La discusión sobre parte de la cobertura mediática y en redes sociales de la enfermedad de López Obrador es válida y lógica. Hasta en México, o sobre todo en México.
Quienes sostienen que en ausencia de pruebas en un sentido o en otro (hasta el video de ayer), los medios deben darle el beneficio de la duda al gobierno, tienen algo de razón. En un país normal, así sería. Incluso, en algunas coyunturas, si se trata de una “buena” noticia, voces altamente creíbles y autorizadas del gobierno pueden comunicarse con los directores o dueños de los medios para agregar detalles “confidenciales” a la información pública. No se puede extender ese beneficio indefinidamente, pero un lapso prudente parece justificado y necesario.
Al mismo tiempo, quienes explican la especulación, las versiones exageradas o falsas, o el innegable wishful thinking de algunos por el vacío de información y las innumerables mentiras de este gobierno durante cuatro años y medio, también aciertan en parte. Todos los mandatarios regatean la información sobre su salud física o mental. Ahora mismo, en Estados Unidos, varios comentócratas exigen que Biden no sólo divulgue los resultados de sus análisis fisiológicos, sino también los de capacidad cognitiva; de no existir, deben realizarse.
La idea muy mexicana de que hay normas, reglas o protocolos del periodismo, y que unos u otros las violaron, o las respetaron, es altamente discutible. Es como cuando López Obrador acusa a tal o cual medio o periodista en México de no ser profesional. Si por profesional se entiende que se gana la vida en esa actividad, todos son profesionales. En cambio, si AMLO cree que existe un código de buen comportamiento periodístico en México (o en el mundo), y que fulano o zutano no lo respeta, miente. No hay tal código en México, porque la prensa en México sigue una lógica diferente, todavía de otra época, de otro mundo.
En cuanto a los países de larga tradición de medios serios, con recursos y gran público, las reglas suelen ser no escritas, o son leyes que se aplican a todo. Así se vio ahora en el juicio contra Fox News, y los 786 millones de dólares que tuvieron que pagar sus dueños a una empresa que los demandó por difamación. El asunto no se resolvió en tertulias, mesas de televisión, columnas o salas de redacción; fue en un tribunal civil.
Veremos cómo en estos días (en realidad, ya es el caso) buena parte de la comentocracia insistirá en que el gobierno cometió toda suerte de errores de comunicación. Es la crítica más generalizada siempre, porque es la más fácil. Todo el mundo cree que sabe algo de “comunicación”, y como la disciplina no existe (sólo existe el oficio, bien o mal ejercido), cualquier punto de vista es tan válido como otro. Se dirá que el vocero, o el secretario de Gobernación o el secretario de Salud no dijeron lo apropiado, o lo suficiente, o lo preciso, o lo necesario. Todo lo cual es posible, pero irrelevante.
El problema no es de “comunicación”. Fue de salud. Si a López Obrador le dio un “váguido”, una baja abrupta de presión, se durmió o se desmayó (versiones suyas), sentado en una reunión en Mérida, le puede suceder en una reunión en la Casa Blanca, o en un acto público, o en una marcha, o decidiendo si libera a otro hijo del Chapo, o no. Y la pregunta entonces es si está habilitado para gobernar, no si informó bien o mal sobre su salud. Sería deseable que los medios en México estudiaran, investigaran, entrevistaran a médicos mexicanos y fuera de México, y a exmandatarios mexicanos y extranjeros que han pasado por esas lides, para determinar si el país se encuentra en una situación irregular y de peligro, o no hay de qué preocuparse. Y dejemos atrás el debate sobre el supuesto “oficio periodístico”, o los errores de comunicación.
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