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Metáfora de lo femenino sacrificado

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Por JOSÉ SÁNCHEZ LECUNA

Ifigenia, según la tradición arquetípica griega, remite al tema del sacrificio. Agamenón sacrifica a su hija para apaciguar la ira de Artemisa. Esto es lo que nos interesa.

María Eugenia Alonso en la novela Ifigenia (1924) de Teresa de la Parra (París, 1889 – Madrid, 1936) es también sacrificada ya que se ve obligada a escindirse, a escindir su alma de su cuerpo, y a refugiarse en una mónada interior, una célula aislada (con ambos sentidos etimológicos: célula como celda o célula como núcleo) que se parece mucho a lo que llamamos comúnmente la alienación, el sentirse extranjera, el no reconocerse, el extraviarse: es vivir en un exilio forzado en una “tierra de nadie”.

Señala Linda Schierse Leonard en su libro La mujer herida haciendo referencia a la tragedia de Eurípides:

“Esta tragedia muestra también una escisión de lo femenino. A Helena se le adjudica un papel: el de encarnar la belleza; a Clitemnestra otro: el de la obediente y cumplidora esposa y madre. Estas dos expresiones de lo femenino son los únicos roles que se otorgan a la mujer en esta obra. El reino de lo femenino se ve desvalorizado al ser reducido al servicio de los hombres, ya sea mediante la belleza o la obediencia. El ideal de belleza reduce el valor de la mujer a una mera proyección del deseo del hombre y la coloca en la posición de la puella, de una dependencia inmadura. Y la obediencia sumisa la reduce a la condición de sirvienta de un amo masculino. En ambos casos, ella no existe por sí misma, sino que su identidad se limita a la que está relacionada con las necesidades del hombre. El padre, el rey Agamenón, apoya esta desvalorización de lo femenino cuando por fin se muestra de acuerdo con sacrificar a su hija para que los griegos puedan ir a recuperar a Helena.

Ifigenia, como hija, tiene que ser sacrificada por el poder político del estado: “… mis lágrimas son mi única magia; las utilizaré, porque sé llorar”. Pero su inocencia pura y sus lágrimas no sirven de nada cuando el poder político es el valor más elevado. Por tanto, la desvalorización de lo femenino por parte de la cultura conduce al sacrificio de la hija. Y aunque Ifigenia es pura y noble, y perdona a su padre cuando entiende la irrevocabilidad de su posición, con su sumisión ante el destino, finalmente reconoce esta desvalorización de lo femenino.

Ifigenia, al convertirse en el alma de Grecia, renuncia a su propia identidad femenina y al valor de sus lágrimas: “… puesto que en el altar no hay lugar para las lágrimas”.

  *

La novela Ifigenia de Teresa de la Parra representa, para nuestra cultura, una apología del fracaso: a nivel personal, a nivel social y a nivel cultural. Representa una metáfora, para mí, que contiene el devenir de la realidad profunda del alma de la sociedad venezolana de principios del siglo XX. Siempre hubo, en aquel tiempo, algo que destruía y aniquilaba los logros conquistados, a nivel individual, social, cultural, es decir, arquetípico, por parte de lo femenino. Hay, inherente y sutil, un profundo y atávico miedo al fracaso (“aquitifobia”) por parte del personaje María Eugenia Alonso, quien, antes de tomar la decisión de escaparse en la mañana con su amado Gabriel, vacila, tiene miedo, poniendo de manifiesto sus problemas de autoestima, de apego a lo viejo (su “trousseau” del que no logra separarse, por ello su necesidad de una innecesaria maleta que no hacía falta llevarse), síndrome que le genera palpitaciones, miedo, sudoración, inquietud, angustia, confusión antes de tomar la firme decisión de salir de su habitación, caminando por la casa “con los ojos cerrados” (el lapsus trágico) en plena noche, lo cual es totalmente infantil y absurdo. ¿Pero que la induce a asumir esta conducta?

Los tres últimos capítulos de la novela son capitales.

Primero el sueño, el deseo de libertad, el anhelo profundo de libertad, de emancipación, el deseo casi consumido: “¡POR FIN! ¡Por fin! ¡Mis alas de volar ya me han crecido! ¡Me voy! ¡Me voy, volando en ellas hacia ti, Amor, ¡Sol de la vida! ¡me voy volando en ellas hacia ti!… ¡Ya voy! ¡ya voy! ¡Espérame confiado, que ya voy!”.

En el capítulo siguiente la carta de Gabriel la incita a huir de aquella cárcel en la que la quieren encerrar, al tener que casarse con Leal que no ama y, luego, en el capítulo IX, capítulo Kathártico por excelencia, siendo el epílogo de esta historia, cuando sucede el gesto fallido, el olvido inconsciente que la dominan, en la oscuridad de la nada y del caos: “Con los ojos muy cerrados, y los brazos extendidos en la oscuridad, mientras caminaba tanteando los muebles, iba diciendo: —Aquí, a la derecha, es el armario de la ropa blanca… bien… Ésta es la mesa grande de caoba, la que está coja… Aquí la cómoda… bueno… El armario de la loza… La pared del fondo… Un baúl… Aquí… ¡Aquí está la maleta!… Y cogiéndola por las asas la levanté en plena oscuridad. Al tirar de la maleta algo cayó al suelo haciéndose trizas con el correspondiente escándalo de vidrios rotos. Espantada por el estrépito del accidente volví a dar un salto nervioso como ante la visión del gato negro. Luego, recordé el florero desportillado que estaba sobre la maleta, comprendí lo ocurrido, y regresando al mundo de los peligros reales me di a reflexionar: ¡Ay, Dios mío!… ¡si se habrán despertado las sirvientas con este ruido infernal!”.

El epílogo, este desenlace, la catarsis final, que resulta también en cierta forma una anagnórisis, es decir, un “reconocimiento” de sí misma, un despertar brusco a su propia realidad, como una presa cuando toma conciencia de los barrotes de la celda de la que nunca podrá salirse cuando comprende en lo que se ha convertido, es lo que señala Teresa de la Parra con este capítulo: un símbolo, una imagen, un arquetipo de la Antigüedad griega. María Eugenia se convierte en el personaje mítico de la tragedia griega de Eurípides, el personaje del sacrificio, del chivo expiatorio, del que carga con todas las culpas y las taras y que tiene que ser sacrificado para que se pueda seguir conservando el orden establecido, las normas y lo socialmente “correcto”, lo que “se debe hacer y cumplir” (igual le sucedió a Antígona, heroína de la tragedia de Sófocles, pero en este caso, es María Eugenia/Ifigenia, “la hija”, la “hija del padre”, que tiene que ser sacrificada. En el caso de Antígona, ella se confronta con el poder omnímodo del patriarcado representado por Creonte, retándolo y suicidándose antes de ser enterrada viva por orden de éste, a diferencia de la Ifigenia de Eurípides y de la de Teresa de la Parra):

“¡Sí! Como en la tragedia antigua soy Ifigenia; navegando estamos en plenos vientos adversos, y para salvar este barco del mundo que tripulado por no sé quién, corre a saciar sus odios no sé dónde, es necesario que entregue en holocausto mi dócil cuerpo de esclava marcado con los hierros de muchos siglos de servidumbre. Sólo él puede apagar las iras de ese dios de todos los hombres, en el cual yo no creo y del cual nada espero. Deidad terrible y ancestral; dios milenario de siete cabezas que llaman sociedad, familia, honor, religión, moral, deber, convenciones, principios. (…) ¡No es al culto sanguinario del dios ancestral de siete cabezas a quien me ofrezco dócilmente para el holocausto, no, ¡no!… ¡Es a otra deidad mucho más alta que siento vivir en mí, es a esta ansiedad inmensa que al agitarse en mi cuerpo mil veces más poderosa que el amor, me rige, me gobierna y me conduce hacia unos altos designios misteriosos que acato sin llegar a comprender! Sí: Espíritu del Sacrificio, Padre e Hijo divino de la maternidad, único Amante mío; Esposo más cumplido que el amor, eres tú y sólo tú el Dios de mi holocausto, y la ansiedad inmensa que me rige y me gobierna por la vida”.

*

Julieta Fombona, en la introducción de la Obra Completa de Teresa de la Parra publicada por Biblioteca Ayacucho, señala lo siguiente: “María Eugenia abandona la imagen que se hace de sí misma para ocupar su lugar en el mito: sólo en dicha dimensión resuelve las contradicciones entre lo que es y lo que cree ser”, y es cierto.

A su vez Carl Gustav Jung escribió:

“El sostén del alma es la vida natural, quien no la sigue queda en el aire y se entumece. He aquí por qué se estancan tantas personas en la edad madura. Miran hacia atrás, se aferran al pasado, alimentando en su alma un secreto miedo a la muerte. Se sustraen, aunque sólo sea psicológicamente, al proceso de la vida y, por lo mismo, quedan como columnas de sal en el recuerdo, y si bien evocan vivamente su juventud, no logran establecer contacto con el presente”. La conciencia trata, en lo posible, de no participar de esta verdad absolutamente indudable. Suele quedar presa en su pasado, atascándose en la ilusión de su propia juventud”.

Robert D. Laing, en su libro The divided Self: an existencial study in sanity and madness (El Yo dividido: un estudio existencial sobre la salud y la locura), señala lo siguiente:

“Pero la persona que no actúa en la realidad y sólo actúa en la fantasía se vuelve ella misma irreal. El mundo verdadero de esa persona se torna encogido y empobrecido. La realidad del mundo físico y de las demás personas deja de ser utilizada como un pábulo para el ejercicio creativo de la imaginación y de ahí viene a poseer cada vez menos significación en sí mismo. La fantasía sin hallarse en cierta medida encarnada en la realidad, ni enriquecida ella misma por inyecciones de realidad, se torna cada vez más vacía y volatilizada. El yo cuya relación con la realidad es ya tenue se convierte cada vez menos en un yo-realidad y cada vez se torna más fantasioso al ligarse paulatinamente mediante relaciones fantásticas en sus propios fantasmas (imagos) (…). Para el individuo esquizoide, la participación directa “en” la vida se siente como hallarse en el riesgo constante de ser destruido por la vida, pues el aislamiento del yo es su esfuerzo para preservarse en ausencia de un seguro sentido de autonomía e integridad”.

Y prosigue Robert D. Laing:

“El verdadero yo, que ya está anclado al cuerpo mortal, se torna “fantastizado”, volatilizado en un fantasma cambiable de la propia imaginación del individuo. Del mismo modo, aislado como está el yo como defensa contra los peligros del exterior que se sienten como una amenaza contra su identidad, pierde la precaria identidad que posee. Además, el alejamiento de la realidad supone un empobrecimiento del propio yo. Su omnipotencia se basa en la impotencia. Su libertad actúa en un vacío. Su actividad está exenta de vida. El yo se vuelve disecado y muere”.

Y Robert D. Laing culmina diciendo:

“Si el “yo” así volatilizado en la fantasía concibe ahora el deseo de escapar de su cerrazón, de poner fin a la pretensión de ser honesto, de revelar y declarar y dejarse conocer sin equivocación, se puede ser testigo del inicio de una psicosis aguda. Tal persona, aunque sana en el exterior, se ha ido tornando progresivamente demente en su interior”.

*

María Eugenia Alonso bebe de su propio veneno. Verdugo de sí misma, ella es la propia imagen de la escisión interior. Esta escisión interior está claramente descrita al final de la novela como epílogo. ¿Qué impulsa a María Eugenia a actuar de aquella manera? ¿Acaso no hay algo en ella inconsciente que la lleva necesariamente a un fracaso? ¿No tendrá esto algo que ver con otra aspiración, otro arquetipo?

Ya lo sabemos, ella se va a convertir en su alter ego propio, ángel o demonio poco importa, sin embargo, este “alter ego” tendrá rasgos desde ya conocidos: si no son los de su tía Clara son, sin duda alguna, los de su Abuelita. Y ahí se cierra el ciclo, la elipse regresa a su punto de partida como una serpiente que se muerde la cola: es el círculo vicioso de toda una sociedad. ¿Cómo poder explicar su “acting” inconsciente que la lleva al fracaso? ¿Es acaso apego al fracaso o es algo más? Y saltan a la vista muchas preguntas.

Andar por una casa a oscuras con una vela encendida y con los ojos cerrados es un suicidio y es ir sembrando, inconscientemente, y desde ya, las semillas del ineludible fracaso y es, a mi parecer, rasgo de demencia. Es una imagen alusiva a un “suicidio simbólico en vida”. Para mí, María Eugenia Alonso termina como una “loca”, fuera de sí, al experimentar una profunda crisis de delirio que la desdobla, que la escinde en dos, al padecer una súbita y abrupta crisis psicótica.

Es esto lo que me interesa del final de esta novela. Su “locura” no es propia, es endémica, es idiosincrática, es atávica, está sembrada y es propia de una sociedad escindida en la que ella vive, y que resulta familiar, ya que es también la nuestra.

Cuando leemos Ifigenia de Teresa de la Parra nos hallamos con un personaje que lleva los atributos de una heroína de folklore dispuesta a actuar en un auténtico cuento de hadas. Y como todo personaje de cuento, no tiene identidad propia. Pareciera que llegara de lejos, siendo la soledad su forma de ser, pudiendo salirse de ella por medio de un matrimonio feliz con Gabriel, con la condición de haber llevado a cabo su maravillosa aventura. De alguna manera, se entiende que ella podría liberarse de los poderes maléficos que contaminan y paralizan su entorno con sus personajes fosilizados y detenidos en el tiempo por el hechizo de algún maleficio o monstruo que parece haber detenido el tiempo en el que se encuentran encerrados, confinados y condenados. Apenas María Eugenia Alonso regresa a Venezuela, ella se tropieza con estas fuerzas ocultas y malignas que la acosan, le siembran trampas y multiplican los sortilegios. Cuando nuestra heroína cree finalmente acercarse a la libertad y la felicidad, lo que en realidad sucede es que la vemos dando vueltas sin avanzar, tropezando, cayéndose, porque el camino encantado la tiene presa. Ella poco a poco se va hundiendo en las arenas movedizas de su irracionalidad, de su emocionalidad cayendo en las redes sociales que, como tentáculos de pulpo, la irán apresando hasta la asfixia.

Ella se extravía en el entramado confuso de su propia fantasía y en el laberinto sin salida de la sociedad que la rodea, y acosa, imagen misma de las relaciones complicadas y engañosas que la llevarán a asumir un erotismo asexuado con una aspiración teológica y una entrega mística que la convertirán en un ser merecedor de un don divino desde un dogma propio: el del sacrificio. La impotencia y el vacío, en los que ella cae, van a hacer de su búsqueda, de su peregrinaje una empresa desesperada y sin salida (peregrinaje: de “peregrinus” en latín que significa “extranjero”: ella es una extranjera en su propia tierra, en el propio mundo donde ella vive, acá hay un símil). Enfrentada a su propia desgracia, aborrecida por su propia imagen reflejada en el espejo de su realidad, María Eugenia se exilia en su “tierra de nadie”. Es cuando deja de ser “persona” para convertirse en “personaje”: “personaje” de su propia historia, de su propia “leyenda”. Ella se irá convirtiendo en un ser anónimo y ajeno, indiferente y ausente, sumido y enceguecido por la luz de su propia visión mesiánica y religiosa, abriéndose paso a través del infierno, hundida hasta el cuello en el fango del mundo porque emprendió desde ya un camino trazado por el destino, un destino ineludible, un camino profético hacia una resurrección: la del sacrificio de la oveja (el cordero sacrificial, el chivo expiatorio). ¿Pero qué es una oveja y, sobre todo, una oveja que se sacrifica a sí misma? Víctima de la hipocresía de la sociedad en la que le tocó vivir, María Eugenia Alonso se convierte en una oveja sacrificial y al igual que la oveja sacrificial de la Grecia Antigua que se denominaba “probaton”, siendo un arquetipo ya que significaba, como verbo, “el animal que camina hacia adelante”. Ese animal, la oveja, no tiene otra opción que la de caminar hacia adelante. Los griegos, con ese apelativo para ellos negativo, querían ilustrar el aspecto oscuro de la oveja que sigue siempre al macho cabrío hacia donde él va. Y si éste se encamina hacia un precipicio, ella también lo sigue. La “oveja”, en la que se ha convertido María Eugenia Alonso, no es autónoma, sigue al rebaño guiado por el macho cabrío hacia cualquier lugar. No tiene “libre albedrío”, se conforma con formar parte de ese gran rebaño que en Ifigenia se convierte en el gran rebaño de la hipocresía. Lo genuino, la veracidad, y también la verosimilitud, el espíritu del alma, se pierden en aquella masa amorfa. La oveja sacrificial en la que se convierte María Eugenia Alonso instintivamente y por ósmosis, arrastrada por un impulso inconsciente, se suma a la manada que la llevará hacia el precipicio anónimo de un exilio permanente de su ser, de sí misma, incapaz de salvarse a sí misma, para convertirse en una especie de viuda de sí misma porque no puede “zafarse” de salvaguardarse de su “muerte simbólica”. El inconsciente es, a menudo, traicionero.

Al inicio de la novela podemos leer lo siguiente: “Somos los héroes y las heroínas de la novela de nuestra propia vida” y “Ante los dolores futuros, padecemos de una santa resignación y en nuestra alma florece el melancólico florecimiento de las alegrías enterradas, mucho más tristes que las tristezas, ya que representan en nuestro recuerdo como unos cadáveres que no nos atrevemos nunca a sepultar”.

Lapidaria epifanía y definitiva anagnórisis.

*

Pero ese suicidio en vida, ese acto sacrificial, al final de la novela, es digno de ser analizado. Lo que interesa son las metáforas y las imágenes que ilustran el drama, la tragedia, el acto final antes de la caída del telón de la novela, como le sucede inconscientemente a María Eugenia Alonso. Este episodio fundamental pone en evidencia la realidad de un drama personal, interior, y también social: la víctima o la “princesa” es llevada, como una ofrenda o una reliquia, al cadalso que cumple a la vez como escenario con fines religiosas o como lugar de sacrificio y ejecución pública. ¿Por qué María Eugenia Alonso se inmola a sí misma antes que huir de aquella cárcel social que la espera y la irá anulando, la irá cosificando poco a poco? María Eugenia Alonso es llevada al cadalso para ser desmembrada, como lo fueron Osiris y Dionisos. El psicólogo Rollo May señaló una vez que “lo daimónico es cualquier función natural —como la sexualidad, el erotismo, la cólera, la pasión y el anhelo de poder, por ejemplo— que tiene el poder de dominar a la totalidad de la persona. Lo daimónico puede convertirse en un acicate para la creación o en un terremoto destructivo”. Y Carl Gustav Jung señaló muy acertadamente que no existen procesos psíquicos aislados, del mismo modo que no existen procesos vitales aislados.

María Eugenia Alonso ha adoptado y acumulado inconscientemente una posición de expectativa, una actitud preparatoria que presidirá sus reacciones. A esto se le llama “complejo”, según Jung. Estos complejos trastornan a María Eugenia Alonso y la llenan primero de confusión:  andar con los ojos cerrados en la oscuridad generando un caos que la pone en evidencia, sembrando confusión dentro de ella y también alrededor de ella, en casa de Abuelita, es decir, adentro y afuera, embrollando sus pensamientos, incitándola y llevándola hacia el “precipicio” interior al falsificar, al traicionar sus profundos deseos de amor y de libertad.

María Eugenia Alonso es poseída por un “corpus alienum”, un cuerpo alienado autónomo y con vida propia. Ella va a desenraizarse de sí misma para convertirse en una “máscara” de falsedades, reflejo y espejo del mundo alienado en el que ella vive. Esa máscara que ella se pone, al igual que los actores del teatro clásico griego, va a convertirse en arquetipo como parte de un inconsciente colectivo e individual que representa tanto los temores como los anhelos de una cultura. La máscara disimula, pero, a su vez, expone la escisión interior de la que padece María Eugenia Alonso. Ella padece de una modificación inconsciente de su personalidad que la identifica con el complejo del inconsciente colectivo. En la Edad Media a esto se le llamaba “posesión”, señaló una vez Jung. María Eugenia padece de un rapto anunciado por parte de un aspecto oscuro y desconocido propio: es el inicio de su bajada al Hades, el mundo del “eidolon”, es decir, el mundo de las imágenes (“Eidos” en griego, que significa “imagen”, es el reino del dios Hades). Esa entidad que se adueña de ella es el daimon interior que la va a llevar a sublimar su sacrificio. Su sublimación, ese deseo subliminal que la posea, es la única salida que le queda: al convertirse en mártir de su propia pasión, se eleva hacia una “realidad” ajena e irreal que la contendrá en su seno.

Es la concepción y configuración de una nueva “religiosidad”: la del individuo entregado a su propia locura, escindido y enajenado, “alienado”: un extranjero para sí mismo.

María Eugenia Alonso pierde la razón, y el sentido de realidad, pero no pierde la compostura. Así su “máscara” (siendo ella víctima de su entorno cultural, social y también de sí misma, de su propia trampa inconsciente) se convierte en una gran farsa, en una gran mueca, una irresoluble e irreversible mentira.

De esta forma se cierra el círculo vicioso: el final de la novela se reúne a su preámbulo, cerrando de esta manera la elipse fatal. Leemos al inicio de Ifigenia:

“… tenía el alma oprimida de angustia, de frío, de miedo; ¡yo no sé qué! Y es que lúcidamente, en la faz de los muebles sentía agitarse ya el espíritu de aquella herencia que me legaba tía Clara… ¡Ah! ¡Cristina!… ¡la herencia de tía Clara!… ¡Era un tropel innumerable de noches negras, largas, iguales, que pasaban lentamente cogidas de la mano bajo la niebla de punto de la cortina blanca!…

Y por primera vez, en aquel instante profético, sintiendo todavía en mi brazo la suave presión del brazo de Abuelita, vi nítidamente en toda su fealdad la garra abierta de este monstruo que se complace ahora en cerrarme con llave todas las puertas de mi porvenir, este monstruo que ha ido cegando uno después de otro los ojos azules de mis anhelos; este monstruo feísimo que se sienta de noche en mi cama y me agarra la cabeza con sus manos de hielo; éste que durante el día camina todo el tiempo tras de mí, pisándome los talones; éste que se extiende como un humo espesísimo cuando por la ventana busco hacia lo alto la verde alegría de los naranjos del patio; éste que me ha obligado a coger la pluma y a abrirme el alma con la pluma, y a exprimir de su fondo con sustancia de palabras que te envío, muchas cosas que de mí yo misma ignoraba; éste que instalado de fijo aquí en la casa es como un hijo de Abuelita y como hermano mayor de tía Clara; sí, éste: ¡el Fastidio, Cristina!… ¡el cruel, el perseverante, el malvado, el asesino Fastidio…”.

*

¿Qué le queda a María Eugenia Alonso?: la ensoñación, el refugio en la fantasía de los libros, el abrazo definitivo de un mundo fantasioso, irreal y ajeno. Es empezar a vivir en la irrealidad, en un espacio psíquico propio y ajeno, alienado y narcisista. María Eugenia Alonso se encierra definitivamente en su capullo para no salir nunca más. Se enclaustra en su celda definitiva, así como le sucedió, al final de su vida, a Teresa de la Parra.

La novela Ifigenia es, en sí misma, una novela como género, pero también puede ser leída como una profesión de fe, como una suerte de autobiografía encubierta en la que se dice más de la cuenta, en la que se revela muy probablemente el rostro interior y la verdad íntima de su propia autora, quien, desde su profundo aislamiento durante sus reclusiones en dos sanatorios de Leysin, el Grand Hotel y el Hotel du Mont-Blanc, y desde su retiro madrileño, antes de su muerte, acompañada por su pareja, fiel compañera y confidente Lydia Cabrera, nos quiso legar un testimonio de su propia experiencia como mujer y, a su vez, nos quiso legar su más íntimo testamento, el de su profundo arrobamiento y el de su esencial melancolía: la depresión.

La pregunta que queda aún sin responder es la siguiente: ¿acaso este destino fatídico de este personaje femenino resulta inherente, y como un designio tenebroso e irreversible, a nuestras actuales concepciones culturales, como una fidedigna imagen y metáfora del destino que, aún, tiene que asumir lo femenino en lo personal y en lo social porque representa tanto un destierro propio e íntimo, así como un destierro que abarca todo el espectro cultural? ¿Será que aún vivimos, en este siglo XXI, en sociedades “primitivas” cuyos cimientos inamovibles condenan a lo femenino a convertirse en víctima de estructuras atávicas que conforman el entorno social en el que vivimos a diario?

Conveniente sería que estas preguntas pudieran hacernos reflexionar acerca de nuestra propia realidad y responsabilidad con respecto a nuestras actitudes como seres humanos sociales e individuales que somos, quedando abierto el debate.


*José Sánchez Lecuna (Talence, Francia, 1948), escritor y ensayista venezolano. Profesor universitario, doctor en Letras por la Universidad de París IV – Sorbonne (1982).

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