Alfredo Coronil Hartmann: política y poder

“La vida de Alfredo no se explica sin la presencia de Betancourt desde su adolescencia (…) Rómulo estaba allí, en la existencia cotidiana del joven intelectual, y era el objeto de una genuina admiración”
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Por CARLOS BLANCO

Apelo a las tierras movedizas de mi memoria para recordar a Alfredo en este tiempo de su viaje final a Ítaca.

Fuimos compañeros de estudio en la primaria del Santiago de León de Caracas, colegio entrañable donde encontramos a Rafael Vegas y a Diana Zuloaga como ductores y amigos. Destaco el ambiente que allí prevalecía, en el cual hubo lugar para la formación cívica y la presencia de estudiantes provenientes de diferentes estratos sociales. En ese marco, aconteció el memorable enero de 1958 cuando la dictadura de Pérez Jiménez fue derrocada. En ese momento la politización del país alcanzó cotas impresionantes y el debate se convirtió en hábito en hogares, escuelas, clubes, y grupos sociales de todo tipo. Nosotros, niños en camino a la adolescencia, fuimos tocados por la vara mágica del país que se inauguraba ante nuestros ojos asombrados.

Allí, en ese colegio, coincidimos muchos hijos de políticos que habían luchado en contra del dictador derrocado. En el caso nuestro, fuimos varios los hijos de adecos o cercanos a AD, que allí coincidimos: Alfredo Coronil, Gustavo Dubuc, Edgar Brito, Luis Troconis Vezga, Alberto Federico Ravell, Eduardo Mayobre, Luis Aquiles Mejías y yo, entre otros. En el ambiente eufórico de 1958 los exiliados fueron llegando y los hijos de algunos de ellos encontraron acogida en ese colegio. Era un entorno en el que podíamos estar en contacto directo con quienes, en virtud de la nueva libertad, eran figuras que representaban la resistencia frente a la opresión, y eran emblemas del futuro que se avecinaba. Nos hicimos adecos por herencia o por contagio y, por supuesto, Rómulo Betancourt era el centro de nuestra admiración. No había mitin, encuentro, reunión en las casas del partido en los que no estuviéramos presentes.

La admiración por Betancourt se convirtió en una poderosa referencia que generó la paradoja de unos jovencísimos individuos tuvieran una adhesión afectiva y también política a la llamada “vieja guardia” de AD que gravitaba alrededor del líder. En este vibrante período fundamos el “comité 13 de febrero” de AD (el 13 de febrero de 1959 Rómulo había tomado posesión de la presidencia de Venezuela), en la urbanización La California, en la casa de Blanquita Canache, muy cerca de donde vivían Alfredo, su mamá, y sus abuelos maternos. Quien esto escribe vivía en la misma calle.

La militancia

Pronto, Alfredo se convirtió en un político de verdad. Trabajó con dedicación en lo que entonces era el Distrito Sucre del Estado Miranda, y el centro de la actividad era la casa distrital del partido. Lo recuerdo en arengas en reuniones de los barrios, en discursos bien hechos y dichos con emoción, en muchas participaciones ante los dirigentes. En esos tiempos, dirigentes como Edmundo Sánchez Verdú, Octavio Lepage, Salom Mesa, entre otros, abrieron camino para ese extraño fenómeno de jóvenes convertidos en oradores y dirigentes. Alfredo era el mayor del grupo, con 15 años en 1958.

En ese trabajo juvenil se desarrolló su formación como político. Siempre me llamó la atención que ya de muchacho venía con una educación envidiable desde el exilio en el que estuvo con su mamá, Renée Hartmann. Discurría sobre libros que lo habían impactado y personajes que tenía de referencia: recorrían su memoria Antonio Machado, especialmente a través de su alter ego Juan de Mairena; Herman Hesse tal vez el autor con cuya obra de exploraciones, misticismo y soledades, se identificara más por un tiempo largo, en su época de formación intelectual. Benjamín Disraeli, el ingenioso y sarcástico primer ministro del Reino Unido, y el turbulento Mirabeau, brillante orador de la revolución francesa, dotaron a Alfredo de una intensa admiración por el buen decir, no exento de la diatriba en la política; tal vez en estos personajes encontró la fuente de su rechazo a la ordinariez en el habla del poder en Venezuela.

El ambiente de su infancia y adolescencia era el de la política. Sus padres fueron luchadores clandestinos y sus amigos y compañeros eran militantes de la resistencia contra la dictadura como Alberto Carnevali, Octavio Lepage, Leonardo Ruiz Pineda, Débora Gabaldón y, por supuesto, Rómulo Betancourt, entre muchos otros.

Rómulo

La vida de Alfredo no se explica sin la presencia de Betancourt desde su adolescencia. Rómulo era amigo de su mamá, Renée Hartmann, “la doctora”, como se la titulaba con afecto y deferencia. Entre Rómulo y Renée se desarrolló una relación amorosa de muchos años que condujo al matrimonio después que concluyó el período presidencial en 1964. Rómulo estaba allí, en la existencia cotidiana del joven intelectual, y era el objeto de una genuina admiración, de quien aprendió mucho, pero que a mi manera de ver tuvo dos impactos limitantes.

En primer lugar, Alfredo dejó muchas veces de ser él —aunque no fuese por voluntad propia— para ser el hijastro de Rómulo. Se podría decir que esa relación le abría puertas; pero, sin duda, le recortaba las alas a quien era un personaje de extraordinaria inteligencia, inmensa sensibilidad, y vasta cultura. En segundo lugar, la idea de que Rómulo y su mamá tuviesen amores no la procesó al comienzo con facilidad.

AD

Alfredo tuvo una militancia en Acción Democrática que lo llevó a ser miembro de variados organismos, así como de la dirección nacional; especialmente en el área internacional. Había sido adeco desde siempre, aunque luego, las encrucijadas y dilemas de la política le hicieron la militancia complicada, y el camino que había sido empedrado, pero claro, se le volvió incierto. Llegó un momento en que no supo ser adeco porque su partido dejó las fidelidades antiguas. La política, por la que había sentido tanto fervor, se le perdió en el camino. Sin embargo, estimo que encontró otro refugio.

En su juventud fue un agnóstico; recordaba decires de sus mayores en Calabozo con tono volteriano en contra de la Iglesia, sus santos y sus curas. Sin embargo, los años, la viudez que tanto lo afectó, la soledad y las nostalgias, le abrieron la paz de la fe católica en la que se refugió con la compañía de su amigo más cercano, Robert Gilles y de varios sacerdotes cuyas conversaciones puedo imaginarme, profundas y divertidas.

El encuentro con el fin

Alfredo viajó sereno al encuentro con la muerte. Entendió su proximidad y la vio, sin miedo y sin desafío. Habló de ella, con la calma de quien maneja su destino. Sabía de su cercanía porque los achaques se habían multiplicado; entonces comenzó a disponer de libros y escritos, también de sus pequeñas cosas, con la ayuda de sus fieles amigos, Robert Gilles y Eduardo Blanco Larrazábal.

Alfredo conoció la pobreza. Comenzó a vender mucho de lo que tenía de valor, aunque tuvo el apoyo de de afectos antiguos y recientes. Recuerdo que la estilográfica que le regaló John Kennedy a Rómulo, y que este le había regalado a Alfredo, fue vendida para subvenir sus necesidades. Así ocurrió con muchas otras cosas. Estaba realmente en estado de necesidad, lo que llevó a una búsqueda de aportes a través de un GoFundMe que dolió en el alma al propio Alfredo, a sus amigos y familiares. No. No se hizo rico: se hizo pobre.

Su casa se llama Ítaca por el poema de Kavafis. Ahora le diría a mi querido Alfredo, con el poeta:

“Ítaca te brindó tan hermoso viaje.

Sin ella no habrías emprendido el camino.

Pero no tiene ya nada que darte.

Aunque la halles pobre, Ítaca no te ha engañado.

Así, sabio como te has vuelto, con tanta experiencia,

entenderás ya qué significan las Ítacas”.

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