Por JOHAN GOTERA
¿Estoy aquí?
Octavio Armand
Sé desaparecer
José Martí
Quizás porque su obra tienda a ocultar sus evidencias, hay dos textos en torno a Octavio Armand (Cuba, 1946) en los que dicho autor curiosamente desaparece. Ambos textos están dirigidos, sin embargo, al registro y a la descripción: uno reseña una de sus obras, mientras que el otro se trata de una carta que da, o intenta dar, referencias suyas. He querido recurrir a estos textos sobre Armand porque poseen la paradójica virtud de aproximarse a él sin hallarlo, ni al autor ni a la obra, en tanto que parecen tener más relación con la política de los comentaristas que con las potencialidades de la obra comentada. Sin embargo, evitaré leer el equívoco de estos textos como un desacierto y, por el contrario, los leeré como la realización de una de las operaciones más intensas de la poesía de Armand, esto es, la desaparición del sujeto enunciador del poema y la habilitación de un vacío que asume el espacio como problema; un vacío que, paradójicamente, tiende a ser ocupado activamente por nadie, y que podría guardar cierto parentesco con la experiencia de quienes han devenido extranjeros de su propia historia.
Los puntos de este imaginario triángulo de la desaparición están formados por el escritor argentino Osvaldo Lamborghini, desde un ángulo paranoico; el cubano Lorenzo García Vega, desde un ángulo inesperadamente bolchevique; y el propio Armand, situado en el ángulo de fuga. Los tres, con sus diferencias, coinciden en una especie de empresa marginal, un trío que se dispersa en recorridos personalísimos dentro de la poesía latinoamericana, y que se encuentran circunstancialmente, no sin fricciones, en el proyecto literario que Armand construyó como espacio alternativo a las academias y a los compromisos de todo orden en la revista escandalar, publicada trimestralmente en Nueva York desde 1978 hasta 1984, accesible en el portal de la revista Rialta.
Desde los años 70 hasta entrado el siglo XXI, encontramos en la obra de Armand la elaboración de un yo que se sustrae sistemáticamente de su propia soberanía y que transfiere los poderes de su expresión a figuras animales, por ejemplo, en una especie de compleja colaboración interespecie que deshumaniza los procesos de escritura, enrarece el despliegue de la expresión y menoscaba la supremacía de la voz. “Articulando la insuficiencia” o “Autorretrato sin mí”, más que títulos de poemas, son paradojas desafiantes que podemos leer como propuestas conceptuales que tienden a vaciar el escenario del poema para que, como sabía Lucrecio, se habiliten otros modos insospechados de asociación y encuentro, y se dé, recomenzado incesantemente, el mundo en sus imprevisibles lenguajes.
Comenzaré entonces por abrir una carta que el escritor argentino Osvaldo Lamborghini envía a César Aira el 20 de julio de 1978, porque los desaciertos en la descripción que hace de Armand son a tal punto provechosos que las oscuras fabulaciones de Lamborghini en torno a la figura del poeta cubano terminan por allanar el camino para comprender uno de los rasgos característicos de su poesía, como es la inversión de la lógica del enemigo, sustituida, en su caso, por una irracionalidad tan impecablemente lógica que nos lleva a pensar en los efectos de una geometría reversible.
Antes de entrar en los detalles de la carta de Lamborghini donde se refiere a Armand, quizás sea útil recordar que la literatura perversa del escritor argentino es de algún modo la respuesta a la época del auge de los populismos y de la violencia política en el cono sur durante la segunda mitad del siglo XX. Su obra piensa las variaciones del estrecho vínculo entre represor y víctima, torturador y torturado, rehaciendo dicho vínculo de manera blasfema y haciéndole espacio a los apetitos del odio y a las fantasías de hostilidad en su ficción. Su obra significa la reconfiguración irreverente de los materiales políticos disponibles en su momento, y aloja, de manera heterodoxa, los mensajes estatales del jefe político, cuestionando la fe partisana y desacralizando la figura del Perón de “ortopédica sonrisa”. En una entrevista de 1969, Lamborghini se refiere a su pieza El fiord como una obra que cumple las funciones del exorcismo o del vómito, señalando las fuerzas de lo demoníaco y lo visceral presentes en su escritura. “Ahí yo estaba exorcizando cientos de consignas sindicales y políticas que para mí ya habían perdido todo significado”, señala, “al mismo tiempo que vomitaba mi propia alienación como integrante de una sociedad que nos obliga a disfrazarnos para sobrevivir”. La manera de exorcizarse consistirá en practicar una especie de terrorismo literario, en producir una literatura incivil como antídoto al envilecimiento de las consignas y de las obediencias políticas. Tales son las cargas y los antecedentes del autor que en 1978 escribirá una carta donde produce la figura equivocada —pero necesaria a los fines del conflicto que quiere suscitar— de un tal Octavio Armand en su calidad de director de revista que le ha extendido una invitación a colaborar en sus páginas.
Sus desaciertos al referirse a Armand nos permitirán, sin embargo, indagar en la propuesta de la obra del poeta cubano. El primer equívoco de la carta es describir a Armand como un “señor de ‘college’” con la intención de rebajarlo. Ni era un señor, ni su pensamiento procedía del ámbito de un college, ni era su revista un magazine institucional de profesores universitarios. Era, por el contrario, un poeta de lenguaje fronterizo, cercano a la experimentación estética y filosófica como aventura, echado al exilio por la fractura de una revolución. Un poeta con la lengua mordida. Una especie de solitario sin geografía, ausente de su propio autorretrato, pero también un joven poeta de radicalidad creciente, tempranamente reconocida por un lector exhaustivo como Octavio Paz. Para la fecha de la carta, era también el autor de un salvaje ensayo sobre la instalación del artista conceptual norteamericano Robert Morris, publicado junto a textos de Sollers, Foucault, Beckett y Kristeva en el número 6 de October (1978), la revista sobre arte contemporáneo fundada en Nueva York por la teórica del arte Rosalind E. Krauss.
En dicho trabajo, Armand sigue la secuencia de espejos distribuidos en una galería de tal modo que quien posa su mirada frente a uno de ellos, ve su rostro viajar hasta borrarse de reflejo en reflejo. Es la trayectoria de un rostro que se ausenta, abandonando la escena del arte para consagrar, justamente, la rebelión que la obra misma pide: no ser instrumentalizada por el espectador, quien debe prosperar frente a ella, de ahí en más, desarticulado, sin identidad, puesto que el mecanismo de la obra ha absorbido su rostro. Se trata de una obra que perturba la reflexión y expulsa al sujeto, cuya identidad ahora palidece.
Hasta allí, no se percibe al señor referido por Lamborghini, y tal vez sea innecesario añadir que es justamente ese tal señor, en su calidad de editor, quien concibe una revista cuyas páginas tenían la capacidad de integrar y reconocer en su proyecto cultural varios textos del escasamente conocido entonces —fuera de Argentina— Osvaldo Lamborghini.
Armand, que ha hecho del espacio un problema, le advierte al autor de El fiord sobre ciertos “problemas de espacio”. Con resolución amenazante, Lamborghini enfatiza en su carta a César Aira: “Contra toda razón yo envío entonces el mamotreto de Die Verneinung, con la exigencia de que debe publicarse completo, o nada”. La emboscada fracasa, y como respuesta, Armand, dice Lamborghini, “Me contesta que se publicará completo, que modificarán la diagramación de la revista”. Armand va más allá y, según afirma su corresponsal, “me pide más colaboraciones y que le envíe el Sebregondi. Envío el Sebregondi: acompañado de una carta lisa y llanamente insultante. Sin conocerlo, sin haber leído una sola línea suya (y lo que es peor: sin venir a cuento) lo acuso de ser un Hijo de Pentágono y Campus. Me quedo tranquilo: no habrá publicación en Nueva York. Error, error, Armand me responde «escandalarizado», diciéndome que no entiende nada: que Die Verneinung se publicará, al margen de los «consejos de guerra» —es la expresión que utiliza— que yo pretenda armarle a él, pero pidiéndome al mismo tiempo que por favor pare la mano (entiendo: no puede ocuparse simultáneamente de dirigir la revista, hacer su vida, y vérselas con un loco)”.
Sorprendido por el fracaso de su provocación, Lamborghini decide emprenderla posteriormente contra la Escuela Freudiana de Buenos Aires. A la fecha de la carta, el argentino cuenta 38 años, el cubano 32. escandalar publicará íntegramente Die verneinung, como había prometido su director (sobreponiéndose a la guerra sucia del magnífico terrorista de la literatura argentina). Al año siguiente, también publicará La mañana, y en 1981, En el Cantón de Uri, del mismo autor. 4 años más tarde, en 1985, Lamborghini muere en Barcelona. Armand, por su parte, sigue atravesando su prolongado exilio, su infinito regreso al pasado como producción perpetua, a una Cuba ausente donde inevitablemente se encuentra perdido. Oculto en lo que llaman el campo literario latinoamericano, pero más oculto aún en el paradójico hábitat de sus poemas, sustraído de su autorretrato y huyendo de la crítica, como el título del famoso cuadro de Pere Borrel sobre el que no por azar también ha reflexionado.
Ricardo Strafacce, en su voluminosa biografía sobre Lamborghini, reconoce que las cartas de este autor son un “dispositivo paranoico”, por lo que se debería acercar a ellas con cautela. Los beneficios de su terrorismo literario son, sin embargo, abundantes. En su carta sobre Armand podemos reconocer en plena ejecución la estrategia de su proyecto descivilizador, la sociabilidad hobbesiana auspiciada por el litigio y la polémica, buscada con el fin de fracturar el estado civil de los escritores y de propiciar el éxodo definitivo de la república de las letras. La ocupación del intercambio epistolar entre escritores con fines perversos, que impidan la preservación de la comunidad ilustrada y su correspondiente hegemonía de clase. La injuria como alteración del campo literario, reconfigurado a partir del choque y la provocación. Pero más interesante parece (y es lo que desconcierta al Lamborghini que reitera “Error, error” ante el fracaso de su emboscada) la atípica reacción del poeta asediado.
¿Por qué Octavio Armand no cruza la puerta en llamas que le abre Lamborghini? ¿Por qué no sucumbe al fácil envilecimiento del insulto? ¿Por qué no participa de la oscura exploración de lo incivil a que lo incita su corresponsal? Quisiera responder a estas preguntas a partir de un poema sobre el enemigo del propio Armand, que él llama, irónicamente, “Ars poética”, y que corresponde a Entre testigos (1974), el libro que llamó la atención de Octavio Paz y sobre el cual escribió una reseña recogida más tarde en In/mediaciones (1979):
Ars Poética
Si te preguntan — ¿Eres el amigo?
Di que no mientras lo seas.
Si te preguntan — ¿Eres, acaso, el enemigo?
Di que no mientras lo seas.
Si no preguntan nada
Di que no.
Lo demás,
El resto es sólo literatura.
Este poema, a través de una especie de meticulosa inversión especular, de una impecable racionalidad invertida, da vuelta a las cosas y desconcierta la serie de unas preguntas que son, por lo demás, incriminatorias y abusivas; así, evita la fijación de un valor, la fijación del enemigo como valor a ser negado. Las paradojas que recomienda el poema (responder con una misma fórmula injustificable a preguntas totalmente opuestas: “di que no mientras lo seas”), descomponen la estructura tradicional de la política puesto que hacen imposible echar a andar el mecanismo del amigo-enemigo, fundamental a la politización de la existencia. De esa manera, la “lógica” del poema tiende a desintegrar esa tradición política y evita que la noción de enemigo contribuya a diseñar el espacio de la comunidad. Al quedar sin domicilio, tanto amigo como enemigo, tales nociones oposicionales cesan de sostener un horizonte efectivo donde forjar los límites de la ciudadanía. Así, este breve pero ingenioso poema puede ser leído como un pequeño tratado que desestructura el campo de lo político y desalienta las tentativas identitarias. Al no poder deducir al enemigo, no se sabe a ciencia cierta contra quién organizar el aniquilamiento civil ni a quién expulsar de la historia, por lo que las estructuras de dominación política se debilitan.
Desactivado el mecanismo clave de la política, esto es, la relación amigo-enemigo, nos es dado entonces poner en duda sus veredictos, abandonar el monoteísmo de la rivalidad antagónica e imaginar a los miembros de esta relación como entidades reversibles y porosas, capaces de filtrar sus contenidos. Es lo que en cierto sentido sugiere en otra parte un escritor como Jean Genet cuando se refiere al “delicioso enemigo desarmado”, el enemigo contradictorio como emoción que hace fluir nuestros deseos. O lo que sugiere la relación de dependencia filosófica que Séneca establece con Epicuro, representante de una escuela rival, a quien sin embargo obsesivamente lee, cita y pervierte.
Es de señalar que la figura del amigo no queda menos averiada en el poema que la del enemigo, y esto quiere decir que lo que se ha puesto en duda, lo que se desplaza del horizonte relacional, es también la posibilidad de la comunidad de los afectos predictibles, la anticipación de una fraternidad indulgente, y sobre todo, la estrategia del cálculo público de entrar en relación sólo con quien se identifique previamente como nuestro amigo, lo cual puede leerse como una prevención ante los pactos sellados por la fraternidad en tanto forma oblicua de la segregación comunitarista, ese lugar donde respira el poder y el sujeto colectivo justifica la caída en desgracia del enemigo. Por el contrario, el poema de Octavio Armand amplía el plano de la política al deshacer la estructura inquisitorial de las preguntas, desviando sus objetivos hacia terrenos de lo paradójico, alterando el inventario de las respuestas posibles e imposibles (“Si no te preguntan nada / Di que no”) y vaciando de contenido la rigidez de la polarización que se apoya en las bases del antagonismo.
Quizás la razón por la cual Armand se desafilia de la trama conflictiva que le propone su corresponsal argentino sea el rechazo a participar de una escena controlada por la hostilidad, puesto que ha aprendido, en la diáspora, a hacerse ajeno a sí mismo, o porque ha practicado en sus poemas la discreción de despojar del control enunciativo al yo que habla en ellos. Puede también que a Armand, a diferencia de Lamborghini, le seduzca más la máxima de Epicuro, el vive oculto, el oculta tu vida, que la notoriedad que se obtiene del vivir en la reprobación, la fama de la infamia, el monoteísmo de la discordia. Si Lamborghini lo acosa alegremente con delirios de hostilidad, Armand neutraliza el performance antagónico de sus cartas retirándose de la trama como se retira a veces de sus poemas (un vacío en construcción), logrando preservar para los lectores de su revista la obra en progreso del enemigo circunstancial de quien recibirá, sin embargo, cartas y libros que el propio Lamborghini le hará llegar por correo.
Otro texto sobre Armand que falla en localizar al autor es el de una minuciosa reseña que hace Lorenzo García Vega sobre Superficies, un libro de ensayos no convencionales publicado con generosas erratas por Monte Ávila Editores en 1980. En una nota para la editorial chilena Mímesis, me referí al trabajo de Armand empleando la noción de ensayo en 3D para señalar la compleja reflexión sobre el volumen y las posibilidades espaciales de la página que ha preocupado al autor a lo largo de su obra. Esta característica ha inspirado al maestro latinoamericano del diseño Álvaro Sotillo, premio Gutenberg, para fabricar varios proyectos de edición que derivan del pensamiento espacial del poeta. En su edición de Quiromancia (2018), cada poema merece una tipografía distinta; en Clinamen (concepción gráfica de Ricardo Báez, discípulo de Sotillo, en 2013) hay páginas espejo, páginas perforadas; páginas como salida de emergencia que intentan materializar algunas elaboraciones geométricas de la escritura de Armand. La artista visual argentina Rosana Fernández también se ha inspirado en su obra para abastecer sus espacios atópicos y multidimensionales. Si artistas, editores y diseñadores se nutren de su obra, es porque detectan en ella la potencialidad de un pensamiento capaz de extraer de la página nuevas formas de captar el espacio y reflexiones sobre el volumen que nos hacen pensar en el proceso inverso a la instalación de arte, esto es, la página como territorio a ser despoblado, la página marcada por una ausencia que la piensa exhaustivamente desde su interior. Una especie de desinstalación donde los signos y el pensamiento saltan al vacío. Ellos, en su lectura de Armand, inventan las variaciones de un vacío no de índole metafísico sino especulativo, el desarrollo de una imaginación que prefiere ser geométrica antes que discursiva, y que se plantea una investigación poética sobre las mecánicas del ojo, produciendo una apertura para que proliferen todo tipo de discursos frágiles y complejos en lugar de proponer el cierre de un habla definitiva.
A la reseña sobre Armand que hace Lorenzo García Vega no se le ocurre abordar ninguno de estos aspectos. Muy por el contrario, su aproximación se asemeja más al juicio sumario que al comentario de texto. Su exhaustividad es forense, su retórica se aproxima a la del paredón, pero también a la del psiquiatra que diagnostica los traumas y limitaciones de su paciente. El curioso texto de García Vega sobre Armand parece el preámbulo del funcionario que restringe el paso hacia la obra, y que, justamente, no le permite obrar, en tanto que conduce al lector a una lectura desdichada, a un vuelo de reconocimiento de las faltas y fantasmas del libro. Más que una reseña crítica, el texto de García Vega es un retorno voluntario de su autor a las políticas culturales de la revolución que ha abandonado. Un regreso a la escena del crimen. Como aquellas infames páginas preventivas que las autoridades colocaron al inicio de las obras de Antón Arrufat o de Heberto Padilla en los tiempos duros del parametraje cultural, García Vega recibe al eventual lector de Armand con múltiples advertencias y señalamientos. “Pero ahí hay algo sospechoso”, denuncia; encontrando en otro párrafo de la obra la revelación de “cierta falta de sabor ante lo nuevo”. Su reseña adversativa es una incitación a la mala lectura, un esfuerzo por cerrar la potencialidad de la ensayística experimental de Armand, pero también y sobre todo, el ejercicio de un centinela en el que confluye el agente de seguridad que fiscaliza y ordena el consumo del material literario. Es significativo que García Vega se acorace tras la máscara del “notario”, un oficio imparcial del que solo podría emanar el testimonio de lo que hay, cuya descripción se anticipa como fidelidad a lo real. La personificación le permite, sin embargo, poner en marcha un operativo semi-policial mediante una inexplicable voluntad incriminatoria y una pulsión por dictaminar.
La reseña está animada por inesperados tintes martianos que reclaman la defensa de un contexto histórico legítimo, que no evade el lenguaje de la sangre. Ante la rebelión frente al discurso histórico de Armand, García Vega le reclama contexto: “aunque sea por sensualidad, el poeta necesita ser testigo”, advierte; el poeta debería, según esto, dar cuenta de un contexto propio, nacional, que en este caso representa la moral externa que el “notario” despliega para articular sus distraídas denuncias, su llamado a la defensa del contexto propio, puesto que “con la sangre y con la memoria debe ser asumido nuestro contexto”. Apenas al final, en el último párrafo, García Vega se permite un tibio, forzado e inconsecuente elogio de tribuna: “es un hecho conmovedor y tremendamente sensible para un cubano, el hecho de que este joven poeta se comprometa con lo nuestro”. Visión según la cual el poeta tendría la función del que administra y conserva una herencia.
La amistad entre García Vega y Armand tiene episodios más felices. De hecho, el primero dedica al segundo su conocido libro Los años Orígenes (1980) en el que éste es un personaje ineludible; en el 77, también en Monte Ávila, se publica por intermediación directa de Armand sus Rostros del reverso. En su Oficio de perder (2004), el más joven representa para el mayor una amistad de la que está excluida la mentira, y en la propia reseña que nos ocupa, García Vega se atreve a afirmar que considera “la obra de Octavio Armand como algo mío”.
Podemos sospechar que estemos entonces frente al sorprendente caso de un raro texto bolchevique dentro de la obra de García Vega, pero más sorprende el hecho de que dicho texto adversativo haya aparecido tal cual en la revista dirigida por el propio escritor contra quien se lanzan los equívocos, como si el sentenciado saludara a su verdugo. Desconozco las razones, pero este ensayo se excluye del conjunto que en 1993 recoge García Vega en sus Collages de un notario, nombre que utilizaba para sus frecuentes colaboraciones en escandalar.
“Somos criaturas, no diosecitos poetas” es otra de las frases punitivas con que castiga la obra de Armand en su reseña, frase de pobres efectos críticos mediante la cual el comentarista se otorga impunidad para depreciar la obra comentada, formulada a través de un plural que anticipa la adhesión de sus lectores. Como en el caso de la carta de Lamborghini, Octavio Armand tampoco aparece propiamente en la reseña que le dedica García Vega, la cual no encara una de las propuestas que encuentro más valiosas y actuales en Superficies, el libro reseñado, donde leemos: “Hui de mi piel y eso sin duda allanó el camino para la otra fuga. Lo territorial ya representaba más bien poco, en intensidad, tras la pérdida de otro territorio más inmediato: la terrible periferia de vellos y poros y también de cicatrices”; “Nunca comprenderé cómo quien ha tenido una piel, quien la ha sentido como yo, puede creer en país, historia, periferias”. La pregunta a mitad de trabajo que se hace García Vega, “¿Dónde está Octavio?”, formulada como el juez que pide la comparecencia del acusado, puede ser interpretada sin embargo como la confidencia de quien no sabe hallar la pista del aludido. Armand no está donde lo buscas, podríamos responder al notario; su obra, preventivamente, ha hurtado las evidencias, complicando las preguntas y desactivado la lógica del contexto histórico. Lo que ha buscado Armand en su poesía y ensayos es justamente hacerse extraño al propio grupo social, explorar otra manera de estar (o de no estar) en la historia, huir de la vida sobrecodificada; despejar el espacio para plantear las preguntas por lo que aún no ha tenido lugar; imaginando un yo muy cercano al de Maine de Biran, es decir, un yo que puede ser distinto a las sensaciones recibidas de fuera, e irreductible, como reivindicaba Simmel, al mero punto de intersección de hilos sociales “tendidos a través de la historia”.
“Historia, pero sin datos”, es la poderosa herramienta conceptual con que responde Armand a todo esto, cuyo alcance García Vega no comprende, aunque la cite. Algo parece haber entendido Armand en relación a esto en un poema localizado en una compleja circunstancia: el barrio chino de Nueva York. Allí, en el mercado chino, específicamente, observa que “Unos cangrejos escapan / de la mole de cangrejos / y huyen por la acera como ideogramas / trazados por una mano invisible”. En ese momento, la escritura huye de la historia y es cedida a la sensorialidad animal, cuyo desplazamiento nervioso sobre el espacio metropolitano esboza una escritura ante la cual nos volvemos analfabetas, una escritura no socializada que no sabríamos leer, una escritura fuera de control, capaz de modificar la moral del lector, con lo cual el poeta realiza un complejo documento sobre el éxodo en el que los propios signos abandonan a la especie que los ha fabricado. El poema suscita una extraña mutación en la figura del flâneur al producir un efímero recorrido animal que apunta hacia los confines de la polis, allí donde, según Aristóteles, el hombre deja de ser humano y solo consigue ser como los animales o los dioses. Se trata de una escritura invertebrada que se abre al sueño de lo incondicionado, en una especie de sustracción de gran fertilidad donde el sujeto de la enunciación cede las herramientas de su oficio para emprender una aventura animal: “Sigo por Grand con agallas y escamas / Al cruzar por Mott tengo muelas / Ojos compuestos y pedunculados / Vacío como el Tao me borro y sigo / Sigo hasta aquí”.
Se han cruzado allí todo tipo de fronteras, geográficas, culturales, inter-especie, pero también espaciales, en tanto que se indica el cruce hacia la fisicalidad que habita el lector: el “aquí” señalado al final del recorrido es la puerta de entrada que, de abrirse, produciría la prolongación de la página, la línea que el lector puede atravesar para ingresar a la imaginación del poema —conectando el interior con el exterior—, y experimentar un orden distinto, practicando un desplazamiento hacia zonas animales mediante una especie de zoografía diseñada sobre el campo de juego de la ciudad moderna.
¿Cómo narrar una historia sin datos?, ¿cómo no hacer del testimonio un lugar extorsivo, declinado como tribunal de la verdad? ¿Cómo prescindir del escrutinio político y abrirse paso sin descontar al enemigo; perder el rostro y hacerse a un lado para que el espacio del lenguaje pueda ser habitado por otros? ¿Cómo actuar sin la regulación del grupo, emprender un recorrido no programado por la ciudad (como el del animal textual que huye en el poema)? Son interrogantes que circulan constantemente dentro de la obra de Armand, manifestado a veces como la paradójica construcción de un vacío que permite reevaluar la política de los signos y las filosofías de la historia, en busca de otro lenguaje para responder a la vida que sucede fuera de los marcos, como aventura y experimentación.
Este triángulo de desencuentros que forman la mirada de Lamborghini y García Vega sobre Armand, y sobre todo la solvencia con que éste responde a las presiones, nos permite reanudar la incógnita de cómo vivir entre los otros, cómo cambiar de rumbo dentro en las comunidades hiperpolitizadas. También nos sugiere un modo de preservarnos en un ambiente hostil, y nos recuerda, como dice Roberto Espósito, que cada vida es una forma de vida, divergente, y que puede coincidir o no con su contexto histórico. Estar, por un momento, juntos sin historia, de manera no exclusivamente agónica.
Al señalar los “ideogramas / trazados por una mano invisible” en la acera, Armand evoca una escena de escritura que todavía no existe, pero que habría que suscitar, no mediante la recurrencia de un lenguaje dado, sino a través de un lenguaje errante, en movimiento, aún por ordenar. Un lenguaje público y a la vez efímero, una escritura sin ciudadanía, expuesta en las dinámicas de la ciudad; una escritura que pierde el control y es entregada al ser más extraño, el cual traza sus signos sin la vigilancia moral, como por una “mano invisible”, una mano que fabrica nuevos espacios de pensamiento sin imponer su voluntad.
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