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Se agrieta la Alianza del Pacífico

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La negativa del presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, de traspasar la presidencia pro tempore de la Alianza del Pacífico a su colega peruana, Dina Boluarte, ha provocado serias turbulencias dentro del bloque subregional.

Vulnerando diversas normas del derecho internacional y arrogándose la suprema capacidad de discernir entre el bien y el mal, López Obrador, conocido popularmente como AMLO, decidió que el presidente «legal y legítimo» del Perú sigue siendo el golpista y destituido Pedro Castillo. De ahí su negativa a acabar con la acefalía que afecta a la organización subregional formada por Chile, Perú, Colombia y México.

Intentando repetir lo actuado en su día con Evo Morales, a quien, tras su rocambolesca renuncia y fuga de Bolivia terminó albergando en México, López Obrador prometió refugio a Castillo tras el cese decretado por el Congreso. Pero su ineficacia no solo afectaba su forma de gobernar, sino también su frustrado intento de asilarse en la embajada mexicana en Lima. En su línea, López Obrador dio asilo político a la esposa de Castillo, Lilia Paredes, y a sus dos hijos.

Sin embargo, no contento con esa iniciativa, los miembros del gobierno mexicano han tratado de deslegitimar al máximo la gestión de Boluarte. La diplomacia peruana, hastiada por tanta hostilidad y especialmente por la parálisis de la Alianza del Pacífico, ha reclamado a su contraparte mexicana. Pese a la presencia de numerosos gobiernos de izquierda en América Latina, un fenómeno conocido como la «nueva ola rosa», el funcionamiento de las instituciones regionales y subregionales se ve afectado por la fuerte fragmentación política.

La Celac, el organismo teóricamente encargado de potenciar la relación con la UE en la próxima Cumbre de julio en Bruselas, es incapaz de alcanzar los más mínimos consensos en cualquier tema de la agenda internacional. La farragosa Declaración Final de 111 puntos, tras la Cumbre de Buenos Aires, así lo prueba. Incluso si descendemos al nivel subregional las discrepancias son más serias, ya que las diferencias entre países y estilos de gobierno se hacen más evidentes.

El Sistema de Integración Centroamericana (SICA) enfrenta la difícil convivencia y las servidumbres que pretende imponer la dictadura nicaragüense del matrimonio de Daniel Ortega y Rosario Murillo. Por su parte, el Mercosur no ha terminado de digerir la iniciativa uruguaya de negociar en solitario un Tratado de Libre Comercio (TLC) con China y, pese a la vuelta de Lula da Silva al gobierno brasileño, la relación con Argentina no ha podido recomponerse definitivamente, más allá de la retórica circundante, incluyendo la ilusoria creación de una moneda común.

Veintidós años atrás, en el momento de su lanzamiento, abril de 2011, la Alianza del Pacífico emergía con un potencial en medio de la creciente politización y burocratización de la integración regional. Con ella se recuperó la centralidad del comercio y de la economía, que desde el despegue de la Alternativa Bolivariana de las Américas (ALBA) había sido desplazada por la «concertación política», aumentando la inoperancia de las instancias entonces existentes.

Los cuatro países fundadores tenían TLC firmados con Estados Unidos y la UE y pese a las críticas de Evo Morales, Rafael Correa y del propio gobierno brasileño supo ganarse un lugar en el proceloso mundo de la política latinoamericana.

Uno de los grandes méritos de la Alianza del Pacífico fue la capacidad de resistir incólume a los cambios de gobierno en cada uno de los estados miembro. Ni siquiera el regreso de Michelle Bachelet a la presidencia chilena afectó su marcha. Las cosas comenzaron a cambiar a partir de la presidencia de Iván Duque, en Colombia, con un destacado aumento del proteccionismo y, muy especialmente, con López Obrador. Este último, siendo aún presidente electo, fue invitado por su predecesor, Enrique Peña Nieto, a participar en la Cumbre de la Alianza que se iba a celebrar en Puerto Vallarta, México.

Atrincherado en motivos formales que solo reflejaban su paladino desprecio por la política exterior, declinó la invitación y delegó su presencia en Marcelo Ebrard, su futuro secretario (ministro) de Asuntos Exteriores. Si bien intentar ser uno de los grandes referentes del progresismo latinoamericano, la máxima prioridad continental, incluso mundial, de López Obrador es la relación con Estados Unidos. De ahí su escaso o nulo interés en la Alianza del Pacífico, lo que le facilita obstaculizar su funcionamiento cotidiano.

En su intento de mantener a rajatabla su opción a favor de Castillo, López Obrador ha vulnerado el precepto sacrosanto de la política exterior mexicana, la Doctrina Estrada, simultáneamente uno de los máximos pilares de la «no injerencia» latinoamericana. Pero ha ido aún más allá al profundizar las diferencias entre distintos gobiernos regionales. Su estilo populista de gobierno ha encontrado una nueva enemiga en Dina Boluarte, quien junto a España y las empresas españolas, se ha convertido en un factor de distracción añadido ante los serios problemas que afectan a México, comenzando por la violencia y el narcotráfico.

Artículo publicado en El Periódico de España

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