
Por HORACIO BIORD CASTILLO
Alfredo Coronil Hartmann-Viso fue un hombre de sentimientos auténticos, abierto en sus ideas, afable, conocedor como pocos de la Venezuela contemporánea, comprometido con su futuro. Alfredo era un incansable soñador de una Venezuela que recogiera sus mejores tradiciones y se proyectara a una época nueva y distinta, con los ajustes, cambios y rectificaciones necesarias, orientadas a lograr el bienestar de los venezolanos siempre bajo el signo de la libertad y la democracia.
Intelectual sin sosiego, Alfredo Coronil fue testigo privilegiado de la historia política y cultural de Venezuela en la segunda mitad del siglo XX. Descendiente de ilustres linajes guariqueños, Alfredo era hijo de doña Renée Hartmann-Viso, una mujer de temple como las llaneras calaboceñas y segunda esposa de Rómulo Betancourt. Esa cercanía con Betancourt hizo de Alfredo, a través de su madre, un interlocutor constante y predilecto de un hombre que atravesó el devenir venezolano por más de medio siglo, desde la generación de 1928 hasta los días anteriores a su muerte, ocurrida en 1981. Esa cercanía potenció la sensibilidad y la agudeza de Alfredo como analista e intelectual. En efecto, conoció y trató a hombres y mujeres de relevancia, supo de entretelones y maniobras y, por supuesto, bebió de sus mayores la rectitud y los afectos.
Alfredo, por encima de intelectual y conocedor de la política, fue un poeta. Con motivo de un recital y conferencia sobre su poesía celebrado en Caracas el 11 de julio de 1973, exponía sus primeras aproximaciones a la poesía: “Me sería muy difícil precisar en qué momento empecé a interesarme por la poesía, seguramente el día que aprendí a leer. El primer poeta que recuerdo es Francisco Lazo Martí. Sin embargo, a pesar de mi interés por el género, nunca me soñé a mí mismo poeta, mi pasión y mi vocación era la Historia” (pp. 71-72). De hecho, al incorporarse como individuo de número de la Academia Venezolana de la Lengua en junio de 2025 reafirmó esa idea al exponer que nunca imaginó que ingresaría a la Academia de la Lengua sino más bien a la Academia de la Historia en virtud de sus intereses por el estudio de los vericuetos del pasado venezolano, de muchos de los cuales fue testigo directo o privilegiadamente indirecto.
Alfredo reconoce que siendo adolescente escribió sus primeros poemas. No obstante, puntualiza que “mi encuentro con la poesía no volvería a producirse sino a los 20 años; empecé a escribir como una manera de aliviar la tensión y la angustia interiores, sin pensar jamás en publicar mis poemas, ni muchísimo menos en que yo pudiera ser poeta”. Y de inmediato añade algo que a muchos también nos ofende: “Siempre he tenido un respeto reverencial por la poesía y me ha costado mucho acostumbrarme a que en Venezuela se dice ‘poeta’ a todo el mundo” (p. 72-73).
Esa fuerza y esa convicción de sentirse verdadero poeta lo expresa en el poema “Rosa de espadas”, de su primer libro que lleva justamente el nombre de ese poema: “Y desde entonces tuve que soportar tu estancia, / tus caballos pastando en mi silencio, / tu cielo por mi frente” (p. 74). No se detiene allí su impulso y continúa “de las aguas pesadas de la noche / mi pecho es un oscuro recipiente: / hay semillas vacías, veranos herrumbrados, / rosas que no abrirán al aire en su contorno, / retratos desvalidos, juguetes que perdieron / su eficacia, palabras que olvidaron / sus llaves en el tiempo, / frutas que no devuelven la hierba de la infancia, / un pasillo minado de fantasmas, / el cuarzo del azúcar, / las espadas” (p. 77).
De forma poética, Alfredo también precisa lo que tiene que ser un hombre auténtico: “Ahora bien, si el poeta como hombre debe y tiene que sentir los dolores y las angustias colectivas, y asumir las responsabilidades que de ella se derivan hasta donde su conciencia se lo imponga, su obra no tiene que ser necesariamente un instrumento de lucha. Lo importante, lo único realmente importante, es que tanto la obra como el hombre sean auténticos. Que la obra sea la expresión del hombre frente a su mundo interior o exterior” (p. 79).
El poeta se revela a sí mismo y revela el carácter esencial y a la vez intimista y asombroso y turbador de la poesía: “Para mí la poesía está por encima de toda consideración transitoria y toda conveniencia. Jamás he planificado un poema, la mayoría de las veces no tengo la menor idea de lo que voy a escribir cuando me siento frente a la máquina. Y justamente prefiero escribir en máquina —y en máquina eléctrica— porque la rapidez del instrumento me permite no interrumpir mis pensamientos y casi podría decir que hay un ser interior que dicta los poemas sin que yo pueda medirlo ni coaccionarlo y que solo cuando termino de escribir y leo esas palabras extrañas que están sobre el papel es que empiezo a tomar conciencia de lo escrito” (p. 82). La poesía puede sorprender al poeta en su rol inicial de transcriptor de una voz poderosa que lo toma en un estado alterado de conciencia como es el arrebato creativo.
Finalmente, Alfredo decía que “he tratado hasta donde es posible, que mi poesía sea expresión espontánea y directa de mi necesidad de creación. No pretendo con ello en ningún caso negar la necesidad del rigor y del trabajo poético, y mucho menos justificar la falsa espontaneidad, que muchas veces no es más que la máscara de la incultura o la desidia. Muy por el contrario, selecciono rigurosamente los poemas que publico, para que satisfagan al menos mis propias exigencias estéticas y conceptuales. Pero lo que no acepto es que, el oficio, la maestría, el dominio de los recursos del lenguaje y del efecto, conviertan al poeta en un orfebre, en un artesano, si se quiere sublime del arte poético” (pp. 82-83)
Una visión final de la poesía se sintetiza en estas palabras: “Todo verdadero artista debe preservar la autenticidad de su expresión creadora y, mientras mayor sea su dominio y conocimiento de su particular disciplina, más celosamente debe vigilar para que su obra, por imperativos de la moda, las ideologías y, en algunos lamentables casos, hasta de las conveniencias, no se convierte en un producto de consumo prefabricado, cuya presentación puede ser impecable, pero que en ningún caso puede considerarse arte” (p. 83).
El joven poeta Alfredo Coronil veía la poesía como un arte auténtico y fluido en su expresión, sin artificios innecesarios, clara como un manantial.
Coronil Hartmann, Alfredo. 1984. En el ojo del huracán. Vol. 1. Caracas-Bogotá-Santiago: Sociedad de Ediciones Internacionales.