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Macbeth, o el relato de un idiota (3/3)

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Por ANÍBAL ROMERO

3. Un drama nihilista.

“Qué significa nihilismo? Que los valores supremos se desvalorizaron”.

Federico Nietzsche (1).

“No hay afrodisíaco más poderoso que desafiar al Bien”.

Simone de Beauvoir (2).

En la primera sección de este ensayo argumenté que en Macbeth, el “clima” del drama es el corazón del drama, y la vida experimentada como un caos su médula espinal. En la segunda sección expuse que Macbeth no es una parábola moralizante, o una especie de prédica edificante acerca del triunfo del bien sobre el mal; la dimensión filosófica de la obra, por decirlo de esta manera, no está enmarcada en la ética cristiana, y el mal es mostrado por Shakespeare como parte esencial del caos imperante.

En esta tercera y última sección sostendré que Macbeth, tomado en su conjunto, es un drama nihilista, y que sus dos principales protagonistas culminan su existencia escapando del caos hacia la nada.

Por nihilismo entenderé aquí, siguiendo a Leo Strauss, velle nihil, “querer la nada”, la destrucción de todo, inclusive del propio ser, y en consecuencia una voluntad de autodestrucción. En este sentido el término es un aspecto extremo, o puede llegar a serlo, de la condición de “arrojado” planteada en la primera sección, y tiene que ver con “ilusiones perdidas, el dolor de existir, la nada de toda vida, la tentación de la muerte” (3). Si bien es un término moderno, la realidad espiritual que denota el nihilismo tiene relevantes paralelismos con otras similares, prevalecientes en distintas épocas, y refleja una más extensa experiencia humana tanto espacial como temporalmente. Así lo han mostrado, entre otros, Jacques Le Goff en sus estudios sobre el medievo, y Hans Jonas en su notable análisis de la situación cultural en el mundo greco-romano durante los primeros tiempos de la era cristiana, situación que a su modo de ver pone de manifiesto correspondencias importantes con las del Renacimiento y la vigente en nuestro tiempo. Jonas advierte que las analogías no plasman exactitudes, que expresan similitudes y no identidades. El nihilismo se sitúa en un escenario de inapelable contingencia, a raíz de la puesta en duda de valores trascendentes que habían servido de asidero y consuelo. Le Goff, de su lado, no duda en calificar como nihilistas importantes movimientos heréticos de la Edad Media, y escribe que las herejías fueron agudas manifestaciones de “alienación ideológica” (4). Estos y otros planteamientos semejantes fortalecen mi convicción de que Macbeth nos transmite un mensaje comprensible y traducible a nuestros códigos, debido a que articula percepciones análogas a las que hoy, en diversos aspectos, vivimos.

Subyaciendo el rumbo hacia la nada por parte de Macbeth y Lady Macbeth se encuentran dos dinámicas primordiales: el erotismo y la violencia. Varios intérpretes de Shakespeare han señalado que la pasión erótica se encuentra por todas partes en su obra, en ocasiones de manera “furiosa y turbulenta”, marcando el ritmo de los eventos y definiendo el despliegue de los caracteres. René Girard, en particular, se ha encargado de recordarnos “las nupcias siempre tormentosas, pero indisolubles, de la violencia y la sexualidad” (5). Son recurrentes las connotaciones sexuales en Macbeth, y ahora vincularé de manera más explícita los lazos que unen erotismo y voluntad destructiva en el drama, elementos que avanzan conjuntamente hacia la muerte.

La pasión entre Macbeth y esposa es uno de los factores que mueven la acción del drama; el lazo conyugal de la pareja, con sus luces y sombras compuestas de fidelidad y tragedia íntima, constituye un aspecto ineludible de la obra. Freud fue perspicaz al apuntar hacia la cuestión de la ausencia de descendencia, a su vez ligada a la esterilidad y la impotencia, como posible explicación conjetural y no excluyente del vacío existencial del matrimonio. Unos versos de la escena 7 del acto I sugieren que la pareja logró concebir hijos, pero los perdió, ya que Lady Macbeth dice: “Mi leche yo la he dado, y sé cuán tierno/es amar al ser que se amamanta” (6). No se trata, por tanto, en el caso de Macbeth, propiamente de impotencia sino de esterilidad. Sin embargo, y por razones anteriormente discutidas, no creo que el componente de la esterilidad revista una importancia decisiva, como motivador de la serie de crímenes a los que se entrega la pareja. Argumenté al respecto que el problema de la motivación de los asesinatos que tienen lugar en Macbeth, debe ser ubicada en un marco más amplio y complejo, constituido por el tema de la vida experimentada como un caos y del mal como principio inexorable del mismo. El papel del erotismo comprende ámbitos más incluyentes del drama, y las corrientes que lo suscitan impulsan a la vez su violento desarrollo.

Lady Macbeth plantea a su esposo la opción del asesinato del Rey Duncan como una forma de reto o desafío sexual, emplazando a Macbeth de manera abierta y explícita, confrontando a su esposo con un cuadro de dudas acerca de su masculinidad y de exigencias a su hombría y arrojo personal. Al retar a un Macbeth titubeante, Lady Macbeth le reclama firmeza en el objetivo de matar a Duncan, y le interpela así: “Desde hoy/esa será la cuenta que haga de tu amor. ¿Te asusta/el que tus actos y tu valentía lleguen a ser quizás/igual que tu deseo? ¿Quieres, acaso, poseer/lo que ornamento crees de la vida/y vivir ante ti como un cobarde/dejando a que ‘quisiera’ suceda ‘no me atrevo’ como hace el pobre gato del refrán?”. Más tarde, en la escena 4 del acto III, cuando las alucinaciones empiezan a desbordar a Macbeth y a ponerle en evidencia ante los invitados al banquete, Lady Macbeth exclama: “¡Cuánto absurdo!/ Éste es el cuadro que pinta vuestro miedo…/¡Oh, estos sobresaltos y arrebatos/(impostores del miedo de verdad) aptos serían/para cuentos de vieja dichos al calor de la lumbre/con el permiso de su ama! ¡Oh vergüenza, vergüenza!/¿Qué significan esos gestos?… ¿Te quitó agallas la locura?”. (7)

Estos pasajes, que muestran a una Lady Macbeth resuelta y agresiva y a un Macbeth crecientemente desconcertado y vacilante, son seguidos por un proceso vital enigmático pero no del todo inescrutable, que siembra interrogantes significativas en cuanto a la evolución de los protagonistas. Luego de su etapa de firmeza y claridad de objetivos, Lady Macbeth transita desde la más combativa determinación a la pérdida de orientación existencial y el suicidio. En Macbeth, en cambio, y después de sus titubeos, crece un ánimo sólido y batallador que le lleva con coraje a la muerte. Desde mi punto de vista, la autodestrucción de Lady Macbeth y el incontenible desencadenamiento de una fatal voluntad destructiva por parte de Macbeth, forman parte de un mismo corolario nihilista, que sella la totalidad del drama. La obra lleva hasta un clímax la simbiosis de erotismo y violencia que define su trayectoria nihilista, en un descenso a los infiernos del que desaparecen los límites.

El periplo último de Macbeth está signado por estos pasos:

En primer lugar, la toma de conciencia de que se avecina el desenlace de su existencia, y su propósito de no admitir una derrota: “Ya he vivido más de lo suficiente: el sendero de mi vida/declina hacia su atardecer, hoja que amarillea… Lucharé hasta que arranquen la carne de mis huesos” (acto V, escena 3).

En segundo lugar, la conquista de una actitud de desafío ajena a cualquier propósito de enmienda que pueda alterar su destino. Al conocer la noticia del fin de Lady Macbeth, su neutral aceptación del hecho refuerza la imagen de un individuo que no suplica redención alguna: “Ya estoy saciado por atrocidades/El horror, tan familiar para mis criminales pensamientos/ya no me sobresalta… Un día u otro (Lady Macbeth) había de morir”. (acto V, escena 5).

En tercer término, el estallido pleno de la voluntad destructiva, que alcanza más allá de su esposa y de sí mismo y abarca la totalidad de las cosas: “Comienzo a estar cansado ya del sol/Quisiera ver destruido el orden de este mundo/¡Que suene la campana! ¡Vientos soplad! ¡Ven destrucción, ven!”. (acto V, escena 5)

En cuarto lugar, la ratificación de su anhelo de llevarse por delante todo lo que esté a su alcance, sin arrepentirse ni recurrir a bálsamo espiritual alguno: “Estoy atado a un potro y no puedo escapar/pero me enfrentaré al envite como un oso… ¿Por qué tendría que actuar como un necio romano y perecer/sobre mi propia espada? Mientras vea hombres vivos/mejor que sufran ellos las heridas”. (acto V, escena 7).

Este ciclo no puede hallar cierre más apto que el representado, en quinto lugar, por la frase de Macbeth en la escena 3 del acto I: “Nada existe más real que la nada”. (8) El recorrido del nihilismo culmina así, como le es propio, en la nada.

La interpretación que he venido articulando busca señalar la modernidad del drama, su emplazamiento a nuestra sensibilidad como seres humanos de este tiempo, un tiempo plagado de confusión y miedo. Los paralelismos que he esbozado entre el tono, los temas e incógnitas que Macbeth suscita, de un lado, y del otro los de obras literarias más cercanas a nosotros en el tiempo, han pretendido no sólo subrayar afinidades sino también recalcar trazos distintivos del drama de Shakespeare, que le dan su particular fuerza y originalidad.

En esta dirección reflexiva cabe distinguir entre un nihilismo “pasivo” y otro “activo”, y de nuevo comparar, por ejemplo, una obra como El extranjero de Albert Camus, a la que aludía en la sección 1 de mi ensayo, y el drama shakespeariano que nos ocupa.

El personaje central de El extranjero de Camus es esencialmente pasivo; ciertamente, comete un asesinato, pero lo hace porque está distraído, aturdido por el sol que le golpea inclemente, desorientado y confundido. A Meursault le pasan cosas; en vez de ser un agente activo es, más bien, un ente impasible y desinteresado, casi inerte, que deambula por la vida sin ocuparse de preguntas apremiantes. Su existencia respira, por paradójico que ello suene, en la nada, pero no promueve esa nada con deliberación. Algo muy parecido ocurre con otras obras de nuestra época, como la conocida pieza teatral de Samuel Beckett, Esperando a Godot y sus patéticos personajes, que también nadan en un yerto y negligente océano de nada. Observamos un clima espiritual bastante aproximado en La náusea, novela de Sartre a la que también hice referencia en estas páginas. El personaje central de La náusea experimenta repugnancia y asco ante su entorno, pero en realidad no pasa de merodear a través de una existencia indolente.

En el campo del nihilismo pasivo ocupa un sitio propio, con particularidades que le separan parcialmente de los ejemplos ya comentados, el anti-héroe de Céline en Viaje al fin de la noche. Bardamu, que así se llama, a pesar de un agobiante pesimismo que le conduce en un momento a exclamar que: “Habría podido vomitar la tierra entera”, guarda unos trazos de humanidad, una voluntad de no sucumbir, que le salvan de un descenso irremediable al fondo de la nada. Como ha advertido con agudeza un sutil comentarista de esta gran novela, Céline no llega a convencerse de manera irrefutable de que el mundo sea un caos, un desorden efectivo y profundo, y no ha tenido a fin de cuentas el coraje o la temeridad de afrontar esa desesperante idea. Céline, dice este analista de su obra, ha permanecido fiel a “la metafísica del catecismo”, de acuerdo con la cual una inteligencia escondida pero palpable rige las cosas y les da un sentido, que cuesta mucho descubrir pero que existe. No sería por ello correcto hablar de nihilismo activo en la obra de Céline, quien llega a asegurar que “La Ley es el gran parque de atracciones del dolor”. (9) El sufrimiento de los personajes de Céline no se solaza en la transgresión, y su voluntad destructiva no llega a un extremo incurable.

El nihilismo en Macbeth, en contraste con el de las obras comentadas, es activo, y su confrontación con un orden moral que es por instantes avizorado, pero jamás del todo asumido, acaba transformándose en voluntad de profanación. Considerando que estamos discutiendo una obra escrita el siglo XVII, no queda sino reconocer la visión clarividente de Shakespeare, su capacidad para penetrar en los abismos del alma humana y explorarlos sin ceder al espanto. En Camus, para retomar este ejemplo, lo sagrado ocupa un puesto y es respetado; es más, puede sostenerse con buenas razones que una novela como La peste, se esfuerza por recuperar la cualidad de lo sagrado en el espíritu y la acción humanas, de lo sagrado asumido como esa cualidad que nos permite vivir, escribe Caillois, “como si existiera un orden del mundo donde cada cosa debe suceder en su lugar y en su tiempo”. (10) No logro hallar dicha cualidad en Macbeth, no descubro en el drama a seres que actúan como si existiese un orden en el mundo. Al contrario, les percibo sumidos en un caos vital, y esto no lo escribo a manera de crítica, pues ello es lo que define la originalidad de la obra.

Macbeth no solamente se acerca y separa a la vez de obras literarias que expresan el nihilismo moderno, sino que también se distancia, guardando algunos superficiales paralelismos, de la tragedia griega clásica. En Sófocles y Esquilo los dioses descargan su castigo por la hubris, el pecado de orgullo, la soberbia y pérdida del sentido de las proporciones de parte de los hombres. El castigo tiene lugar y es inapelable; los hombres sucumben bajo su peso y no tienen redención posible. Sufren, sin embargo, pues en general entienden las causas que definen su destino. En el drama de Shakespeare que nos ocupa, si hay un Dios, está básicamente ausente, y los protagonistas ni buscan ni esperan redención alguna. También sufren, a su manera e inmersos en el caos, pero no claudican. Optan por la nada.

Dice Tolstói en sus Diarios: “La obra de arte dramático que de manera más evidente que las demás muestra la esencia de todo arte, consiste en representar a las personas más diversas a través de su carácter o de su situación y en colocarlas frente a la necesidad de resolver una cuestión vital todavía no resuelta por los hombres, y obligarlas a actuar, a reflexionar para saber cómo se resolverá la cuestión. Es un experimento de laboratorio”. (11) Si aplicamos lo expuesto por Tolstói a Macbeth, habremos de concluir que ese experimento de laboratorio shakespeariano no resuelve ni pretende resolver las severas cuestiones que plantea. Sería sin embargo una temeridad sacarle del grupo de obras que muestran “la esencia de todo arte”. Por consiguiente Macbeth, o el relato del idiota, nos deja desconcertados y también asombrados, debido a la casi indescriptible fuerza de su logro artístico.

Notas

  1. Citado por Franco Volpi, El nihilismo, Madrid: Ediciones Siruela, 2007, p. 15
  2. Simone de Beauvoir, El Marqués de Sade, Buenos Aires: Ediciones Siglo Veinte, 1969, p. 61
  3. Leo Strauss, Nihilisme et Politique, Paris: Éditions Payot et Rivages, 2001, p. 33; Vladimir Biaggi, Le Nihilisme, Paris: Éditions Flammarion, 1998, p. 11
  4. J. Le Goff, La civilisation de l’Occident medieval, Paris: Éditions Flammarion, 2008, p.289; Hans Jonas, The Gnostic Religion, Boston: Beacon Press, 1963, pp. 320-340
  5. René Girard, Shakespeare, los fuegos de la envidia, Barcelona: Editorial Anagrama, 1995, p. 88, 194; G Wilson Kinght, The Wheel of Fire. Interpretations of Shakespearian Tragedy, London & New York: Routledge, 1995, pp. 247-248; W. Shakespeare, Macbeth, Madrid: Ediciones Cátedra, 1996, I, 3; II, 1; II, 3; pp.69, 123, 139
  6. Shakespeare, Macbeth, p. 111
  7. Ibid., pp. 109-111, 203
  8. Ibid., pp. 303, 313, 317, 319, 325, 85
  9. Louis Ferdinand Céline, Viaje al fin de la noche, Barcelona: Edhasa, 2015, p. 204, 205; Bernard Lalande, Voyage au bout de la nuit. Analyse critique, Paris: Hatier, 1976, p. 16
  10. Roger Caillois, El hombre y lo sagrado, México, FCE, 1996, p. 178

11 Lev Tolstói, Diarios (1847-1894), Barcelona: Alcantilado, 2002, pp. 408-409

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