Cuando cerré la puerta de mi casa, vi todo oscuro. Eran las 4:00 de la madrugada del 1ro de febrero de 2022. A esa hora salí a Puerto Carreño, capital del departamento del Vichada, en Colombia. El poblado, de poco más de 15 mil habitantes, está en la confluencia de los ríos Meta y Orinoco. Desde Puerto Ayacucho, la ciudad venezolana del estado Amazonas donde vivo, son unos 100 kilómetros. Sabía que estaba yendo a una “zona caliente”, y que quizá me estaba poniendo en peligro. Allí, desde finales de 2021 se había intensificado la disputa por el control del territorio entre guerrillas del Ejército de Liberación Nacional (ELN) y la disidencia de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).
Los enfrentamientos armados se habían producido en el municipio Pedro Camejo del estado Apure, en los alrededores de la población de Puerto Páez, apenas separada de Puerto Carreño por el río Meta. El conflicto provocó que muchos venezolanos se desplazaran hacia el lado colombiano buscando resguardo. Sobre todo, indígenas y criollos campesinos, que es la mayoría de la población que habita en esas comunidades.
Yo soy coordinador regional de Fundaredes, una organización de derechos humanos que se ha encargado de monitorear lo que ocurre en las fronteras de Venezuela con Colombia. Por eso iba hasta allá: quería recopilar información, datos, constatar esa realidad que tanto me preocupaba.
Saldría de uno de los tantos embarcaderos ilegales que fueron habilitados dado el cierre formal de la frontera entre Colombia y Venezuela. Esos que se convirtieron en una alternativa para que las personas pudieran trasladarse, y para que el comercio entre ambos países se mantuviera vivo; cosa que, en medio de la crisis económica venezolana, era una válvula de escape.
Desde luego, son vías inseguras. A pesar de los riesgos, escogí esta vía porque hacer el trayecto por tierra significaba someterme a los controles de la guardia venezolana a lo largo de la frontera. Quienes trabajamos en organizaciones de derechos humanos sabemos que los activistas, al regresar a Venezuela, suelen sufrir el hostigamiento de fuerzas de seguridad del régimen de Nicolás Maduro. Y en este caso era una posibilidad, pues desde luego que no les interesaba que un activista verificara, documentara y compilara pruebas de que grupos armados operan al margen de la ley.
En un bongo, me enrumbé hacia Puerto Carreño.
Mientras navegábamos, el agua casi rebasaba la pequeña embarcación. Llegué a pensar que en cualquier momento terminaría vencida por el peso de los 8 pasajeros que íbamos a bordo.
En el trayecto, veía a mucha gente navegando por la misma vía. El encargado del bongo me dijo que miles de personas transitaban a diario por ahí, buena parte de ellos huyendo del conflicto y la violencia. Que solían irse por allí porque desde el aeropuerto de Puerto Carreño podían tomar un avión —a Bogotá o a cualquier otra ciudad— sin necesidad de pasaporte.
Después de 40 minutos, llegamos.
En los días previos al viaje me había comunicado con varias autoridades locales, en parte para hacerme una idea de lo que pasaba y para que me ayudaran al llegar a Colombia. Por eso, al pisar tierra firme, lo primero que hice fue encaminarme hacia la alcaldía.
Por la mañana, hablé con la gobernadora indígena del casco urbano de Puerto Carreño (un personaje ancestral y cultural de alta investidura, reconocida por el Estado colombiano). Ella me había mantenido informado vía telefónica en los días previos y en medio del conflicto. Me había comentado de los desplazamientos forzados masivos desde Apure, y me había dicho que las personas tenían mucho miedo de hablar.
Yesenia Contreras, directora de desarrollo social de la alcaldía de Carreño, me dio una cifra: eran 1 mil 347 los que tenían censados. La mayoría, como ya me habían comentado, eran indígenas y campesinos que cultivaban la tierra. Me dijo que el número había aumentado rápidamente: de 100 personas registradas el 13 de enero, pasó a casi 1 mil personas el fin de semana anterior a mi llegada. Me contó que el primer centenar llegó a inicios de enero de 2022, luego de un tiroteo en la comunidad rural El Burro, a 5 kilómetros de Puerto Páez.
El 15 de enero ya eran 989 personas.
Su capacidad de atención estaba desbordada y necesitaban más apoyo. Por eso le pidieron al gobierno colombiano que declarara la zona en emergencia, cosa que no ocurrió.
Por la tarde, me dirigí a la Defensoría del Pueblo, cuya sede queda un tanto alejada del centro del pueblo. Tenía que tomar un “motocarro” para ir hasta allá. Mientras esperaba en los alrededores del muelle, vi a unos venezolanos que conversaban. Me acerqué y comencé a hablar con ellos. Me contaron que venían de distintas partes de Venezuela (la mayoría de Puerto Ayacucho y Puerto Páez), pero que ahora hacían vida en Puerto Carreño. Habían venido buscando estabilidad y ahora trabajaban en diferentes actividades. Sobre todo, se dedicaban al comercio informal.
Me conmovió escuchar sus historias, enterarme de las dificultades que tuvieron al abandonar sus casas. Sus testimonios hicieron que me sintiera acongojado el resto del día. Pensaba en cómo, en medio de la volatilidad y el peligro de esa zona, la gente era capaz de sobreponerse a obstáculos para que la vida continuara su curso.
Antes de llegar a la Defensoría del Pueblo, recorrí la zona. Allí estaban la registraduría, el hospital y la iglesia católica. Vi a muchos venezolanos por estas calles: algunos querían legalizar su estatus migratorio en Colombia; otros, algún tipo de ayuda social y atención médica.
Me recibió Carolina Niño. Fue ella quien me contó del trabajo que venía haciendo esa oficina para atender a los desplazados como parte de la política del Estado colombiano, y que habían recibido la visita del defensor del pueblo, Carlos Camargo, para constatar la situación. Me recomendó que visitara a los cooperantes internacionales y otras ONG en Vichada, para conocer la ayuda que le brindaban a los desplazados. Me dijo que había una mesa de planeación en la que participaban organizaciones interesadas en la cobertura de la crisis humanitaria, y que se podía plantear la incorporación de Fundaredes. Le respondí que era una buena idea.
Después de esa reunión, regresé al hotel. En la habitación, ya de noche, repasaba los apuntes que había tomado en mi cuaderno, las cosas que había oído, el registro de esa travesía que habían sido las últimas horas.
Solo me tranquilicé un poco cuando conversé con mi esposa, antes de irme a dormir.
Al día siguiente, intenté reunirme con la gobernadora indígena, pero no pude comunicarme con ella. Entonces decidí visitar algunos de los asentamientos donde estaban los desplazados. Quería ir a Piedra la Esperanza, al barrio San José y al cerro Bita. Incluso, al vertedero de basura municipal, a donde van tantos que no encuentran cómo sustentarse de otra manera que comiendo lo que otros desechan.
Para hacerlo, tuve que valerme de mis contactos, algunos de mis conocidos que vivieron en Puerto Ayacucho y que se habían establecido años antes en Puerto Carreño y que a su vez tenían conocidos o familiares entre los desplazados venezolanos. Entre estos últimos hay miedo y desconfianza, y sin el apoyo de terceros, sin su acompañamiento, no es posible acceder a esos sitios.
Primero fui al barrio San José, para lo cual tuvimos que tomar una moto.
Al llegar, vi viviendas improvisadas: les llaman cambuches (son estructuras con cuatro palos y un hule encima). Algunos dormían en hamacas, otros en el suelo. Muy pocas casas eran de paredes de madera rústica o de bloques. La gente no tenía comida ni agua.
Al principio, las personas se negaban a hablar, a pesar de las garantías que ofrecimos de proteger sus identidades. Muchos no lo hicieron por miedo a las represalias que podían tomar en su contra. Varios de ellos llegaron hasta allí de noche, en curiaras, a través del Meta para ponerse a salvo, arriesgándose a ser arrastrados por la corriente del río. Así que los entendía perfectamente. (No era un temor infundado: la gente que me acompañaba me contó que los grupos armados solían tener infiltrados en los asentamientos para saber quiénes pasaban información a las autoridades).
Con los que pude hablar me dijeron que estaban angustiados, preocupados. Querían regresar; pensaban en los bienes que habían tenido que dejar abandonados. La mayoría salió de sus casas con lo que llevaban puesto y poco más.
En ese refugio tampoco se sentían seguros.
Las declaraciones de Carlos Camargo, defensor del pueblo de Colombia, habían dado mayor visibilidad internacional a la situación de los campesinos e indígenas que huían de la guerra. Desplazamientos que, hasta el momento, eran vistos como circunstanciales en una zona con muchas necesidades y con presencia permanente de grupos irregulares armados.
Hablando con la gente que estaba en el barrio San José, me enteré de que, un día, a raíz de esas declaraciones, varios hombres armados llegaron a uno de los asentamientos y les dijeron a quienes allí estaban que habría consecuencias para los que habían alzado su voz.
Y como para que no quedaran dudas de lo que eran capaces, hicieron varios disparos al aire.
En Puerto Páez, del lado venezolano, la violencia se había incrementado. Se habían hecho frecuentes los asesinatos selectivos ejecutados por sicarios. Es parte de la guerra que allí se libra por el control del territorio. Oyendo aquellos relatos sentí que me movía en una montaña rusa de emociones.
Miedo.
Compasión.
Impotencia.
En mi experiencia como activista de derechos humanos, por primera vez estaba siendo testigo de lo que padecían tantos venezolanos a causa de los conflictos provocados por la guerrilla.
En Piedra Esperanza, otro de los barrios donde estaban los desplazados, se repitió lo que ya había visto en San José.
Me comentaban que muchos creían que ellos eran colaboradores de la guerrilla. “No es que uno sea guerrillero o que apoye a uno u otro bando, sino que esa gente se instala allá y ¿cómo se hace? Uno se los cruza cotidianamente, termina conviviendo con ellos”, me dijo un indígena de la etnia jivi.
Pensé llegar a Puerto Páez, en Apure, desde Puerto Carreño, y se lo dije a mis acompañantes, pero ellos me disuadieron de que lo hiciera. Todo era tensión en el ambiente del lado venezolano.
El tercer día, fui al basurero municipal de Vichada. Había una gran cantidad de personas que recolectaban cosas para luego venderlas o que buscaban comida entre las bolsas. Me acerqué a varios de ellos y me dijeron que eran venezolanos, de Puerto Páez y sus alrededores.
Una vez más, oí sus historias.
Antes de marcharme, vi la escena más desoladora: las personas acercándose a uno de los camiones recolectores de basura mientras descargaba los desperdicios.
Con todas esas imágenes en mi cabeza, me subí a una embarcación que cubre la ruta Puerto Carreño-Casuarito. A las 3:00 de la tarde abandoné el muelle de Puerto Carreño. Tomé esta vía para regresar —distinta a la que usé para ir— porque es la más rápida, aunque para entrar a Puerto Ayacucho debía hacerlo por el muelle, donde tienen sede varios organismos militares y del Estado venezolano. Era un riesgo, pero quería llegar cuanto antes a mi casa.
Aturdido por lo que había visto y oído del otro lado de la frontera, tenía la sensación de volver como quien se recupera de una resaca luego de embriagarse con aquellas escenas tan desgarradoras.
Pensaba en todos los esfuerzos del régimen venezolano por negar esa realidad, por silenciar a quienes se atrevieran a denunciar lo que pasaba. Pensaba en Javier Tarazona, director nacional de Fundaredes, preso por el gobierno de Nicolás Maduro, luego de que denunciara las consecuencias del conflicto con la guerrilla colombiana, y que habían convertido en una zona de guerra los territorios cercanos a Guasdualito, La Victoria de Apure y el Arauca.
Eran las 7:00 de la noche cuando atravesé la puerta de la entrada de mi casa. Aliviado, abracé a mi mujer cuando salió a mi encuentro. Lo hice con fuerza, como si ese abrazo me hubiese hecho falta desde siempre, como si en ese gesto se resumiese toda la gratitud del mundo por estar a salvo.
Texto: José Antonio Mejías
Ilustraciones: Robert Dugarte
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