
En el siglo V antes de Cristo, hubo un señor al que atribuyen la paternidad de la historia. Es bueno decir que me refiero a la disciplina que ahora los eruditos han dado por llamar historiografía. En su libro Historias, deja clara su intención. El primer párrafo, y recurro a la edición de 1878, publicada por la Imprenta Central en Madrid, y traducida por el cura jesuita Bartolomé Pou, se lee: “La publicación que Heródoto de Halicarnaso va a presentar de su historia, se dirige principalmente a que no llegue a desvanecerse con el tiempo la memoria de los hechos públicos de los hombres, ni menos a oscurecer las grandes y maravillosas hazañas, así de los griegos, como de los bárbaros.”
Luego del bachiller Heródoto surgió una verdadera oleada de émulos, quienes se dedicaron a documentar lo que les rodeaba y su impacto en cuanto les envolvía. Fue así como hemos podido constituirnos en lo que ahora somos, para bien y para mal. De un tiempo a esta parte es lugar común leer o escuchar aquello de “reescribir la historia”. Se han usado todos los argumentos habidos y por haber para deslegitimarla, algunos con razón, pero en su gran mayoría con un sesgo preñado de malas intenciones e inocultables ganas de ponerla a expresar lo que le conviene al mamarracho de turno.
En las últimas décadas, hemos visto crecer con fervor rabioso los voceros de tal posición. Tal vez su precursor contemporáneo fue el uruguayo Eduardo Galeano con Las venas abiertas de América Latina. Desde entonces lo que ha sobrado han sido apóstoles y portaestandartes de tal posición. Así fue como el comandante intergaláctico, aquel que se llamó Hugo Chávez, quien empezó una letanía con aquello de “descolonizar la historia”. La ahora rea Cristina de Kirchner anunció su lucha por “Visibilizar lo silenciado”. El aspirante a heredero de Moctezuma, ese ser rechoncho y con aspecto de mal bañado, Andrés Manuel López Obrador ha proclamado la necesidad de “Reparar la historia”.
Atención, que tales desbarres no son patrimonio de América. El hijo de la señora Putin, Vladimir lo mientan, proclama la necesidad de “Defender el relato patriótico”. En el Lejano Oriente el todopoderoso Jinping clama: “La historia debe inspirar al pueblo y fortalecer la confianza nacional.”
La querida España no se podía quedar atrás y por eso vimos al egregio prócer José Luis Rodríguez Zapatero en el año 2007 impulsar la Ley de Memoria Histórica, destinada a reconocer a las víctimas del franquismo. Fue tajante: “España tiene una deuda con quienes sufrieron persecución o violencia durante la Guerra Civil y la dictadura.” Más tarde, en 2022, su compinche Pedro Sánchez, ese vermífugo indestructible, amplió dicho regüeldo legislativo con la Ley de Memoria Democrática. Su argumento fue: “la democracia española no puede asentarse sobre el olvido.”
La historia se ha convertido en una dama manoseada y abusada sin disimulos y con brutal procacidad. Y no es nuevo. El 7 de octubre de 1571 en el golfo de Patras, tuvo lugar la Batalla de Lepanto. Allí una coalición de navíos del mundo católico se enfrentó a la armada del Imperio otomano. La llamada Liga Santa había sido impulsada por el Papa Pío V, y junto a los Estados Pontificios estaban el Imperio español, la República de Venecia, la Orden de Malta, la República de Génova y el Ducado de Saboya. Todos ellos bajo el mando de Don Juan de Austria, hijo bastardo de Carlos V, en consecuencia, hermano de Felipe II, quien tuvo que lidiar en el entretanto con una verdadera colección de egos, uno más insoportable que el otro.
Al campo naval se presentaron los turcos con 230 barcos de guerra. Al frente estaban 208 embarcaciones. Don Juan de Austria dirigió sus fuerzas de tal manera que, contra todo pronóstico, venció a la flota pagana. Ese triunfo fue determinante para poner fin al control que tenían sobre el Mediterráneo los hombres de Selim II, y fue un freno innegable a su expansión que parecía inminente.
El comandante Don Juan fue el líder indiscutible de esa victoria, lo cual no fue más que un trago amargo a futuro. Casi de inmediato se escucharon voces críticas contra las decisiones tomadas, ya que ellas habían puesto en peligro a todo lo que ahora conocemos como Europa. Numerosos personajes “cuerdos y juiciosos”, al día siguiente de su victoria, se estremecían aterrados imaginándose una derrota que hubiera permitido a los turcos perseguir cristianos hasta Nápoles o la mismísima Civitavechia. Un año más tarde un figurón de la corte como don García de Toledo, confesaba que todavía temblaba de pensar que Juan de Austria se lo había jugado todo a una carta, lo que era la única defensa de Italia y la cristiandad.
Por su parte, el estratega triunfador dijo que en esos momentos solo pensaba en que no podía defraudar a su hermano, ni a Venecia, ni a la Santa Sede, sin perder el nombre y el honor.
Pienso en todo esto y no puedo evitar pensar en María Corina Machado y Edmundo González, así como en la enjundiosa reata de asnos que tratan de cocearlos, mientras rebuznan enfebrecidos. Han sido cortados con la misma tijera que Pedro “Begoño” Sánchez y Zapatero, que no remendón porque no atina ni a atarse el calzado, que andan de voceros impolutos de la decencia hecha gobierno. ¡A tomar ya saben por dónde! Aquellos y estos. Los países, pese a todo ellos, siguen avanzando sobre el abandono y las mutilaciones.
© Alfredo Cedeño
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