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La autobiografía como eidoscopio o “el barroco óvalo del yo”

George Galo (Caracas, 1995) es poeta y cineasta. Ha publicado los libros Ucronías, ficciones filosóficas (Editorial Eclepsidra, Caracas, 2015) y Teatro para ser cantado (Editorial Kalathos, Madrid, 2022). Dolor que respeta el sueño (Editorial Escarabajo, Bogotá, 2025) es su más reciente libro publicado. Ha escrito y dirigido obras cinematográficas, tanto documentales como de ficción, de las cuales Sursum corda, amore (2024) es su primer largometraje estrenado. También es libretista de óperas de cámara y de musicales
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Por LUIS MIGUEL ISAVA

These fragments I have shored

against my ruins

T.S. Eliot

Dolor que respeta el sueño, de George Galo, es un extenso poema que desafía de manera radical las expectativas de comprensión lectora a la que nos ha acostumbrado el uso comunicativo del lenguaje. Y si bien se nos propone como “ensayo familiar en una monodia”, en vano se buscará en él un desarrollo discursivo, progresivo, estructurado. Antes bien, este poema reclama que se perciba como totalidad ese conjunto heteróclito de frases que parecen ser índice de los múltiples, complejos acontecimientos que constelan una vida y que, precisamente por su carácter fragmentario, (nos) escamotean la posibilidad de integrarlas como datos en una narración coherente, en una crónica. La sucesión de frases –nótese que sintomáticamente cada verso termina con un punto y aparte–, que apela más a la construcción paratáctica que a la sintáctica, rehúye en efecto el encadenamiento de hechos para privilegiar disposiciones –a la vez conjuntivas y disyuntivas– que si bien generan asociaciones momentáneas de inmediato se rizomatizan en imágenes, recuerdos, citas, sensaciones, relaciones familiares, amorosas y eróticas, respuestas corporales, enfermedades…

Al apuntar a la inevitable fragmentariedad, simplificación y, podríamos añadir, ficcionalización de toda historia, Borges comentaba en un ensayo que simplemente con destacar hechos diferentes de una vida se podría redactar un número indefinido de biografías de esa vida, de manera que resultaría difícil sospechar que en todas ellas se habla de la misma persona. Este poema de Galo parece atender a esta intuición al intentar retrotraer esa vida (¿su vida, una vida?) al estado fragmentario en el que todo está dispuesto para posibles síntesis que no obstante quedan suspendidas en su más pura virtualidad. El lector entonces, ante la imposibilidad de reconstruir un relato, se ve en la necesidad de intentar formas de componer esos fragmentos en posibles aunque inestables figuras de una vida. Así, a través de una sistemática interrupción de su actualización, el texto quiere poner de manifiesto la esencial potencialidad del sentido; un sentido que lejos de estar predeterminado, requiere al contrario una y otra vez de síntesis parciales que proporcionan sólo una momentánea comprensión, pero muy pronto se deslíen, se desleen,al entrar en fricción con otros pasajes.

¿Cómo enfrentar entonces la lectura de este extenso poema que se propone “monódico”?

Habría que pensar más que en términos de comprensión, es decir más que en términos de operaciones hermenéuticas, en la generación de locales “sinapsis” que permitan imbricar memorias, afectos, vivencias, lecturas e historias al situarlas en un espacio cultural, con los protocolos de experiencia que lo constituyen. Y serán esos protocolos los mecanismos que darán cuerpo, en una primera instancia, a la irreducible multifocalidad de una vida.

Detengámonos entonces en algunos de estos protocolos que, en tanto posibles hilos conductores de la lectura alternativizante, operan como elementos estructuradores de las experiencias de una vida que rehúsa en todo momento reducirse a la simple comprensión de un relato.

El primero (aparece en el subtítulo) y quizá el más insistente es el de la familia y sus roles, es decir el de las relaciones de parentesco que con la sola mención de sus personajes (en sus posicionamientos pero sin nombres) ya establecen modos de comportamiento, de interrelación, de género, de formación y estructuración de la personalidad: la abuela, la madre, el padre, el hermano. De nuevo, sin acudir al relato extendido –recurso tan utilizado en las sagas familiares–, las apariciones textuales de estos personajes protocolizados hacen posible intuir algunos de los elementos estructurantes de esa vida y las diversas interrelaciones en las que se sustenta.

Un segundo protocolo lo constituyen las formas de la terapia. Estas se manifiestan en intervenciones terapéuticas –corporales y psíquicas– que contribuyen intensamente con el proceso de conformación del sujeto y que se retroalimentan con las intervenciones familiares, como nos recuerda un pasaje: “Me asistieron remedándose los más venerables brujos/ un gastroenterólogo un chamán un psicoanalista un monje budista una abuela una madre/ un hermano un amigo algunos vates”.

Otro protocolo corresponde al género y se manifiesta con el descubrimiento y la asunción de un posicionamiento respecto a la identidad (homo)sexual; identidad que se define precisamente en relación con los dos protocolos anteriores: en lo familiar por una sexualidad tensionada entre figuras masculinas (el abuelo y su suicidio, el padre “sordociego”, el hermano y su distancia) y las femeninas (la abuela y su biblia, la madre y su miedo); en lo terapéutico, en el recurso al discurso autorizado/autorizante de los “brujos” de la psique y de la cultura.

Por último tenemos un protocolo que, aunque más específico –se presenta también en un sentido casi genérico–, es el de la enfermedad, en este caso una enfermedad particular de las vías digestivas. Entran aquí en juego tantos protocolos de orden terapéutico (la mención del “gastroenterólogo”, por ejemplo) como los aspectos medicinales que refieren tanto a las dolencias y padecimientos propiamente dichos (ese “dolor que respeta el sueño”) como a los tipos de fármacos que la cultura médica prescribe para tales casos.

Y no obstante su explícita incorporación en el desarrollo, la estrategia textual niega a estos protocolos la posibilidad de cristalizar en una suerte de Bildungsroman. Al contrario, la presentación adopta en cierta medida un recurso que el cine ha llevado a su máxima expresión: el montaje (por momentos la lectura nos hace pensar en algunas películas de Resnais); un montaje, claro está, transpuesto al plano del lenguaje. Y es en se plano, en el que el montaje se integra a otros procedimientos verbales, que el texto logra su efecto más potente y transgresivo, al acudir esta vez a la incorporación de diversas protocolizaciones culturales de la escritura.

La primera de ellas sería la de la tradición escrita del (auto)conocimiento. De allí las interpolaciones, citas, referencias a una tradición textual que abarcan desde la cultura popular (Chioso/Del Re, La Lupe), la literatura clásica (Platón, Petronio) y occidental (Shakespeare, Dickinson, Carson), pasando por la mitología (Herakles, Hefesto, Ogún) hasta la psicología (Freud, Jung) y la filosofía (Husserl, Merleau-Ponty), con los que esa vida busca adquirir momentáneos atisbos de forma y contenido.

En un sentido menos referencial, pero no menos escritural, opera la protocolización de las influencias. A través de ella, la escritura hace claramente perceptibles ecos de la tradición literaria en tanto formas de (auto)presentación, que dan al texto un espesor significante adicional al incorporar las implicaciones de aquellas búsquedas. Ecos de Rimbaud y su “alquimia del verbo”, de Mallarmé y su “división prismática de la idea”, e incluso de Lezama y su conminación: “fragmentos a su imán”, constituyen paradigmas escriturales que, reforzando el mentís a la compresión tradicional, ofrecen un protocolo para el proceso de escribir –sin describir– una vida. Es en su singular proceso de “empalabramiento” (la acuñación es de Briceño Guerrero) donde se hace patente la potencia de esta propuesta textual/vital. En primer lugar, por su carácter irrenunciablemente fragmentario que no sólo apuesta por una sistemática parataxis –cada verso, como se indicó, se cierra con un punto y aparte–, sino que acude a la evidente dislocación sintáctica. A lo que se añade un cierto impulso gnómico, incluso oracular que por momentos irrumpe en el texto para insinuar un saber que es sólo de las palabras: “Un filo sobre una sola percepción anula la historia entera” o bien “Amuleto en su relación con lo que toca/ no es una autonomía de su fracaso/ es exaltación de su único seseo”.

He hablado de una vida porque este largo poema, a la vez complejo y entrañable, mantiene una irrenunciable fidelidad a la pluralidad irreductible de las experiencias, lo que en ningún caso puede pensarse como simple hermetismo. Pero a la vez, puesto que el texto nos ofrece insistentes datos de una existencia particular, concreta, no es posible sustraerse a la impresión de estar frente a una vida que reclama ser dicha y que encuentra en esta escritura alternativa su verdadera epifanía.

No cabe duda, entonces, de que es a partir del juego, de la fricción de estos múltiples protocolos, que este texto se convierte eidoscopio: un artefacto que congrega para la mirada (scopein) las proliferantes ideas, apariencias, formas (eidos) de una vida; una vida que se auto-recrea como “el barroco óvalo del yo”. Y es este yo el que cifra en el singular impulso verbal de la “Opacidad/ no demasiado opaca/ reino de la potencia”, la experiencia –la esperanza– de devenir “en el ocaso de las materias./ D e s m e n u z a d a m e n t e./ Algo más que palabra”.

*Dolor que respeta el sueño. George Galo. Editorial Escarabajo, Colombia, 2025.

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