
Por CORINA YORIS-VILLASANA
Alfredo Coronil Hartmann, hijo del médico traumatólogo Alfredo Coronil Ravelo y de la médica psiquiatra Renée Hartmann Viso, nació en Caracas el 16 de marzo de 1943, aunque la fecha que figura en sus documentos legales, incluyendo su partida de nacimiento, corresponde al 25 de marzo. Falleció el 27 de enero de 2025 en su residencia ubicada en el Junko Country Club, Miranda, Venezuela.
A lo largo de su vida, Alfredo contrajo matrimonio en cinco ocasiones: Delmara Gutiérrez; Mercedes Guerra Sucre; Josefina Puerta Martí, con quien tuvo a su única hija, Adela Josefina Coronil Puerta. Sus siguientes uniones fueron con Anaira Vásquez y Milagros Bertorelli.
De niño vivió en Ann Arbor, Michigan, mientras sus padres cursaban estudios de doctorado en la Universidad de Michigan. Luego regresaron a Venezuela, donde la familia enfrentó tiempos difíciles marcados por la represión del régimen perezjimenista. En diferentes momentos, tanto su padre como su madre fueron encarcelados a causa de sus posturas políticas. Renée Hartmann fue forzada al exilio, mientras Alfredo permaneció bajo el cuidado de su padre y la segunda esposa de éste. Sin embargo, más tarde se reunió en el exilio con su madre y, al caer la dictadura, ambos retornaron a Venezuela.
Coronil Hartmann tuvo una relevante trayectoria académica. Fue abogado; licenciado en Ciencias Políticas, mención en Servicio Exterior. Altos Estudios Comerciales en la Universidad de Lausana (Suiza) y alcanzó los títulos de magíster y doctor en Administración Pública por American University (EUA). Profesor de Derecho Romano y Administrativo en la Universidad Santa María; profesor del Doctorado en Ciencias Sociales UCV. Primer director de la Comisión de Estudios Postdoctorales y cofundador del sistema académico de quinto nivel en la UCV. Individuo de Número de la Academia Venezolana de la Lengua.
Como poeta, dejó una huella indeleble con sus poemarios, doce en total. En la esfera literaria fue distinguido con importantes galardones, como el Premio Municipal de Literatura del Distrito Federal, 1979, por su libro Trabajos del amor y de la muerte.
Además, Coronil fue muy exitoso tanto en el género narrativo como en el académico; publicó múltiples obras en prosa, entre las que descuellan: Política y Políticos, Quehacer Complementario, En el ojo del huracán y Derecho Romano.
Nunca será fácil escribir sobre un amigo que ya no está junto a nosotros. Los sentimientos se entrelazan y muchas veces resulta espinoso hallar la medida adecuada para expresar lo que realmente se quiere decir. Sin embargo, acepté el reto de rendir homenaje a Alfredo Coronil Hartmann.
Fuimos amigos desde tiempos remotos, compañero en tantas luchas y un verdadero ejemplo de amor profundo por su país. Nuestra amistad tenía un matiz muy especial, en el contexto de esta Venezuela actualmente atrapada en una larga y oscura noche.
Él, hijastro de Rómulo Betancourt; yo, hija de uno de los más allegados y fieles amigos del General Isaías Medina Angarita, expresidente del país. Este vínculo no solo simboliza un lazo personal, sino además la esencia de esa Venezuela por la que Alfredo consagró su vida: una patria donde las discrepancias ideológicas nunca anulen el respeto, los afectos ni las amistades auténticas.
Hace un tiempo, escribí unos análisis de su poesía publicados en 1996. Hoy, retomo esos análisis y vuelvo a Rosa de Espadas, obra conformada por diversos poemas independientes cuya conexión con el conjunto no siempre resulta evidente. Explorar las complejidades del mundo poético de Coronil Hartmann se presenta como una tarea desafiante. Aunque soy consciente de que hay detalles característicos que podrían escapárseme, estoy convencida de que la lectura de su poemario ofrece suficientes elementos para alcanzar el objetivo que persigo.
De esta manera, me encontré ante un fuerte desafío: era necesario descubrir el principio básico capaz de integrar los contenidos y brindarle consistencia al poemario, considerado éste como un todo. Al enfrentar el texto desde este ángulo, se vislumbra una discrepancia entre dos realidades que parecerían enfrentarse; por un lado, la realidad perceptible que rodea al «instante» de creación de los poemas, y, por otro, la búsqueda persistente de una zona alternativa donde el yo poético descubra aquello que nos conecta con el anhelo que da sentido a nuestra vida.
El estudio recurrente de Rosa de espadas siempre me ha generado una sensación de duda, como si el núcleo del poemario se resistiera a ser captado. Ello me llevó a explorar el elemento estructural subyacente, capaz de dilucidar no sólo la organización del conjunto, sino también la trama entre las imágenes y la búsqueda afligida que impregna el poemario, sobresaliendo fundamentalmente el poema homónimo: «Rosa de espadas».
Cada verso encierra un fragmento diminuto, pero profundo, de la experiencia humana, una representación en miniatura que refleja el contexto sociohistórico en el que fue concebido. Por esta razón, cualquier análisis poético debe enfrentarse al desafío de desentrañar aquello que define su esencia más íntima y su particularidad única. En el caso de Rosa de espadas, la obra está compuesta por once poemas, cada uno con un título cargado de simbolismo y expresión: “Rosa de espadas», “Tiene el secreto”, “Se trata de salvarse”, “Justa exactamente casa”, “Acontece la tierra”, “Casi la muerte”, “Mis huellas en la noche”, “Propio de la noche”, “Oficio de tus manos”, “Idioma de la llama” y “Extraña orilla”.
Desde el comienzo, Rosa de espadas nos adentra en un universo donde la soledad del sujeto lírico se enfrenta al desafío de encontrar un ámbito distinto. Esta nueva visión confronta los valores extraviados de una época caracterizada por la progresiva conexión tecnológica y el acrecentamiento de la deshumanización. No estoy hablando aquí de una evasión superficial, sino de una súplica angustiada por respuesta a esa soledad existencial que se manifiesta como un golpe incesante contra el espíritu humano. Dicha soledad se presenta como una carga implacable para el hablante lírico, adherida casi irrevocablemente a su propia identidad: «Siempre llevé la soledad dormida / en torno de mi nombre» (RE, 27).
En este mundo, donde la esperanza parece desmoronada y la verdad traicionada, la alienación del artista engendra imágenes que se enfrentan a esa realidad hostil. Este universo poético choca con el racionalismo imperante del mundo exterior; pero, curiosamente, también busca armonizar con él. En cierto sentido, esas imágenes poéticas operan como canales de comunicación emocional; permiten aminorar el lastre opresivo del entorno asfixiante.
La humanidad parece estar inmersa en una racionalidad opresiva que cualquier posibilidad de escape está bloqueada impidiendo el paso hacia lo trascendente. Sin embargo, lo rutinario brinda otra perspectiva: el contraste entre lo fútil y lo estético, entre la mansedumbre y la protesta.
Desde la perspectiva existencialista, germina aquí una libertad legítima asentada en la negativa a admitir absolutamente las exigencias externas. En este contexto, el hablante lírico nos revela:
«Pero un día te encontré al hilo de mi sangre / repasando mis pasos, / y me hablaste de un cielo con pájaros de azufre, / de tu fuego secreto/ de tus alas» (Idem).
Este encuentro introduce un matiz nuevo, una lucha por reconciliar lo opuesto: lo que es y lo que dejó de ser; lo tangible y lo imposible. A partir de aquí emerge un esfuerzo estético por establecer un distanciamiento, elemento indispensable para transmitir una verdad artística que no sucumbe ante los límites del racionalismo.
En última instancia, el hablante lírico se ve compelido a aceptar una resignación que no sólo marca el tono de su expresión poética, sino también la naturaleza inevitable de su conexión con el entorno:
«Y desde entonces tuve que soportar tu estancia, / tus caballos pastando en mi silencio, / tus cielos por mi frente» (RE, 28).
Aquí, la poesía se erige como un espacio donde las contradicciones humanas encuentran su voz. A través de esta lucha interna por significar y reconciliar mundos opuestos, «Rosa de espadas» se convierte en un testimonio de resistencia emocional frente a un universo gobernado por la alienación y el desencanto existencial.
Desde aquel instante en que se vislumbra la posibilidad de un mundo diferente, el dolor se torna soportable. Surge entonces la capacidad de transgredir el entorno que oprime y aprisiona, permitiendo que el arte emerja como una vía de escape. La extrema irracionalidad se transforma en una soledad abrumadora para el individuo, tal como lo señaló Goya en su momento al afirmar que el sueño de la razón produce monstruos; y más aún, cuando la fantasía abandonada de la razón genera monstruos imposibles. En cambio, una idea razonada deviene madre de las artes y fuente de sus maravillas.
El arte posee el poder de reconciliar ambas realidades: aquella indómita que nos envuelve y la que yace en nuestro interior. Encontrar la voz que rompe el silencio avasallador de la soledad es un acto que revitaliza:
«Me llenaron de fuerzas las heridas/ que me hicieron tus filos de misterio/y encontré tu palabra en mi garganta, / tu camino en la noche» (Idem).
La voz que surge permite dar lugar a las reminiscencias, quebrar la monotonía hostil de la cotidianidad y disipar así la incomunicación entre los mundos. La soledad, según Fromm, es una condición indispensable para que el individuo encare y trascienda la realidad social. Es en esa soledad lírica donde se revela el acceso a la verdad como una posibilidad; una verdad que solo se alcanza a través del mundo necesario y el mundo posible.
Nombrando aquello que está ausente, se rompe con lo establecido y se introduce un nuevo orden. Al recuperar esa voz perdida, los caballos y los pájaros, impregnados de azufre, alteran el orden de la soledad que rodea al poeta.
«Vi cómo destruías el árbol del exilio, / maduraste los frutos que corrían por mis venas/ hacia el muro de la nostalgia, / invocabas al río/ la fiebre de los bosques» (RE,29).
Destruir el destierro significa acabar con ese alejamiento generado por un mundo contrapuesto a la realidad pura de lo lírico; una soledad habitando en el muro azul de la nostalgia, donde se nombran las cosas ausentes y se transita más allá de lo fenoménico hacia el ámbito de lo posible.
¿Dónde está ese lugar al que apunta el hablante lírico? Es el muro de la nostalgia transformado en poesía, entendida en su sentido esencial: «poiesis», verdadera creación originaria. En ese preciso espacio, «Rosa de espadas» se levanta como símbolo: resistencia contra la muerte. Incluso el propio título del poemario, Rosa de espadas, señala una lucha encarnizada. La rosa, evocadora de belleza en el mundo poético, afila sus pétalos para enfrentar lo presente y otorgar espacio a las reminiscencias. Allí radica su fuerza: en ser a la vez fragilidad y arma, ternura y resistencia frente al tormento existencial.
Querido Alfredo, espero haber sido fiel a tu sentir y a tu amada «Rosa de Espadas».
*Coronil Hartmann, Alfredo. 1967. Rosa de Espadas. Ediciones de la Casa de la Cultura. Los Teques. Estado Miranda. Prólogo de Ida Gramcko.