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El cauce mágico de los ríos profundos

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Con motivo del recién pasado Congreso de la Lengua, dedicado al mestizaje, que debió celebrarse en Arequipa y hubo de trasladarse a Cádiz, la Asociación de Academias de la Lengua presentó la edición conmemorativa de Los ríos profundos, de José María Arguedas, la espléndida novela mestiza donde el quechua se encuentra con el español.

Los ríos profundos se publicó en Perú en 1958, el mismo año en que también aparece en México La región más transparente de Carlos Fuentes, una coincidencia que parecería representar el enfrentamiento entre lo arcaico y lo moderno, en la inminencia del fenómeno del boom de los años sesenta, un antes y en un después.

Es un criterio que no deja de ser arbitrario, y estas dos novelas vienen a ser un señuelo codiciable para establecer la pretendida división. La región más transparente es vista como la primera gran novela de la ciudad, mientras, dentro de aquellos presupuestos de novedad y ruptura, Los ríos profundos representaba la voz agónica del indigenismo trasnochado que narraba un mundo rural, una visión ya superada por Juan Rulfo con Pedro Páramo tres años atrás, en 1955.

Rulfo sería el abuelo único del realismo mágico, que ajustaba cuentas con la narrativa vernácula, regionalista e indigenista. Pero también Los ríos profundos representa una reivindicación verbal, y mágica, de un mundo de soledades y desgarros al que su lenguaje híbrido convierte en propio.

En una entrevista del año 1977 para el programa A fondo de la Televisión Española, Joaquín Soler Serrano le pregunta a Rulfo acerca de los escritores “telúricos” -cercanos a la tierra- y si guarda devoción por alguno de ellos. Y sin dudarlo responde que sí, por José María Arguedas, con quien “tiene muchas similitudes, hasta en la forma de pensar”.

Y en un artículo de 1960, Reflexiones peruanas sobre un narrador mexicano, Arguedas destaca que “muchos de los relatos de El llano en llamas y gran parte de Pedro Páramo están escritos en primera persona y es siempre un campesino quien habla. Esta hazaña de Rulfo es quizás la mayor”: entrar en el lenguaje del pueblo, no verlo desde fuera.

Tanto Rulfo como Arguedas comparten la idea fundamental de que el asunto central de la literatura es su capacidad de inventar una realidad paralela capaz de transformar y sublimar los elementos de la otra realidad a través de la invención, no importa si se trata de un lenguaje campesino o urbano.

Si apartamos esa división tajante del antes y el después del boom, podremos movernos más libremente por un territorio que, lejos de hallarse escindido, nos muestra cómo la modernidad de la narrativa se va construyendo a lo largo del siglo veinte través de libros que cumplen, cada uno en su momento, un papel iluminador, a la par que renovador.

El indigenismo fue una de las tendencias literarias que surgieron en la primera mitad del siglo veinte, ligado a los movimientos sociales y políticos reivindicadores de la época, cuando el tema de la explotación y segregación se volvió crucial. Y las artes plásticas, y la literatura, tuvieron un papel orgánico, el de la denuncia militante, en los programas de los nacientes partidos políticos y sindicatos obreros de izquierda, comunistas y socialdemócratas, y dentro de los movimientos populistas.

El realismo costumbrista contemplativo, donde el indio, figura tantas veces inocente y pintoresca es parte del paisaje, pasa a ser sustituido por el indigenismo militante, donde el indio es inicuamente explotado; y al crearse un discurso político del indigenismo, se crea un arte indigenista que tiene el papel de denunciar; y así como existe un realismo socialista, existe también un realismo indigenista.

Muy pocas de las novelas indigenistas, o sociales, alcanzaron la dimensión literaria suficiente para sobrevivir, precisamente por su carácter de instrumentos de propaganda política. Se termina por verlas como literatura fallida, por no ser suficientemente literatura, y se tiende a cancelar todo lo que entra bajo esa denominación.

Arguedas produjo una novela del mundo indígena más allá del indigenismo, y la convirtió en un eficaz instrumento literario desde el quechua, su primera lengua, que transmuta en la otra, el español mestizo, su segunda lengua. No es indio, pero escribe una novela que reivindica al indio desde la majestad literaria, y esos seres anónimos, oscurecidos por la historia que los ha mantenido al margen, objetos más que sujetos, cobran la calidad de personajes, la única que puede volverlos trascendentes.

Y es su propia vida la que pone de por medio en la apuesta. Porque la clave maestra de Los ríos profundos está en su carácter autobiográfico, y aún más que eso, en que es contada por la voz de un niño, Ernesto, un resguardo trascendental para que no pierda nunca su carácter de confesión, y sea alumbrada por la magia. Un niño blanco que piensa y que siente como un niño indio, y que vive bajo el embrujo del llamado telúrico de la sierra andina cuyos entresijos conoce de memoria, pueblos olvidados que ha recorrido con su padre, ríos, crestas y barrancos grabados en su mente.

Entre la inocencia y la perversidad, la violencia y el miedo, la sumisión y la rebeldía, complicidades y reyertas, los niños forman el elenco principal de la novela, cada uno colocado en su lugar de la escala social, representando el papel que les toca en un mundo cerrado que no es sino reflejo y copia del de afuera.

Más que hacernos pensar en cualquiera de las novelas del viejo canon indigenista, Los ríos profundos recuerda mejor La ciudad y los perros de Vargas Llosa: del colegio de los padres maristas, en Abancay, al colegio Leoncio Prado, en Lima.

Los ríos profundos evoca una realidad que Arguedas conoció mejor que nadie —y conocer mejor que nadie, en literatura, siempre ha significado conocer como niño—: los indios, los mestizos, no como estampas de propaganda, o como caricaturas políticas, sino como entrañables entidades individuales. Como personajes.

Una novela que deja en la memoria una pátina de nostalgia.

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