Un periódico no se construye con dinero, ni con rotativas, ni con relaciones comerciales que garanticen la afluencia de avisos, ni con protección gubernamental. Un periódico se construye con hombres. Todas las ventajas y privilegios quedan reducidos a ceniza si no está presente un puñado de periodistas con capacidad profesional, calidad humana y amor a su oficio, que sepan interpretar los sentimientos populares, que se lancen con audacia a la búsqueda de la noticia, que defiendan tercamente el estilo y la estética del diario, que peleen con bravura por hacer de su periódico el mejor informado y el de miras más altas.
Hoy cumple El Nacional 17 años de existencia y no creo incurrir en pecado de inmodestia si me hago eco en estas líneas de una afirmación muy difundida según la cual, al andar ese trecho, nuestro diario se ha convertido en uno de los órganos de prensa punteros, en razón de su contenido informativo y en razón de su orientación democrática, dentro del periodismo latinoamericano.
Inmodestia seria, e injusticia por añadidura, si intentara atribuir los merecimientos absolutos de ese éxito a quienes crearon, dirigieron y orientaron esta empresa. Por el contrario, no vacilo en testimoniar que El Nacional le debe la mayor parte de cuánto vale a la circunstancia permanente de que cada uno de sus redactores se sabe parte integrante de un equipo, copartícipe y responsable tanto de sus triunfos como de sus descalabros, engranaje consciente de una maquinaria que amasa diariamente el pan de noticia para el pueblo venezolano.
Dentro de ese equipo hay un hombre, sin embargo, a quien yo deseo destacar particularmente, con el propósito de rendirle homenaje en este nuevo aniversario de El Nacional. Me refiero a José Moradell, nuestro jefe de redacción, pivote sobre el cual gira la estructura del periódico, piloto que no se abandona en la bonanza ni se amilana en la tempestad.
José Moradell nació en Cataluña en 1908 y su juventud fue dar bandazos en busca de una profesión adecuada, aprendiz de abogado, de economista, de sacerdote y de comerciante. El final desgarrador de la guerra española lo aventó lejos de España y lo trajo a Venezuela en 1938 con 100 dólares en el bolsillo, una lengua muerta y cuatro vivas en la cabeza, decidido a sepultarse en las selvas de Guayana, a construir una choza y a vivir entre los indios. Por fortuna su buen juicio lo obligó a cambiar de idea y se hizo periodista.
Al fundarse El Nacional, José Moradell ocupó la jefatura de noticias extranjeras. Pero desde el primer instante comprendimos todos que el discreto y austero catalán que trabajaba a la sombra de los teletipos estaba llamado a cumplir función primordial y dirigente en la trayectoria ascendente de nuestro diario, en virtud de su sentido de responsabilidad, de su inteligente concepción de la técnica periodística, de su infatigable devoción profesional. De ahí ascendió a la secretaria de redacción y posteriormente a la jefatura de redacción, espolón donde está plantado desde hace varios años con el timón de este barco entre las manos.
Pocas veces se menciona su nombre en el sitio prominente que le corresponde cuando alguien refiere la historia de El Nacional. No obstante, quienes vivimos dentro de la colmena, sabemos a ciencia cierta cuánto han contribuido la aptitud y el tesón de Moradell a levantar este edificio y a mantener su arquitectura. El equilibrio y la serenidad de Moradell, sin hacer una sola concesión de principios ni de dignidad, fueron valiosas armas defensivas que contribuyeron a impedir el naufragio de El Nacional bajo la dictadura. Los conocimientos de Moradell y su estudio constante de los problemas del periodismo moderno mantienen la fisonomía técnica de El Nacional y le permiten asimilar las innovaciones que surgen dentro del campo de la prensa universal. La firmeza en el trabajo, que en Moradell nunca se quebranta, es factor imprescindible para que en esta casa se mantenga vivo el mínimum de disciplina que jamás ha podido garantizar quien esto escribe, es decir, el director.
Ahora Moradell es ciudadano venezolano, con mujer venezolana e hijas venezolanas. Comenzó por entender nuestros defectos y nuestras virtudes y concluyó por hacerse uno de los nuestros. Su voz no ha perdido el acento que los catalanes conservan hasta la hora de su muerte pero su corazón en cambio, se volvió para siempre arcilla de esta tierra y semilla de este pueblo.
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No le va a agradar que yo publique este par de cuartillas. Es modesto y sobrio, adversario de ditirambos y de efusiones. Pero yo me creí obligado a decir estas cosas, así sencillamente como quien conversara, porque ya hemos cumplido diez y siete años dentro de esta trinchera y, al referir la historia de El Nacional, algunos suelen olvidar un nombre que debiera mencionarse siempre en primer término: el de José Moradell.
Las frases anteriores fueron escritas por mí para ser publicadas en la edición de El Nacional del 3 de agosto de 1960, fecha de cumplir el diario 17 años de su fundación. Yo era para ese entonces el director. Sin embargo, tuve que bajar clandestinamente a los talleres, deshacer la página editorial que ya estaba compuesta y matrizada, y meter de contrabando mi artículo en reemplazo de otro que yo mismo había escrito. Temía, con sobrados fundamentos, que el jefe de redacción, quien no era otro sino José Moradell, al enterarse del enaltecimiento que se le pretendía rendir, diera orden de arrojar mi colaboración al cesto.
Ahora, ya muerto Moradell hace tres años, no hay riesgo de que su austera sencillez se interponga para precaver que yo diga públicamente lo que pensé ayer y sigo pensando hoy de su condición humana y de su idoneidad profesional.
No he conocido un periodista con más heroica conciencia de nuestro oficio que la suya, don Pepe. No me mire con ese sesgo ladino que no le estoy tomando el pelo. Estoy hablando «perfectamente en serio como un golpe de ataúd sobre la tierra». Usted que lee con tanto fervor a Antonio Machado entiende mejor que nadie el alcance de esas palabras. Me asombra su potencial de trabajo que no guarda proporción con un organismo carcomido por la nicotina como el suyo sino que es reflejo de un indoblegable coraje espiritual, de un agonístico empeño de experimentar el laboreo del periodista como un diario combate, como una terrible lid de la cual usted nunca se aparta vencido.
¿Recuerda usted las duras circunstancias que rodearon la fundación de El Nacional? Nos metimos de rondón en un oscuro barracón de dos pisos que había sido casa de vecindad o algo más turbio. Aquel remedo de rotativa daba lástima, aquellos linotipos oxidados eran artefactos de desecho. El mundo vivía la etapa más furibunda de la guerra mundial. Los submarinos alemanes torpedeaban los barcos que transportaban la tinta y el papel. Crear un periódico bajo aquellas condiciones y con tan rudimentarios elementos parecía una insensatez. Toda la gente circunspecta del país nos auguraba un presto y estruendoso fracaso. Usted no. Usted abandonó el puesto de jefe de cables que desempeñaba en una empresa veterana llamada La Esfera y se vino a correr con nosotros la apretada aventura.
Usted había llegado a Venezuela disgregado de sus lares por el oleaje encarnizado de la guerra civil española. No era usted un hombre sacudido por pasiones política pero si un ente sensible a quien la violencia desazonaba. Allá se mataban desalmadamente los unos con los otros, la mitad de España contra la otra media. Usted, que no quería ver esa sangre, se metió en un camarote de tercera clase y vino a parar a esta tierra que pronto sería absolutamente la suуа.
La cuadra donde nació El Nacional, 100 metros ruidosos entre las esquinas de Pedrera y Marcos Parra, era una calle angosta y de colmado tránsito. En su macadam desembocaban los automóviles que provenían del túnel del Calvario, rodaban carretas y carretillas afanosas, desfilaban resignadas recuas de burros. Desde nuestros balcones se vislumbraban tres botiquines, una farmacia y un policía de punto. Al costado de nuestra sede funcionaba una casa de citas cuya regente, la señora Ignacia, ardiente aficionada a la fiesta de toros, regalaba botellas de ron a nuestros reporteros cuando ella regresaba eufórica de una corrida de postín. Con frecuencia se injuriaban plebeyamente dos borrachos a la puerta de nuestro caserón. Usted, don Pepe, no tenía ojos para ninguna de esas escenas costumbristas. A usted no lo desvelaba sino la silueta de la casa de enfrente, donde el italiano Vito Rocco había montado un aserradero. En la parte alta habitaba la familia del dueño, y desde el escritorio suyo, don Pepe, se divisaba la ventana de Italina, la hija del negociante en maderas que se asomaba tímidamente para brindarle la sonrisa de los buenos días. Italina tenía rostro de niña, modales de niña, pero era una mujer hecha y derecha, su mujer, don Pepe, que al correr del tiempo se casaría con usted y le daría dos hijas. Italina que al presente añora su compañía con incurable congoja, tres años después de su partida.
Del departamento de noticias cablegráficas fue ascendiendo usted hasta llegar a la jefatura de redacción, vale decir hasta convertirse en bitácora y arboladura del periódico. En dos o tres ocasiones los propietarios de la empresa decidieron nombrarlo director de El Nacional, en reconocimiento a su jerarquía, a su inteligencia y a su lealtad. Usted no aceptó jamás esa designación. «No sirvo para director», replicaba categóricamente. Servía usted en demasía, don Pepe, pero a su naturaleza retraída le desplacía en grado sumo la prominencia social y política que el rango de director de un diario lleva inevitablemente consigo.
Escúcheme, don Pepe, no se me escurra. Usted no se reduce a ser un excelente periodista: usted es esencialmente un maestro de periodismo. Maestro sin cátedra universitaria pero educador a las luces de su propia conducta, manteniendo a todo trance que el trabajo persuade más que los razonamientos. No hay periodista joven que haya pasado por su vecindad sin recibir de usted la palabra de estímulo generoso, el consejo asentado en una discreta sabiduría, el ejemplo cotidiano de perenne vigilia y de pundonor en la pelea por la noticia.
Por lo demás, Moradell, es preciso que usted cuide con mayor formalidad de su salud. He hablado con su médico, el doctor Rafael Zubillaga, y él me ha dicho que usted se encuentra enfermo de cuidado, que sus pulmones y su corazón requieren un reposo prolongado, que no debe ni puede venir a trabajar. Se lo hemos suplicado a usted muchas veces, se lo hemos ordenado otras tantas, y cuando menos se espera lo topamos de nuevo sentado en su escritorio, tecleando una máquina de escribir, enmendando titulares, planificando campañas. Es completamente inaceptable esa actitud suya, Moradell. No vuelva al trabajo hasta que el médico no diga que está usted definitivamente curado. Por favor, Moradell, no vuelva.
No volviste, Pepe, porque te habías muerto.
Por Miguel Otero Silva (*)
(*) Publicado en el volumen El Nacional. 37 años Haciendo Camino. Coordinación: Pablo Antillano. Caracas, 1980.