
Diario del enano es una de las tantas novelas de Eduardo Liendo, publicada por primera vez en 1995 por Monte Ávila Editores Latinoamericana y reeditada, una década después, en 2005, por Alfaguara. Por invitación de su autor, tuve la suerte y el honor de hacer la presentación de esta segunda edición en un acto realizado en noviembre de aquel año en la sede del Centro Cultural Banco Provincial de Caracas, cuando el régimen conducido por Hugo Rafael Chávez ya había mostrado fehacientemente su verdadera naturaleza autoritaria y el líder militar su condición personal de autócrata.
Por suerte conservo el texto que leí aquella noche, entusiasmado, además de por su calidad literaria, por lo que esta novela tenía de premonición, de presagio visionario certero, de anticipación histórica, de aquello que, por algún momento paulatinamente, por otros, aceleradamente, nos iba a ocurrir y ya estaba ocurriendo como tragedia política en Venezuela.
El texto comenzaba diciendo: “Si no fuera porque hay evidencias suficientes de que fue publicada por primera vez en 1995 y de que su presentación estuvo a cargo del poeta Juan Liscano, cualquier lector venezolano que se aproxime ahora por primera vez a Diario del enano, tiene suficientes razones para pensar que Eduardo Liendo, su autor, ha tomado como objeto de inspiración la figura de Hugo Chávez y la del régimen político que ha construido a su alrededor”.
Debo recordar, simplificando al máximo, que el núcleo narrativo de la invención de Liendo es el proceso mediante el cual el personaje central, Julián Calamares, primer actor de una obra de teatro titulada Fatalidad, se cansa de representar el papel de José Niebla, un tirano de tiranos, personaje central del drama, y una noche, cuando termina una función más, en lugar de salir al camerino, se dirige inspirado a tomar la casa de gobierno de una isla alegóricamente llamada Tacalma y decide convertirse en el Jefe Supremo, caudillo, autoridad única y reyezuelo de la comarca, con el apoyo y beneplácito inicial de la mayoría de sus pobladores, a partir de entonces amansados como un colectivo de serviles dominados por el tirano surgido de las tablas.
A partir de aquel momento comienzan los paralelismos, las similitudes y coincidencias —en algunos casos tristemente risibles— entre el Tirano de Tacalma y el nuestro propio. Hay frases de Niebla que, leídas en aquellos tiempos venezolanos de avenidas inmensas llenas de seguidores vestidos de rojo escuchando enamorados a su líder, eran para el lector como un calco de la actualidad: “Yo mando porque me da la gana, por obsceno placer, porque me sale de los cojones (…) Una energía vigorosa invade mis pulmones y acelera la circulación de mi sangre cuando mis adorados pánfilos rugen de entusiasmo en la plaza que se extiende frente al balcón. Extasiados con cada uno de mis gestos. Penetrados por cada frase certera salida de mi boca como un dardo. Conmovidos con mi poderosa emoción, aunque pronuncie siempre el mismo soliloquio. Porque la palabra más inútil se ilumina como una centella en mi boca, retumba como un trueno en sus corazones atemorizados y envilecidos”.
Desde luego, alguien puede decir que una frase como esta podríamos seguramente encontrarla en mucha de la literatura latinoamericana dedicada al tema de las tiranías y los tiranos —Yo el Supremo de Augusto Roa Bastos, El señor Presidente de Miguel Ángel Asturias, La fiesta del Chivo de Mario Vargas Llosa o Maten el león de Jorge Ibargüengoitía—, pero hay algunos detalles que anuncian aquello que le daba un carácter originalmente local a nuestro José Niebla venezolano.
Uno de ellos, el descubrimiento del uso repetido, obsesivo y estratégico de lo que Liendo llamó el teleneblisor, en un momento cuando las cadenas radioeléctricas de hasta ocho horas continuas y el gobierno mediático ni siquiera eran imaginables entre nosotros. Eran un asunto de Orwell.
José Niebla, extasiado, cuenta en primera persona: “Con el teleneblisor puedo imaginarme representando los grandes papeles que alguna vez ambicioné en el tablado (…) Yo podría ser el rey y el gladiador al mismo tiempo. Cada madrugada les narraría mis hazañas a mis amados pánfilos (…) para distraerlos, de vez en cuando podría cantarles algunas óperas de Puccini (…) Para cada hora del día o de la noche les reservaría una nueva sorpresa: yo de guerrero samurái. Yo de hombre murciélago. Yo de pitcher estrella de los Tiburones de Tacalma (sic). Yo de Zaratustra. Yo de Hipócrates. Yo. El único (…) Presiento que, con el teleneblisor, cada uno de mis múltiples yoes podría controlar la vida particular de mis amados pánfilos en su propia casa, por una eternidad”.
Podría seguir citando ejemplos. Como aquellos otros monólogos donde el tirano describe a sus “pánfilos”: “Yo retorno siempre en medio de sus terrores y los calmo”. O: “Me temen más que a la peste y, sin embargo, esperan con ansia y candor mis favores (...) Soy el destinatario de sus oraciones”.
Pero mi intención con esta nota no es hacer crítica literaria ni disquisiciones históricas, sino honrar y celebrar la vida de un hombre generoso, modesto y disciplinado, también amistoso y cariñoso, que nos ha dejado una vasta obra literaria y a quien recordaremos en sus últimos años siempre risueño en los alrededores de la plaza y la Biblioteca Los Palos Grandes compartiendo bienestar aún en momentos difíciles. Celebrar y despedir a Eduardo Liendo me llena el corazón de abrazos.