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Leonardo Padrón: selección de poemas en prosa

La editorial Pre-Textos ha publicado La difícil belleza de las esquinas (2025), antología de la poesía de Leonardo Padrón que reúne sus libros Balada (1993), Tatuaje (2000), Boulevard (2002), El amor tóxico (2005) y Métodos de la lluvia (2011). Del volumen hemos escogido un grupo de poemas en prosa
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Por LEONARDO PADRÓN

De los atardeceres

A quince pisos sobre el nivel del asfalto los atardeceres tienen otro talante. No son limpios ni serenos. No se ufanan con el dialecto de los pájaros. Rebotan contra las ventanas, se trepan en los carros, se propagan en las vitrinas. Su espinazo es un laberinto de cables de televisión y azoteas crispadas.

Si observáramos con atención descubriríamos que es una grúa la que sostiene al atardecer, la que lo deposita morosamente en los sótanos de la ciudad. En ese instante la multitud se vuelve naranja en mitad del tráfico. Pocos se detienen a aplaudir. Pero en el largo telón de edificios hay siluetas que contemplan, asombradas y en contraluz, la impecable muerte del día.

Guaire

En Caracas hay un río que todos los días olvidamos. Más que un río, es un hilo marrón y atormentado, un desagüe del mundo. El hedor horizontal de nuestras vidas. Pero también es río y tiene orillas. Caminarlo, en esta ciudad, es privilegio de vagabundo. Nadie más posee esa mirada, ese ángulo de la autopista. Es su paisaje privado. Porque estamos hablando de un río solitario y malquerido. Sólo aquellos que pertenecen a la geometría de la miseria lo poseen. De vez en cuando deberíamos extrañarlo. Es la cintura de nosotros, el agua última de nuestra ciudad.

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En un carro se hace apego. Es, de forma unánime, oficina, cama y despensa para la costumbre. Todo chofer habita su vehículo con papeles mínimos, mudanzas de ánimo y desorden. El volante gira por las calles con el mapa secreto de nuestras huellas. Un carro es una posdata de la habitación personal. Si se dispone del instrumental puede ser una gran sala de música. Una butaca de teatro desde donde se contempla el sincopado estilo de la ciudad. Allí se puede enmudecer sin presión. Llorar como un fósforo. Se puede vagar sin tejerse con la multitud. Vivir sin vigilancia.

Es un triunfo de la soledad.

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A una ciudad sólo la conoce quien la ha caminado. Cada calle demanda una aventura nativa y ancestral en el humano: descubrir, conquistar y, por supuesto, colonizar. Cada vía tiene su ensamblaje de sombras, su hora de alba, su catálogo de sonidos. Caminar una calle supone varios aprendizajes. Exige disciplina y furia. Disciplina en la malicia del paso. Furia para sobrevivir. Se debe acceder a ella como por asalto. Llenarse de su propia voracidad.

Emboscarla.

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Pienso ahora en Onetti, el escritor más taciturno de toda Latinoamérica. Pienso en su ciudad imaginaria, Santa María, donde sigue deambulando sin tregua el relente trágico del ser humano, ese asunto hermoso y terrible que somos. Nuestra ciudad, por más equívoca o maldita, será nuestro único arraigo. Por eso Onetti no tiene más remedio que decir bellamente: «Existe un lugar, una cosa, un pensamiento que se llama Santa María para todos nosotros».

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4:01 A.M. Gente despeñada en los bares, vocablos íntimos en algún carro, un ladrido recurrente, el desfile lento de la muerte. Todo se une al rumor gigantesco de una ciudad que simula dormir, con sus pies llenos de lodo y escarcha.

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Toda autopista tiene una doble vida. En la superficie es una luna colérica (los carros desfilan como balas, arrojando luces, en una sola línea fastuosa y orgullosa). Abajo, la autopista se convierte en puente. Esa sombra es la que ignoramos. Ocurre como una gran escenografía en voz baja. Arropa a ciertos seres que circulan sin destino bajo una acústica de automóvil y viento. Seres de la intemperie. No viven en la ciudad, son la ciudad. Son alcantarilla y humano paso. No necesitan protegerse del sol. Son las rodillas de Caracas. Son libres. Oscuros y libres.

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12:45 P.M. El hombre se detiene frente a un solar. Antes, en ese sitio, hubo un edificio, un primer piso, una persiana rota, el cordel sucio de una cortina. Y ese asunto lacónico de las seis de la tarde que era una silueta acodada en la ventana. Frente a él hay esa hipótesis de ciudad, porque si otros atravesaran la calle con urgencia y vieran de soslayo el lugar, no jurarían nada. Quién sabe. En una ciudad quién sabe.

Sólo él asegura, desde el fondo de su edad, que allí, en ese rectángulo de aire, estaba su apartamento. Justo por donde acaba de pasar el viento con cierto desdén ese hombre dormía, masticaba los bordes de un libro o simplemente se dedicaba a ser infancia. Ahora no hay nada. La sombra de un avión atraviesa el pavimento y lo trae al presente. La ciudad reinicia sus zancadas, frenética y cómoda, con soltura y oficio.

El hombre ya no está. En la calle siguiente es un giro más de la multitud.

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Bajo los puentes, Caracas bufa de silencio. En algunos hay vida doméstica, gente de las sombras, perros. En otros, maleza y dibujos del cemento, uno que otro trashumante, un bosquejo de historia. Muy pocos saben lo que ocurre bajo los puentes, esa arquitectura de la desolación.

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Lo que más seduce de una ciudad es que en ella la humanidad produce el más alto de sus espectáculos. No hay paisaje más rudo de la euforia. No hay sitio donde reine con mayor énfasis el desasosiego. Está hecha de extremos. Es el único lugar donde podemos entrever la vastedad, no del mundo, sino de lo humano: nuestro viejo corazón, podrido y glorioso.

De la muerte

Le oí decir a Salvador Garmendia que la muerte «es el último pasajero que baja del autobús todas las noches». Hablaba de «una figura marchita, algo gibada, que camina, invariablemente sola, por las calles poco transitadas». Efectivamente, la muerte no ha perdido sus viejas costumbres. Sólo que ha añadido ciertos ornamentos a su rutina. Últimamente se le ha visto, burlona y escurridiza, en medio de la multitud, entregando su tarjeta de presentación. Está perdiendo el pudor. A veces se emborracha y recorre frenética la ciudad dejándose ver en sitios luminosos y tempranos. Ella, que siempre ha sido impertinente, anda ahora sin mayor atavío ni maquillaje, con una soltura rayana en el descaro. Su ego está desorbitado. Se sabe noticia y no deja ni un día de subirse a los cerros, lanzarse a las autopistas, precipitarse en los pulmones. Por primera vez en su vida se siente bienvenida. Anda de fiesta. Se ha convertido en la música de fondo de Caracas.

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La ciudad es mi mujer preferida. Posee misterios y agravios típicamente femeninos. Propone una geografía feroz. Se escurre con lascivia y experiencia. Por eso, por la turbación que causa, es que procuro el anverso de su belleza. Nunca he dejado de asociarlas: entrar por primera vez a una ciudad produce un goce de las mismas dimensiones que ese de entrar en la oscuridad de una mujer.

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