La gente se pierde no tanto por lo que hace
sino por lo que dice.
Javier Marías en Tu rostro mañana
He visto varios videos de Ernesto Paraqueima, desde aquel, donde le regala un juguete sexual a una señora que le pidió, eso lo dijo él, un consolador de 25 centímetros; el video en el que inaugura lo que él calificó como la “mejor discoteca” del oriente del país; un video de una entrevista en la que él señala que está contra “la corrección política” y, finalmente, el audio donde él emite juicios sobre el mural pintado por niños en condición de autismo. Desde lejos, eso es lo que conozco de su actividad como alcalde. No sé nada sobre su desempeño en la gestión de la ciudad, por ejemplo, ignoro si resolvió el estado y pavimentación de las calles de los barrios de El Tigre, el alumbrado público, el ornato y arborización de la ciudad o si resolvió los servicios de gas, aseo urbano, agua y seguridad pública, etc.
Paraqueima es un joven que, por lo que dice y por la manera como se conduce, resulta un personaje chocante y desagradable. Y si bien es cierto que la “corrección política” ha desembocado en una suerte de “sensibilidad donde lo que es bueno marca hoy el habla para abolir injusticias y desigualdades y las sustituye por eufemismos que sustituyan términos que pudieran resultar ofensivos para otros”. La cual se ha hecho dominante hasta el punto que ha distorsionado el lenguaje. Y, entonces, no se puede decir, está prohibido, por ejemplo, por decir algo: “negro”, porque entonces se corre el riesgo de ser apedreado por los vigilantes del servicio panamericano de la lengua.
El caso es que el alcalde Paraqueima, que le gusta hacer gala de su “incorrección política”, lo hizo no solo insultando a personas vulnerables, sino que se ensañó deshumanizándolos, pensando que desde su posición de poder lo convertía en un locutor autorizado para decir lo que bien le venía en ganas, por ejemplo: “¿Con qué lo pintaron (el mural), con las patas?”.
Pero esas expresiones del alcalde caracterizan la forma de decir y hacer política en Venezuela, que se ha hecho dominante desde la llegada del chavismo al poder.
El chavismo hizo la mayor resignificación del concepto de política en la historia del país e instaló un discurso mediante el cual se insultó, se deshumanizó y se despreció y, hasta se desapareció, moralmente a los otros.
Ha sido un discurso que se desarrolló aguas abajo y se apoderó del lenguaje que habla la mayoría de los habitantes del país.
Ha sido una cosa tremenda, pues, ha terminado por desplazar el “buen decir” que el venezolano emplea en su desempeño político (bueno, hay momentos muy particulares que ponen en entredicho esto, como aquel de Lusinchi con el “tú no me jodes a mí”), por el “mal decir” que se materializa en el vocabulario que hemos escuchado más de una vez en el alcalde de El Tigre, pero también y, de manera más profusa, en Maduro, quien en más de una ocasión ha descalificado a lideres de la oposición a los que ha llamado “bobos”, “mariposones”, “ladrones” y hasta “asesinos”; en Diosdado Cabello, que de miércoles a miércoles dicta cátedra en insultos y descalificaciones a dirigentes de la oposición y hasta de dirigentes extranjeros, como, las descalificaciones continuas a Duque, en su momento y ahora a Gabriel Boric; de los hermanos Rodríguez, quienes confiesan abiertamente que sus actos de gobierno son una venganza por la muerte de su padre, solo que el objeto martirizado en su venganza es el ciudadano venezolano.
La cuestión es que se hacen cosas con palabras. Hay palabras que materializan odio, que se cosifican en exclusión, en deshumanización, en desaparición moral y física.
Con palabras, en el país, ha funcionado la violencia. Desde Chávez, para acá, la violencia siempre ha empezado por la boca.
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