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Entrevista a María Elena Ramos

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Por NELSON RIVERA

Dibujos para esculturas: la dimensión del vuelo estudia los dibujos de Alejandro Otero producidos entre 1967 y 1987. ¿Otero dibujó solo en ese período o su relación con el dibujo fue permanente?

Cuando Alejandro Otero inicia este conjunto de dibujos ya tenía amplia trayectoria y era incansable experimentador. Tuvo el don de la línea desde sus inicios. Cuerpos humanos, rostros, paisajes, naturalezas, estudios de cacerolas y cafeteras son algunos de sus dibujos desde los años cuarenta. El período que abarcan las imágenes de este libro, Alejandro Otero, la dimensión del vuelo, se extiende desde 1967 hasta 1987. Durante ese lapso, en 1971, recibe la Beca Guggenheim y cursa en el Centro de Estudios Visuales Avanzados del Instituto Tecnológico de Massachusetts, M.I.T. Incorporó entonces nuevos conocimientos en el proceso hacia sus esculturas cívicas.

Desde 1987 desarrolló otros modos de dibujar: comienza a trabajar como investigador visitante en el Centro Científico IBM de Venezuela. Con la asesoría del físico Claudio Mendoza y la asistencia de Ana Margarita Blanco, de la USB, dedicó su habitual curiosidad a este nuevo medio. Profundizó con esta tecnología en aquella relación entre  dibujo, escultura y espacio urbano que tanto le había incentivado desde los sesenta (1).

¿En las dos décadas que usted estudia cambió el modo de dibujar de Otero? 

Técnica y resolución se mantienen en general, más complejas o más sencillas en distintas series. Pero sí se van incorporando diversas pasiones temáticas. Quise abordar esto, por ejemplo, en el capítulo “Las formas del arte en diálogo con los elementos naturales (el aire, el agua, el diamante)”.

Alejandro, desde niño ganado por la mirada hacia el cielo, desarrolla hacia fines de los 60 y en los 70 muchos dibujos de vocación aérea. Y es justamente en 1969 cuando el astronauta llegó a la luna y cuando miró a la tierra desde el espacio, produciendo una imagen paradigmática del siglo XX: la de nuestro planeta azul comprendido y admirado desde arriba, desde el cielo. Poco después, durante sus estudios en el M.I.T., compartiría clases con diseñadores de naves espaciales.

En muchas de sus obras se interpenetran los conceptos de aire, elevación, espacio, viento, energía eólica, energía luminosa, energía potencial —indicada como señal en los dibujos— y energía cinética, moviendo las aspas reales de sus esculturas. En el libro digo que estas estructuras cívicas apuntan al aire, pero también lo apuntalan al hacerlo sentir, tanto física como metafóricamente.

Entre las obras que sugieren un espíritu aéreo señalo dos tipologías. En el primer grupo encontramos a su vez dos comportamientos de las formas: unas son Torres, como grandes verticales intersectadas por la horizontal en forma de “T”. Allí corresponde a las múltiples aspas que integran las ruedas el entregarse al movimiento del viento. La altura acentúa la condición aérea. Otras son Abras, Deltas, Alas, Agujas, Estructuras solares, Integrales vibrantes. Tanto aquellas verticales como éstas, inclinadas, tanto fustes limpios como cuerpos diamantinos —que incluyen celdas, aspas y molinos— son estructuras directamente necesitadas del viento, apuntan a las alturas, y rozan de alguna manera los temas celestes.

Hay formas que recuerdan antenas, radares, platillos voladores, torres de alta tecnología —eléctrica, eólica, telegráfica—. Hay sugerencias de molinos de viento en su serie Homenaje al Quijote. Hay figuras que evocan vuelos animales o mecánicos —libélulas o avionetas—, en su serie Aeropuerto.

Otro grupo de obras nos revela que el espíritu aéreo puede habitar en cualquier cuerpo. Son estructuras alígeras en sí mismas, trazos en los que —más allá del tema— se manifiesta un ser del aire, la condición de lo volátil mismo.

Aunque muchos de estos dibujos son guía imprescindible para el ingeniero que los convertirá en esculturas, lo que los caracteriza es la libertad de las formas. Es con su concentrado poder sintético de artista visualizador de mundos, y con su agudeza para captar el ser esencial de las cosas, como el artista aborda cada nueva invención urbana. Así, sus dibujos no pueden confundirse con esbozos de arquitecto o ingeniero, pues actúa más por síntesis expresiva que por descripción y análisis. Prevalece la condición de artista plástico, dibujante creador que deja en imagen la huella de su espontaneidad —su fuerza, su levedad—. Por esto muchos dibujos trascendieron su función de diseño para algo más, y fueron arte en sí mismos.

Otero mismo lo dice: “El dibujo es instrumento de mi indagación, porque lo que he estado todo el tiempo haciendo es indagando, indagando, tratando de esclarecer una oscura temática, una oscura tentación, un oscuro llamado que me hacen a mí las cosas, la realidad, o yo no sé cómo llamar eso. Entonces uno va indagando, uno va tratando… pero no es una indagación científica, no es una indagación metódica, no es una indagación programada, es una indagación casi existencial. Es un llamado profundo de algo que uno va entonces tratando de esclarecer, de concretar” (2).

La sensación que producen los dibujos reunidos en la publicación es la de alguien con una facilidad extraordinaria para llevar al papel sus ideas. ¿Qué función cumplían los dibujos en el proceso creativo de Otero? 

Quiero responderte con la idea de “despliegue”. La obra de arte es un lugar muy pertinente para entender un concepto capital en Hegel: el del necesario desplegarse de la idea en la realidad del mundo. Viniendo desde la idea original de un creador —y de su espíritu— la obra llega a existir plenamente cuando se despliega en el mundo de lo concreto (sea dibujo sobre papel o escultura en una plaza) y cuando, así, se corporiza: en una forma, con una materia, a través de un lenguaje específico, reposando en un lugar, y hasta en posesión de un potencial de permanencia. Esa idea de despliegue puede iluminar estos proyectos de Otero, en lo que ellos tienen de fases de series, e implican procesos. Solo algunos ejemplos: una larga recta dibujada puede significar varilla al desplegarse en la escultura real, líneas muy finas pueden representar hilos, líneas ubicadas en contrapunto anuncian tensores, dibujos de formas diamantinas proponen hélices. Trazos sinuosos avizoran platinas corrugadas. Una espiral dibujada aspira al laberinto metálico de círculos concéntricos

Otero parte de una idea original que desarrolla en etapas e imágenes, desplegándolas hacia la aspirada construcción de esculturas en el espacio urbano, ése donde los seres reales transitan, gozan, padecen mientras —ellos también— despliegan sus propios procesos vitales…

¿Cómo entiende usted esos dibujos? ¿Son herramientas de trabajo? ¿Documentos del proceso creativo de otras obras? ¿Obras de tránsito en el camino a las esculturas? ¿Tienen esos dibujos la categoría de obras de un enorme artista?

Sí, a toda la pregunta: son herramientas, documentos, obras en tránsito. Y muchos dibujos tienen categoría de obras de arte.

Un aspecto relevante en el pensamiento de Otero es la relación entre los conceptos de virtual y real, que resulta clave en un libro como éste —pleno de formas, desplazamientos y rotaciones virtuales y de proyección hacia esculturas que se enraizarían, reales y contundentes, en las ciudades.

Otero usaba con frecuencia las palabras “virtual” y “virtualmente”, pero no en el sentido contemporáneo de la cibernética y sus realidades virtuales, sino en su uso más clásico, a la manera del hablante culto o del pintor de siglos anteriores, poniendo énfasis en lo virtual como algo que está por darse, o que lleva implícitas dentro de sí otras situaciones posibles, o que transporta una promesa latente. Lo virtual es aquí algo que se anuncia.

En los pequeños dibujos que integran el libro se muestra —y se anuncia— una voluntad de expansión hacia la construcción de un mundo: desde una línea simple, desde una plana hojita de carta de apariencia insignificante late con frecuencia, virtualmente, una construcción monumental. Cuando Alejandro convoca, por ejemplo, la dimensión planetaria o la temática del vuelo en una escultura para jardín o plaza, está también abriendo (virtual y realmente) la imaginación y las mentalidades: desde la dimensión corporal del ciudadano, desde sus hábitos rutinarios hasta sus necesidades espirituales de proyección y trascendencia, pasando por necesidades humanas de descubrimiento, goce y asombro.

Es importante reconocer en esos momentos cierto juego entre las ideas de lo-infinito-virtual y lo-finito-real, que él roza inevitablemente. Lo infinito está virtualmente —como idea de espacio sideral, de espacio abierto, de espacio más arriba y más allá—, pero habita y se expresa a través de un contenedor que es real, y finito: el pequeño soporte sobre el que traza el dibujo, o el ámbito de la metrópoli donde se erige la escultura.

Algo es claro: el dibujo existía ya, era ya real como imagen sobre un papel, aunque su concreción en cuerpo escultórico resultaría solo eventual, lograble si (y solo si) se superaban distintos desafíos: los del espacio, los de la técnica, los del recurso financiero imprescindible, los de las distintas resistencias del mundo. Y si ahora el dibujo es una realidad constatable, frente a nuestros ojos y en presente, esa misma imagen en tanto dibujo-para-escultura era inicialmente solo una proyección, un sueño de lo futurible.

El cuerpo de obras de esta publicación existe precisamente entre aquellas dos fuerzas: por una parte, la del dibujo contenido-en-sí (contento-en-sí), recogido al solo ámbito de la mirada, las carpetas, los silenciosos archivos familiares hoy compartidos con el lector; y, de otra parte, la fuerza del dibujo que logró salirse de las hojas planas y alcanzó el mundo real de las ciudades, se insertó en la tridimensionalidad de las cosas y convivió con sus metales en el tráfago de los seres.

Una intensidad va naciendo propiamente de los correlatos técnicos y lingüísticos que establece el artista en esa vocación doble, el ser ya dibujos y el querer llegar a ser esculturas. Está presente aquí el poder del dibujante para traducir cuerpos volumétricos a imágenes lineales sobre un papel, lográndose una nueva corporeidad gracias a esa línea —engrosada aquí, adelgazada allá— que va produciendo valor (sombra y luz) para representar mejor las formas tridimensionales sobre un soporte en rigor netamente bidimensional.

Vale esto último tanto para el diseño que proyecta una escultura (este peculiar “cuerpo” urbano) como para el dibujo del cuerpo humano. Esta comparación no es arbitraria, si recordamos que mantuvo, desde el inicio de sus estudios y hasta el final de su vida —paralelamente a su fuerza de dibujante de estructuras abstractas— una finísima capacidad de dibujante figurativo, llevando con maestría la carnalidad humana a sus dibujos volumétricos. Percibimos afinidades entre su talento abierto y múltiple y el de Leonardo da Vinci (y no es la primera vez que tal afinidad es reseñada). Ambos dejaron testimonio dibujístico de doble orientación y fuerza: por una parte, la sensorialidad en el dibujo —realista de los desnudos; por la otra, la imaginación para inventar estructuras y construir mecanismos.

Varios factores intervinieron para que los dibujos de Alejandro cobraran protagonismo. Uno de ellos, y no el menor, es el goce del artista ante la forma que inventa. Otro es el hecho objetivo de que, tan dotado como era, podía producir ágilmente en uno o pocos días múltiples imágenes, con su carboncillo, creyón o grafito sobre papel o cartulina, pero en cambio para enfrentar la construcción de una escultura —y más si monumental, de escala cívica— requería otras dimensiones, otro nivel en los esfuerzos de materialización. Había una especie de embudo entre la parte amplia del proceso inventor, debido a su vasta creatividad, y la parte estrecha y difícil, siempre asediada por lo imponderable, en la realización de estructuras monumentales.

Si nos detenemos a pensar que estos rasgos de su mano nacían con la voluntad de abrirse a las ciudades y a públicos urbanos en tránsito (esos que le atraían tanto) podemos entender estos dibujos también como realizaciones intermedias, entre la idea inmaterial y la más material realización.

Si para la primera etapa del dibujar se requería solo la creación y la mano del artista, ya para la escala cívica se requerían otros saberes y condiciones: los del ingeniero, los del obrero de construcción, y hasta las sensibilidades de ciudadanos y gobernantes para saber luego admirar y cuidar las obras a lo largo de las décadas y, más aun, para ayudarlas a ser perdurables.

Reflexiona usted sobre cuestiones como el espacio, el tiempo y el movimiento, fundamentales para pensar la obra de Otero. ¿Logra el artista plasmar estas dimensiones en los dibujos? 

Entre las obsesiones fundamentales de Alejandro Otero estaba el espacio: el aéreo, el sideral, y naturalmente el estético. Tanto los dibujos del libro como sus estructuras cívicas son espacios plásticos deudores de aquellas pasiones.

El dibujante tenía el reto de proyectar, sobre la hoja plana y estática, una tridimensionalidad en movimiento. Había que preguntarse, por ejemplo: ¿cómo ha de ser la naturaleza de un dibujo para sugerir el espacio realmente abarcado por una órbita?, ¿cómo se comportan las órbitas en el universo plano de las hojas?, ¿qué posibilidad tiene un pequeño dibujo para sugerir tanto el volumen como el dinamismo, dos aspectos que la hoja no contiene en sí, que el lápiz y la pluma no contienen en sí, y que solo de modo virtual y por débil analogía puede el dibujante —apenas— rozar?

Alejandro quería mostrar cómo habrían de ser las relaciones espacio-temporales en sus esculturas cívicas. En su necesidad de integrar lo que es del espacio y lo que es del tiempo, creó un repertorio de líneas que subtienden, de estructuras que centran, de formas extensibles y, sobre todo, de dinámicas relaciones entre las partes. Y como habitante protagónico entre el espacio y el tiempo campearía el movimiento: tanto el real en la escultura como el virtual en la hoja dibujada. El movimiento establece entonces un tránsito permanente —e inherente— entre la espacialidad creada por el dibujante y la temporalidad en la que la obra habría de suceder.

Subtemas principales eran entonces el tiempo transcurrido y el espacio recorrido. Subtemas eran también el movimiento-espacio y el movimiento-tiempo, la materia desplazada y, más abstracto, el desplazamiento mismo; el giro, la torsión, las espirales, la parábola, en lo que tienen de formas espaciales (visuales, dibujadas) y también en lo que tienen de traslación —y de previsión— hacia una posterior temporalidad que esté realmente sucediendo —moviéndose ya en la escultura.

Otro subtema de reiterado valor es la direccionalidad: como vector transportador a través de la línea abstracta, y también como sentido, es decir, como la orientación que alguien propone con un movimiento. Pero la direccionalidad —esa orientación a la que apuntaba físicamente una obra— tenía también otro sentido, más filosófico y espiritual. Alejandro, por ejemplo, me contaba con apasionamiento que cuando empezó a pensar en la obra cívica que acompañaría al Museo de los Niños, sólo tenía claro que tendría una estructura muy fina, que apuntaría al cielo como una flecha diagonal, y que estimularía a los niños a mirar hacia lo alto. Elevar, elevarse, elevar las miras, ver más alto, crecerse más allá de sí, son conceptos afines a la antigua idea de “anagogía”, según la cual se conduce algo hacia un lugar superior o más elevado. Una familia de ideas relacionada también con la ética y la educación. Aquí notamos que el componente alegórico/metafórico se entrama con aquella pulsión anagógica: él quería que los niños miraran más allá de lo inmediato que los rodeaba, y más allá de sí mismos. Para elevar sus miradas, la estructura se alzaría como flecha ascendente.

Pero la mayor espiritualidad puede tener su complemento en lo inmediato y concreto. Así, durante sus días de estudio para este proyecto se posó en su mesa de trabajo un pequeño insecto, cerbatana o mantis religiosa. Curioso impenitente con lo que se movía en el mundo, Alejandro captó súbitamente en aquel cuerpo frágil del animalito la clave —de diagonalidad y alzada— que buscaba para su diseño. Y de los dibujos con que estudió esa figura animal fue desarrollando el proyecto para su Abra Solar, que finalmente no se construyó para el Museo de los Niños sino para todos los ciudadanos, cuando la compañía Metro de Caracas la mostró en la Bienal de Venecia (1982) y luego la instaló en Caracas, en la Plaza Venezuela.

En estas y otras obras similares habitaría aquel topos de la clásica tradición escultórica: la diagonal heroica. Pero si la historia de la escultura vio aquella diagonal como apoyo a énfasis representacionales (torso humano estirándose, pájaro volando, brazos alzados en ruego o levantando la espada) en cambio en las obras cívicas de Otero no hay personaje sino estructura, y la diagonal ascendente es forma, vector y tensión. No da razón de tema sino de abstracción. No imita la realidad, aunque pueda hacer ver mejor algunos caracteres esenciales de lo real (el ritmo, la luz, el viento).

Hay dibujos en que Otero no solo hace sentir la potencialidad del movimiento, sino que se refiere incluso a la velocidad que debe llevar el dinamismo en algún sector de la obra. Así, en algunas imágenes las velocidades de giro pueden implicar una rapidez vertiginosa o una vibración más sutil. Esa velocidad del movimiento —la lentitud o rapidez anunciadas— pueden aparecer implícitas en las formas dibujadas, o explicitarse por la palabra escrita, recurso frecuente del artista.

Podemos afirmar que el movimiento se produce en el espacio, pero también produce el espacio. “Al ser obra de la obra pertenece el establecimiento de un mundo”, había dicho Heidegger (3),  abriendo la comprensión de que la obra de arte implica una capacidad realizadora, constituyente de algo (o de un modo de ser) que hasta ese momento no existía. Podemos agregar que la obra de Otero establece un intenso mundo, finamente entramado de espacio, tiempo y movimiento, relación triangular que fue por cierto nuclear para el arte óptico y cinético, y que también lo fue para él, a pesar de que no se considerara un creador de arte cinético.

Distintos dibujos revelan eficazmente el ser esencial del movimiento y el giro, o el ser del crecimiento de las formas, o el del ritmo de los sucesos, o el del espacio de los acontecimientos. El ser, en fin, del modo de vibrar la vida urbana.

Mencionaré dos factores esenciales en estas obras. Uno de ellos es el viento. Otro es el juego, en el sentido del traslado y el vaivén, de lo que cambia de lugar, de lo que toma el espacio de otro, de lo que intercambia su energía con la de otro que se le enfrenta. Particulares relaciones entre los componentes propician estas jugadas de las formas.

En estos dibujos se nos sugiere un juego dinámico de las palancas, las bisagras, los imanes, los contrapesos; el juego giratorio de las turbinas, las aspas, los molinos, los émbolos. Son “juegos” de las partes entre sí, en estas máquinas inventadas. Es juego en sentido de movimiento, como cuando en la vida corriente nos referimos al juego de un tornillo con su gozne, al juego de subir y bajar de una polea.  (Otero relata memorias de una infancia nutrida por la observación: de la naturaleza y los seres, pero también de los artefactos y sus mecanismos. Dice, por ejemplo: “…otro día descubrí en un cuarto abandonado una enorme maquinaria con émbolos y tuberías, todo un universo mecánico de contenido impenetrable para mí. Era una planta de acetileno que tío Pedro había hecho construir para dar luz de gas al pueblo”) (4).

El movimiento mismo es un juego: el movimiento espacial y el temporal requieren cierto vaivén, imprescindible a estas pequeñas jugadas de las líneas sobre el papel, que luego en la escultura cívica serán grandes jugadas entre las formas.

Estos juegos tejen zonas híbridas entre lo que es del espacio y lo que es del tiempo. Así, un elemento debe desarrollar su movimiento completo hasta un extremo para poder devolverse; otro, debe esperar la jugada de un elemento distinto para iniciar su propio avance. Todo esto atañe a los cambios en lo espacial, y se dan entonces zonas de aparición y otras de repliegue: relieves u ocultamientos. Pero atañe también, y muy especialmente, a cambios en la dimensión temporal, pues la obra de Otero requiere esa temporalidad, tanto que sus esculturas cívicas solo llegan a existir plenamente en los cambios sucesivos (un instante que sucede al otro… que sucede al otro…)

No es extraño que muchas imágenes de este libro, así como algunos diseños para el hombre volador en Leonardo o algunos dibujos de Paul Klee, muestren tal idea múltiple de juego: el de las piezas y las partes que se diseñan, el de los movimientos que se articulan, el del dibujo con sus líneas punteadas entre la quietud y la vibración, juegos que Otero disfrutó en su momento y que el libro nos propone ahora para el goce de la lectura inversa.

Pero además está un juego muy específicamente artístico: el del creador que actúa con la mayor concentración para dar cuerpo a sus propios mundos imaginarios, como el muchacho que juega sin atender nada más, pero en su caso incorporados ya saberes y talentos mayores, e incorporados ya sus afanes sobre la ciencia, la tecnología, los traslados interplanetarios o los desplazamientos cotidianos de los citadinos. Incorporados ya, también, los juegos del agua, los del viento, los de una naturaleza eternamente incidiendo: dando y dando sobre las cosas.

En estos juegos Alejandro reunió el placer de la pura línea y la aspiración al entorno urbano como finalidad —como destino de su temple moderno—. Cuando creó los dibujos que hoy integran este libro, tanto el viento como el juego eran asuntos virtuales, todavía no reales-sucediendo. Hoy, con la visión de estas imágenes, y después de haber disfrutado por años de sus esculturas urbanas, el conjunto de estos dibujos nos devuelve a aquel inicio de atisbos y promesas. Y también de riesgos de quien era ya un creador mayor al comenzar esos esbozos a fines de los sesenta, pues no solo jugaba con las formas y el lenguaje, sino también se jugaba, en el sentido de aventurarse y exponerse.

Su talante creativo se abrió desde el sentimiento estético y constructivo hacia el interés científico y tecnológico que su época le ofrecía. Expandido así su ámbito inventivo, jugó con esos saberes extra-artísticos y creó una obra dialogante: entre naturaleza y abstracción, entre realidad y utopía, entre el espacio plástico y el espacio del universo.

En la sección “Espíritu de geometría, espíritu de fineza”, escribe sobre las polaridades en la obra de Alejandro Otero. 

Recordemos la idea de Pascal sobre dos diferentes espíritus del ser humano: el espíritu de geometría y el de fineza. “Es raro que un espíritu fino sea geómetra, y que un espíritu geométrico sea fino y perciba las sutilezas”. Pero el ámbito de la creación artística es buen lugar para encontrar vínculos entre geometría y fineza, entre el espíritu que, según Pascal, estaría dotado para “ver claramente gran número de nociones concretas, comprendiendo a la vez el conjunto y los detalles (esprit de finesse)” y los espíritus profundos capaces de abstracción (espíritu de geometría) (5).

Las mejores obras de la tradición abstracta y constructiva de la modernidad son precisamente casos especiales de esa doble capacidad. Y ese carácter polar recorre la obra de Otero. Lo notamos en el encuentro con sus obras, pero lo sentí, más ampliamente, como consustancial a su personalidad.

Un espíritu-geómetra parecía habitar en su talante más propio, lo que fue alimentado luego por su interés en la modernidad constructiva. Muchos dibujos de este libro apuntan a formas geométricas, a motor y a rotores, a bordes angulosos, perfiles y metales. “Acerado” es una palabra que me fue viniendo al pensamiento mientras miraba estos proyectos sobre papel o me movía frente a sus esculturas urbanas. Así, Alejandro, acerado y abstracto, y constructivo, y riguroso, e interesado por la técnica, la geometría, la matemática.

Pero también puede sentirse en él una pascaliana fineza de espíritu. Y tan hondamente vimos que lo marcan las sutilezas del aire que no era posible sentir el aspecto acerado sin encontrarnos, en tensión/distensión complementaria, con Alejandro volátil. Libre, inconforme, ruptural, siempre aspirante a algo más, reconociéndose inconcluso, actuando con jovialidad.

Aquella relación entre espíritu de geometría y de fineza se materializa en el lenguaje: entre las redes tendidas por el rigor geométrico y la libertad del movimiento; entre rectas y parábolas; entre lo estable y lo vertiginoso; entre fuerzas centrífugas y centrípetas.

Para notar la asimilación, dentro de una misma obra, de las fuerzas que adhieren a una forma y de las que se alejan de ella, vemos que en alguno de sus proyectos el artista incluye un imán. Si leemos lo que escribe sobre el dibujo: “Dados metálicos en desplazamientos imprevistos por influencia de un imán en movimiento”, vemos que la palabra refuerza la visual polaridad entre atracción y alejamiento. El imán abre también espacio al azar.

Pero estos dibujos muestran una polaridad mayor en el imaginario del artista: entre lo que apunta y lo que queda; entre lo que queda-fijo y lo que queda-moviéndose; entre lo que emerge y lo que subyace. Así, en el desarrollo de varias formas poliédricas hay líneas que se fugan, pero, a la vez, se recogen. El dibujo imagina una escultura entre aérea y térrea, entre lanzada y yacente.

Otero busca la levedad. Pero la levedad es ardua. Cuesta esfuerzo y estructura. Vemos cómo esa levedad, que se alcanza por la inestabilidad aparente de las formas lanzadas al espacio y al viento, requiere sin embargo bases sólidas y estables. También en esto la polaridad existe, y así notamos cómo las flechas diagonales o verticales, que apuntan a lo más alto, necesitan lo más básico: piso, tierra, horizontalidad. Y que hasta las más abiertas órbitas exigen concentrados puntos de fijación. Y que las aspas se mueven, pero también se mantienen ancladas a una estructura. Y percibimos que el metal cepillado de las hélices refulge lábilmente con la luz del atardecer, pero solo puede lograrlo porque hay un eje que determina su inclinación para exponerlo a las distintas intensidades luminosas —del sol, de la ciudad—.

Algo de formas híbridas habita en este libro abierto a las polaridades. Híbridas entre plano y escultórico, entre dibujo y monumento; entre posibles y utópicas, entre terrestres y aéreas, entre eólicas y acuáticas, entre artesanales y científicas. Formas híbridas que pueden llegar incluso a sugerirnos extraños cruces tecno-zoológicos. Hay por ejemplo esculturas para techo, pequeñas formas semicirculares que parecen referir al mismo tiempo a lo animal —alas, antenas de insectos—, a lo artesanal, a lo industrial y a lo lúdico, recordándonos las esferas lanzadas al aire en los juegos infantiles. 

Una de las sugerencias que nos hacen estos dibujos es cierta sensación de como si. Una línea-parábola como si fuera un platillo volador; una torre con vocación de molino de viento; un ser aéreo afín tanto a un avión como a un caballito del diablo.

La idea de las polaridades nos lleva a una condición de apertura connatural a su talante de artista que se abre desde su curiosidad por el espacio del arte hacia su curiosidad por el espacio del mundo; desde el dibujo íntimo hasta la calle; desde la calle o la plaza hasta el espacio celeste. Podría decirlo incluso a la inversa: que se abrió desde su curiosidad por el espacio del mundo hasta su curiosidad por el espacio del arte; que se abrió desde su aspiración a comprender el universo celeste, hasta la plaza; que se abrió desde la calle hasta el dibujo mismo. Y es que el verdadero artista está abierto a un subir y un bajar permanentes: subir a nutrirse en ideas e ideales, bajar concretando la obra.

Otero se abre en este libro: desde la condición de dibujante privadísimo en un acto muy directo, personal e intransferible hasta la comunicación con amplios públicos a través de enormes estructuras que requieren las mediaciones, talentos y ejecución de otros. En su necesidad de ir más lejos intuye que solo estando así abierto su sueño dibujado puede llegar a cobrar vida en las ciudades. Así como intuía, de manera más amplia, que solo estando abierto al mundo y al conocimiento podían él y su obra crecer. Por eso me dijo un día: “Cualquier cosa puede contribuir a que tú vayas más lejos. En cambio, si trancas te fregaste, porque te limitas” (6).

Me parece que tiene una enorme significación que el artista haya guardado esos dibujos. ¿Otero pensó alguna vez en reunirlos, ordenarlos, volcarlos en una publicación como la que usted ha realizado?

Estamos hablando de un artista que era ordenado, pero flexiblemente… Recuerdo una vez, en los años setenta, cuando me mostró una carpeta en la que iba colocando papeles, todavía sin orden. Lo que me quería transmitir entonces era que, al ir reuniéndolos, esos papeles estaban ya seguros, y que él cuidaba bien sus anotaciones y su memoria.

Alejandro supervisó la organización inicial de muchos de estos dibujos, en lo que colaboró María de Jesús Silva, familiar cercana. Luego del fallecimiento del artista, la familia Otero, particularmente Mercedes Pardo, realizó un acucioso trabajo de ordenamiento. A esto se agregó el trabajo documental de Ernesto Guevara, con el apoyo de Carolina Otero, lo que permitió estructurar el corpus inicial de las imágenes. En el equipo participaron además Merce Otero, Rafael Romero, Rafael Santana, Gloria Urdaneta. Waleska Belisario realizó el diseño. Finalmente dos Fundaciones: Artesano Group y Otero Pardo editaron el libro.

*Alejandro Otero. Dibujos para esculturas: la dimensión del vuelo. Texto: María Elena Ramos. Dirección y producción: Carmen Julieta Centeno, Sudán Macció. Coordinación editorial: Mercedes Otero. Fundación ArtesanoGroup y Fundación Alejandro Otero-Mercedes Pardo. Caracas, 2019.


Notas

1 El libro Saludo al Siglo XXI, publicado por IBM en 1989, reunió esas imágenes

que Otero ofreció como tributo a Leon Battista Alberti, humanista del Siglo XV.

2 A.O. Conversación con M.E.R. San Antonio de los Altos. 1980

3 Martin Heidegger. Arte y poesía. Fondo de Cultura Económica. Breviarios. Buenos Aires, 1992. Pág. 76

4 Alejandro Otero. Papeles biográficos. Fondo Editorial Predios. Upata, 1994. Pág. 51

5 Blaise Pascal. En José Ferrater Mora. Diccionario de Filosofía. Editorial Ariel. Barcelona, 2001. Pág. 1105.

6 A.O. Conversación con M.E.R. San Antonio de los Altos. 1980.

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