
Por FEDERICO VEGAS
Dos tipos de envidia
Lo primero que quisiera entender, y espero compartir, es la creciente envidia que he sentido al leer la novela de Suniaga, El Pacificador. Es extraño llegar a sentir placer por ser envidioso, pero ciertamente me ha hecho bien esta inesperada sensación y voy a intentar explicar cuál creo que es su origen, su naturaleza, propósito y posible redención.
Francis Bacon tenía un punto de vista muy crítico frente a la envidia, la consideraba el más insidioso y continuo de todos los sentimientos. Sus críticas suenan peor en latín: Invidia festos dies non agit: “La envidia jamás se toma unas vacaciones”. Ciertamente se trata de un sentimiento que alebresta pasiones y hasta fanatismos.
Le pregunté a un amigo cual es la palabra más parecida a “envidia”, y comenzó a enumerar emociones tremebundas:
—La grima, los celos, la dentera, el odio, la tirria, una secreta arrechera…
Tuve que interrumpirle:
—No estoy buscando sinónimos, sino juegos con las mismas letras, como las deliciosas “endivias”.
Y estaba hablando en serio, pues algo así sentía, un sentimiento grato, natural, franco, regenerador, que va bien con un buen aceite de oliva y algo de vinagre balsámico.
En su Tratado de la desesperación Kierkegaard transita las variantes que recitó mi amigo:
La envidia es una admiración que se disimula. El admirador que siente la imposibilidad de experimentar felicidad cediendo a su admiración, toma el partido de envidiar. Entonces emplea un lenguaje muy distinto, en el cual lo que en el fondo admira ya no cuenta, no es más que insípida estupidez, rareza, extravagancia. La admiración es un feliz abandono de uno mismo; la envidia una desgraciada reivindicación del yo.
El primer párrafo de esta letanía de Kierkegaard nos abre la rendija de una esperanza: si la envidia es una admiración que se disimula, también podría llegar a ser una admiración que se congratula. Esta incipiente posibilidad se confirmó al buscar en un diccionario etimológico el origen del término. Envidia proviene del latín invidia, derivado de invidere: in (hacia el interior) y videre (ver). Comprendo que este “ver nuestro propio interior’, gracias a lo que admiramos, puede convertirse en un “mirar con malos ojos” e incluso generar una suerte de franca hostilidad. Digamos que este es el caso de una envidia maluca, malsana, pero insisto en que también puede existir, o subsistir, un mirar con buenos ojos la fuente de nuestra emoción; en mi caso, la lectura reciente y aún sin asentarse de la novela El Pacificador.
También encontré en un ensayo con ínfulas científicas que la envidia surge y se desarrolla en la corteza prefrontal, órgano que en la juventud se encuentra en pleno desarrollo. Con los tres cuartos de siglo que he vivido puede que esa corteza ya sea algo más madura y sensata, lo que explica mi sindéresis. O simplemente mi prefontalidad se está haciendo menos eficiente y ya no tengo la vitalidad ni la pasión de los envidiosos.
El chiste, el chisme y la novela
Voy a tratar de explicar otras meditaciones que han surgido mientras leía El Pacificador. No me refiero a lo leído y disfrutado, sino a las preguntas que han ido surgiendo sobre el sentido que tiene la literatura en nuestras vidas. ¿De dónde brotan y hasta dónde pretenden llegar las novelas?
Pienso que en el origen de la literatura se encuentran los chistes y los chismes. Ciertamente en los comienzos de mi vida esas breves narraciones fueron parte importante de mis primeros intercambios orales y seguramente influyeron en mis primeros escritos.
Entre estos dos géneros hay una diferencia fundamental.
En el chiste solo importa lo que sucede, no a quién le sucede. El protagonista puede ser un campesino, un cura, un personaje de quien sabemos muy poco.
En el chisme lo importante es a quién le sucede. No suele haber chismes sin nombres propios y hasta apellidos. Cuando decimos que vimos a Juan y María saliendo del hotel Tamanaco, no parece el inicio de algo interesante, pero, sí sabemos que Juan es el cuñado de María, ya todo cambia. Estamos entrando en la intimidad de nuestro prójimo, en un reino que puede ser fascinante e incluso aleccionador, sin embargo, está intromisión en las vidas ajenas suele ser mal vista. Los cuenta chistes son celebrados, los chismosos suelen ser despreciados, aunque usen la coletilla “te lo cuento tal como me lo contaron”.
Podríamos decir que el chiste es el padre del cuento y el chisme el padrino de las novelas.
Partiendo de una manifestación básicamente oral, los cuentos se fueron adentrando y enriqueciendo en el silencio y la soledad que la literatura exige, proyectándose a situaciones más profundas y manejando un mayor rango de efectos.
Los chismes, centrados en pasiones más reales, con sus enredos y matices, pueden haber sido el comienzo de dramas más extensos que exigen a los personajes revelar su interior mientras observan y son observados.
Cuando le confesé a mi hija Alejandra cuánto me costaba leer a Marcel Proust (sentía que el “tiempo perdido” era el mío), me sugirió:
—Concéntrate en disfrutar con sus chismes y te irá mejor.
Stendhal concebía a la novela como “un espejo que se pasea por un ancho camino”.Esta cita nos asoma a una visión con serias intenciones de ser valiente y verdadera:
Tan pronto refleja el azul del cielo ante nuestros ojos, como el barro de los barrizales que hay en el camino.
¡Y el hombre que lleva el espejo será acusado por ustedes de ser inmoral! Más justo sería acusar al largo camino donde está el barrizal y, más aún, al inspector de caminos que deja el agua estancada donde se formen los barrizales».
Ya que hablamos de espejos y de reflejos, vamos a asomarnos brevemente a la refracción que nos plantea Borges en su poema Cambridge:
Somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos.
Aquí nos estamos adentrarnos en un género más difícil de definir, la poesía. La novela histórica tiende a evitar las quimeras, lo inconstante, los fragmentos, e intenta ceñirse a un espejo continuo, coherente.
Pensando en esto, hace más de una década le comenté a Suniaga:
—La novela es un instrumento para enfrentar el poder desde la derrota.
Agitado por la dosis de política y optimismo que le quedan en la sangre, me preguntó:
—¿Y por qué desde la derrota?
—¿Acaso no te das cuenta? ¡Tú eres un experto! Piensa en el alemán en Margarita de La otra isla, en Diógenes Escalante en el hotel Ávila (El pasajero de Truman). Y no quiero pensar en tu nueva novela. Con ese título, Esta gente, tus protagonistas van a llevar más palo que el Pobre negro de Gallegos.
Este recuerdo me lleva a otra frase: “La historia la escriben los ganadores. Las novelas los perdedores”.
La primera estrofa es de Churchill, la segunda, hasta donde sé, surgió en aquella lejana conversación sobre nuestras derrotas. El caso es que Suniaga, años después, se buscó al derrotado más notorio en la historia de nuestra América: el pacificador Pablo Morillo. Ya su apellido nos asoma a una aventura que tiene que ver con fuego y aguante; basta con revisar el diccionario:
Morillo: cada uno de los caballetes de hierro que se ponen en el hogar para sostener la leña.
Historia e histeria
Ahora que apareció la palabra historia vamos a asomarnos a la enorme diferencia entre lo que significa para los latinos y para los angloparlantes.
Los diccionarios de habla inglesa coinciden en que “la historia es el récord cronológico de eventos significativos, fundamentalmente colectivos”. Solo se aplica a los individuos en el recuento de su estado de salud: “Historia médica”.
En los diccionarios de nuestra lengua hay una gama impresionante de alternativas:
Narración y exposición de los acontecimientos pasados y dignos de memoria, sean públicos o privados.
—Relación de cualquier aventura o suceso.
—Narración inventada.
—Mentira o pretexto.
—Cuento o chisme.
Resultan avasallantes estas tendencias que desvirtúan la naturaleza colectiva, amalgadora, referencial de eso que solemos llamar “nuestra historia”.
Para las historias privadas, inventadas, falsas, o los cuentos y chismes, el inglés te obliga —si quieres que te entiendan— a utilizar la palabra story, un término que para convertirlo en un cuento hay que añadir una medida: short story. El West Side de Nueva York no califica para tener una historia y por eso el musical con música de Bernstein que se desarrolla en sus calles se titula West Side Story.
En Alias Grace, la enigmática y paradójica novela de Margaret Atwood, nos asomamos a lo difícil que resulta definir nuestra propia historia, íntima y personal:
Cuando estás en el medio de una historia no es realmente una historia, sino una confusión, un oscuro rugido, una ceguera, restos de vidrios rotos y maderas astilladas; como una casa en un torbellino, o como un barco aplastado por los icebergs o arrastrado por fuertes corrientes mientras la tripulación no puede controlarlo. Es solo después que puede convertirse en algo parecido a una historia. Cuando te la estás contando a ti mismo o a otra persona.
Veamos este texto en la versión original:
When you are in the middle of a story it isn't a story at all, but only a confusion; a dark roaring, a blindness, a wreckage of shattered glass and splintered wood; like a house in a whirlwind, or else a boat crushed by the icebergs or swept over the rapids, and all aboard powerless to stop it. It's only afterwards that it becomes anything like a story at all. When you are telling it, to yourself or to someone else.
En estas líneas me resulta tan extraña la palabra story después de haber leído la traducción al español.
La primera vez que me asomé al peso que tiene esta diferencia entre nuestra historia íntima y nuestra historia colectiva fue gracias a una frase que le escuché a Julio Ortega. La soltó, o me la regaló, como si se tratara de un divertido juego de palabras:
—La historia nos desune, las historias nos unen.
Y tiene tanta razón. Bastante se ha insistido en que la historia la escriben los vencedores, y, en consecuencia, margina a los vencidos. “La victoria tiene cien padres, la derrota es huérfana”, decía Napoleón, tanto que los fantasiosos novelistas se encargan de narrarlas. De las victorias que se encarguen los historiadores.
Es muy posible que una versión única de la historia (history), impuesta sutil o legalmente, tienda a separarnos. En cambio, si alguien, vencedor o vencido, nos cuenta su particular historia (story), una entre muchas, puede que logre conectarse con nuestros sentimientos, con nuestra necesidad de escuchar y ser escuchados, de reflejarnos para intentar entendernos.
Suena bien como posibilidad, pero también resulta azaroso, fortuito, el carecer de una historia que respetemos colectivamente, al punto que solemos rechazar las mentiras diciendo: “No me vengas con historias”. Digamos que toda historia nos resulta sospechosa.
Andrés Cardinale me dijo una vez:
—Los pueblos tienen historia mientras sean capaces de imaginarla.
Me apasiona esta visión que incluye las interpretaciones, los sueños y hasta las alucinaciones, pero aquí puede estar la raíz de nuestro problema, un exceso de imaginación, que la Real Academia acepta y hasta promueve con tantas acepciones. El diccionario italiano llega aún más a fondo, pues incluye Affermazione falsa, bugia, fandonia. De la fandonia a las calumnias queda poco por transitar.
Estos enredos y excesos acercan la historia a la histeria. Según López-Pedraza, la histeria bloquea el acceso a "la conciencia de fracaso", al sentido y las lecciones que implica fracasar. Jung semejaba la histeria a una plataforma donde rebotan todos los aconteceres impidiendo que estos pasen a formar una vivencia psíquica y puedan transformarse en experiencias. Según esto, Lopez-Pedraza propone que:
Todo lo que acontece se queda en la superficialidad de esa histeria, no llega a tocar abajo, a los pedazos de la historia personal ni a la historia del hombre sobre la tierra.
¿Por qué razones la historia política tiende a ser tan dúctil y permisiva para los latinos y tan rigurosa y excluyente para los anglosajones? No tengo una respuesta. Habría que ir a los orígenes y sus ramificaciones. Lo cierto es que la historia política del Federalismo de Estados Unidos y la Monarquía Parlamentaria de Inglaterra se caracterizan por una insólita continuidad. Pensemos ahora en el extremo opuesto, en los cambios de los sistemas políticos que sucedieron a lo largo de los siglos XIX y XX en España, Francia, Italia, incluso en Alemania, y con frenesí en casi todos los países de América Latina.
Si es verdad que la visión de nuestra historia se ha ido haciendo una herramienta de poder, ¿cómo debemos situarnos los venezolanos ante ella, ahora que nuestras historias intimas y colectivas, ciertas e imaginarias, andan de su cuenta; unas veces enloquecidas y otras moribundas, o sin terminar de procrear, o comenzando a devastarnos.
Hay dos actitudes que el poeta W. H. Auden rechaza por incompletas: la del perezoso que relaciona su presente sólo con el pasado, y la del impaciente que lo hace sólo con el futuro. Tengo la impresión de que los venezolanos no logramos ver hacia atrás debido a una grave inflamación en las fibras del presente, una suerte de “presentitis aguda” generada por irritación y reiteración. Al mismo tiempo vamos perdiendo la capacidad de imaginar un futuro, de articularlo con nuestro pasado y nuestro presente, siendo la principal víctima de este proceso la capacidad de reconocernos, de ubicarnos, de situarnos con sensatez en nuestra enrarecida historia.
Hemos pasado demasiado tiempo sumidos en una ciega confusión de rugidos mientras nuestro mareado epicentro, esa fuente misteriosa desde donde tratamos de interpretar nuestras vidas, continúa siendo arrastrado por corrientes que no logramos controlar. Debemos asumir sin complejos la borrosa y confusa frontera que establece nuestro idioma entre la historia y el cuento, la realidad y la ficción. Por demasiado tiempo hemos estado sumidos en una ciega confusión de rugidos y oscuridad. Mi alma, esa fuente misteriosa desde donde trato de interpretar mi vida y convertirla en una narración coherente, ha sido arrastrada por corrientes que no logro controlar. Y ahora, cuando parecía amainar la tormenta y haber la calma suficiente para empezar a entender qué nos está sucediendo y elaborar una historia sensata y compartida, encuentro que hemos comenzado a enfrentar obstáculos aún más terribles, más sórdidos, más dolorosos.
En unas elecciones de resultados sorprendentes, aleccionadores, heroicos, reapareció la posibilidad de escribir una gesta que nos unifique y de sentido y propósito a todas nuestras historias personales junto a la historia de Venezuela. La prodigiosa expresión del valor redentor de una victoria electoral ha sido vejada, pero su testimonio seguirá vigente.
Sobre El Pacificador
Antes de terminar quiero agradecer a Suniaga por su novela. Me ha hecho disfrutar y pensar, y releer, y entonces disfrutar y pensar aún más.
Cuando una novela nos encanta queremos insertarnos en sus líneas, anotar comentarios, imaginar cambios. Pareciera estar viva, mostrando otras caras, otras posibilidades.
Pido perdón por mi atrevimiento, pero yo hubiera comenzado y terminado con el encuentro de Morillo y Bolívar en Santa Ana, durante aquella noche que durmieron (quizás muy poco) en dos hamacas y en la misma habitación. Suniaga sugiere que los dos generales llegaron a una gran intimidad por una razón muy lógica: ya la suerte estaba echada y la guerra tenía el pronóstico de un final. Suniaga nos cuenta que, quienes estaban en otros recintos, escuchaban risas y el silencio de secretos.
Hablando con Suniaga sobre la posibilidad de haber “grabado” las conversaciones del Pacificador y el Vencedor, me contó que en los inicios de su proyecto el título era algo así como Dos hamacas en Santa Ana. ¡Cuánto necesita Venezuela de diálogos entre los que tienen el poder de la fuerza y quienes tienen la fortaleza de los votos! ¡Cuánto necesita nuestra historia el ser fidedigna, colectiva, persistente, amada y respetada, nutrirse de acontecimientos verdaderas y no solo de histerias, chismes y chistes demasiado largos y reiterativos.
*El pacificador. Francisco Suniaga. Editorial Alfa. España, 2024.