minutos. Inicia con Caracas, una ciudad que a Jorge Torres le suena a danza, a elegancia, a sueños, a optimismo. Todo depende del ángulo desde donde se mire, y este músico se queda con una Caracas multisápida, cosmopolita, inquietante, como la define en sus primeras palabras hacia el público.
El corazón se va ensanchando de orgullo a medida que va transcurriendo este tema, que inicia con unos arpegios del mandolinista solo y luego se le suman el bajo y la percusión a cargo de Edwin Arellano y Julio Alcocer, respectivamente.
Es el primer concierto de 2018 de Guataca en Trasnocho Cultural. Es una excelente idea abrir un nuevo ciclo con algo fresco: Jorge Torres promociona su más reciente disco como solista, En la cuerda floja, del cual forma parte la pieza que acaba de sonar y «El encierro», dos caras de una misma ciudad.
«Calalú» es una onda nueva que antecede a María, la de Catia, que Jorge Torres compuso a su abuela paterna. Es sin duda un interesante experimento de joropo oriental sin cuatro ni maracas. El sonido de una mandolina de diez cuerdas, con bajo y percusión, hacen imaginar a una María Rodríguez cantando estribillo con su vestido de colores y su flor en el pelo, pero en un anfiteatro caraqueño, con la brisa ondeándole el cabello, ante un público de distintas partes del mundo.
De pronto, la sorpresa. Una lágrima. No hay objetividad posible. Mariana Gómez, aquel Fantasma de las Navidades Posibles que dibujó Aquiles Báez en su Parra Anda de 2016 está en el escenario. La esperanza. La belleza. El amor. Una niña nació de nuevo, ya no como cantante sino como inspiración. De uno, de muchos. Nació para los teatros. Ella es un poema, una canción, y Jorge Torres le compuso una melodía que hace llorar a padres, amigos, y a Mariana, la protagonista, presente en la sala. La pequeña Ramona es un dulce regalo para ella y para todos.
Jorge hila muy bien la música con un guion –escrito por Lorena Rodríguez Morales—basado en historias personales y percepciones de una realidad que mira en todo momento el vaso medio lleno. En esos relatos, el artista conecta con sus afectos, su abuela, su esposa, su hermano, su compadre, su tío, su ciudad, otra vez Caracas, la ciudad radiante, vibrante, intensa, capaz de herir pero también de lamerse las heridas y seguir palpitando.
La camisa es una sabrosa samba que le compuso a su compadre Edward Ramírez. La pieza antecede a 27 de enero, un hermoso merengue que le escribió a su esposa, la cantante y productora Andrea Paola Márquez, quien inspiró también el tema «En unos minutos», que refleja el particular tiempo del músico.
Jorge Torres tiene realmente un tiempo propio, que va a contrapelo del ritmo de la ciudad. Quizás en esa mirada a destiempo la va saboreando mejor y por ello brinda una mirada tan especial de la metrópolis, el público entra en ese tiempo del músico. Durante los minutos del concierto es posible penetrar en una dimensión inspiradora, que invita a valorar los pequeños detalles, que induce la creatividad.
Explica ahora el experimento que se permitió al combinar una mandolina, la reina de la música oriental, con un género del occidente venezolano, la gaita de tambora. Se suma en este concierto un cajón peruano, como una muestra de diversidad cultural y de muy buen gusto. Suena bien, hace mover el cuerpo, es Venezuela y sus ritmos inigualables, en un tema fantástico que lleva por título «Un bandolín pa’ San Benito», una de las mejores piezas del repertorio de ese domingo.
De la fiesta a la nostalgia. “Ya no me importa si vivo aquí o no. Lo único que importa es que vivimos juntos”, reza un texto escrito por el tío del músico, quien está radicado desde hace mucho tiempo en Alemania. En respuesta a esta reflexión, Jorge Torres compuso Heimweh que en alemán significa algo como “nostalgia de casa”. Otra vez saltan lágrimas en el público. Todo venezolano tiene ahora un pedazo de sí fuera del país, y ese tema conecta con lo que fue, con lo que se anhela, con lo que quizás ya no será o, mejor, se transformará.
Tras «El encierro», Jorge Torres y su trío ofrecen el tema que le da nombre a su más reciente disco, En la cuerda floja, para cerrar el recital. Merengue compuesto a su hermano, este tema constituye un estudio perfecto de las posibilidades de la mandolina de diez cuerdas popularizada por el brasileño Hamilton de Holanda, al servicio del género por excelencia de la música venezolana.
Ante la petición de “¡otra, otra, otra!”, el trío sale a escena nuevamente para interpretar una composición de Jorge Torres dedicada a los niños de Mi juguete es canción, proyecto que encabeza junto a Andrea Paola, y que lleva por título, «Pa’ los chamos».
Luego de «El encierro», Jorge Torres eufórico choca las palmas con el percusionista, Julio Alcocer, y con el bajista, Edwin Arellano. Es la imagen de misión cumplida. Es la metáfora perfecta de la victoria de la Caracas de los contrastes, de lo diverso, de los colores y luz, la ciudad que se impone a la violencia, la apatía y la desesperanza.
Crónica publicada en Guataca y escrita por Ángel Ricardo Gómez. Autorizada para su publicación en El Nacional Web.
Fotos: Nicola Roco
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