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La era del “eterno retorno”

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Nietzsche

… apenas concluyeron los albañiles, se instaló en el centro del laberinto

 Jorge Luis Borges                                  

Nadie podrá decir que Nietzsche no fue un fulgurante ejemplo de apostasía. Rompió, conscientemente, con todos los esquemas, tradiciones, órdenes, códigos y doctrinas de su tiempo. Su irreverencia, bien ganada, transformó su pensamiento en uno de los mayores exponentes contemporáneos de la sublevación de la inteligencia frente a las idolatrías, en un lapso de tiempo relativamente breve. Fue como un rayo que cae, repentinamente, sobre la tranquila aldea global convirtiéndola en cenizas para obligar a reconstruirla. Por un momento, todo se hizo trizas. Y mientras las vetustas formas doctrinales condenaban la destrucción de los anquilosados retablos de una moralidad cada vez más lejana de la vida y los geómetras del cartón y el yeso hacían su mejor esfuerzo por elevar al reino de la fantasía el nuevo mapa del mundo, los cuervos del fanatismo -magistralmente captados por el Goya de los Caprichos– iban por la rapiña, haciendo el símil del eterno retorno y la gigantesca cadena de montaje que terminó por imponérsele al mundo entero, gracias a las bondades de la provechosa industria cultural. Al final, el Dios ante el cual se rebeló y del que decretó su muerte, siguió viviendo su giro infinito, mientras que él, Nietzsche, era enterrado con honores, nada menos que por el proto-fascismo al cual, paradójicamente, tanto despreció y desafió. Cuando las ideas carecen de negación determinada, sucede que, más pronto de lo que pudiera pensarse, lo uno termina siendo lo otro. La derecha se vuelve izquierda, el padre deviene hijo y lo que se proclama supremo se hace ínfimo. Son las consecuencias naturales del haberle prestado demasiada atención a Schopenhauer.

Y es así como una grande y noble empresa de pensamiento puede terminar por transmutarse en la filosofía de la adolescencia, como ocurrió en los sesenta y setenta, o -peor todavía- en la compatible doctrina que justifica el insufrible tiovivo, la jaula de hierro con rolineras -giro y giro, vuelta y vuelta- en la que, al parecer, se haya presa la mente y el cuerpo de la sociedad de un presente que solo parece vivir por el deseo de querer repetirse una y otra vez a sí mismo. Es el “retro”, el “vintage”, la nostalgia que vende, el “knock-knock” del “TikTok” o el “boomerang” de Instagram, la rueda del hámster, la “zona de confort” que ha hecho de la vida social y política el mejor símil del Nihil novum sub sole, la hastiante e insufrible “ronda de piedra” infinita propia de la vida natural, que se encuentra tan necesariamente vinculada a los actuales casos de suicidio, al consumo masivo de los más diversos tipos de estupefacientes, a los cada vez más frecuentes atentados contra la vida de inocentes -como si se tratara de un challenge-, a los accidentes automotores, al autoencierro frente a la pantalla del televisor o la simple tecno-evasión de una realidad giratoria, de un ‘eterno retorno’. Y llenos de esperanza, van por un futuro que nunca llega. Son los caminos que no conducen a ninguna parte. En nombre de Nietzsche se ha justificado el peor rostro del estoicismo: el de la teología filosofante. Y no es la excepción. ¿Acaso no se ha contrabandeado a Marx como el padre del totalitarismo asiático? ¿No se ha deformado a Freud haciéndolo pasar por un abyecto maniaco sexual? ¿Y no ha sido convertido el Santo Cristo en el fundador de una religión que -además de haber torturado y quemado a miles de inocentes en su nombre- ampara la pedofilia?

“Paren el mundo que me quiero bajar” es una consigna surgida al calor de las barricadas de Mayo del 68, aunque con harta frecuencia se le haya atribuido -erróneamente- a la buena Mafalda de Quino. El propio Quino, al ser interrogado, desmintió semejante atribución: “Mafalda no quiere que el mundo pare y ella bajarse, quiere que el mundo mejore”. Quizá tampoco Nietzsche se propusiera la doctrina que se le atribuye. Y sin embargo, su pensamiento ha sido registrado con el trademark del “eterno retorno” que, para sorpresa de los tirios metafísicos y no tanto de los troyanos positivistas, ha devenido realidad de verdad, la más pura patentización de la Wirklichkeit -lo que incluye la virtualidad- del menesteroso y asfixiante presente de este presente. Como nunca antes, conviene encontrar el modo de detener la creciente idiotización de la cual están siendo víctimas las buenas gentes.

Al asumirse como la “razón pura”, el entendimiento se dio a la tarea de conquistar la ciencia del mundo natural, extendiendo sus dominios -sus “leyes” y “protocolos”- al mundo civil, social e histórico, cabe decir, al mundo construido por los propios hombres, un mundo de “factura humana”. Los grandes descubrimientos tecnológicos -incluida la inteligencia artificial- han sido, unidimensionalmente, puestos al servicio de una vida que ofrece seguridad en detrimento de la libertad. El extrañamiento general ha puesto al constructor como parte del paisaje de pernos, tuercas y arandelas, en el que gira una y otra vez su existencia para llegar al mismo destino. Hasta alcanzar el momento del deshecho. El totalitarismo feroz se ha apoderado de las fuerzas productivas y de las relaciones sociales de producción, con saña y al costo de la pérdida del más mínimo sentido del Ethos. Como nunca antes, conviene detener de una vez este mecanismo perverso que ha hecho de su propia reproductividad el sentido último de la vida. Este efecto extravagante -como lo llamó Borges en su momento- tiene sus orígenes en el hecho de que “la mente humana –como dice Vico- está inclinada de forma natural a sentir las cosas del cuerpo y ha de realizar gran esfuerzo y fatiga para comprenderse a sí misma, del mismo modo como el ojo, que ve todos los objetos fuera de sí mientras necesita del espejo para verse a sí mismo”. Tal como sucede con los laberintos circulares, que van formando y conformando un lento itinerario para cada procesión, la sociedad contemporánea, aunque no lo sepa, asciende y desciende de continuo por un calvario de gongorescas sierpes clarososcuras. Conocernos es hacernos. Sólo conocemos lo que hemos y podemos ser capaces de hacer. El «eterno retorno» es una ficción del mercado, hecha a su imagen y semejanza. La asfixia del círculo vicioso amenaza seriamente el futuro inmediato del mundo civil, y muy especialmente la humana capacidad de “seguir pensando”, de superar y conservar.

@jrherreraucv

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