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La democracia plebiscitaria

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“La idea de democracia implica ausencia de jefes”.
Hans Kelsen

“El pueblo no puede ser representado; solo puede
estar presente como presente, como pueblo
verdaderamente reunido, existe en la democracia
pura con el mayor grado posible de identidad”.
Carl Schmitt

“En definitiva, siempre habrá jefes”.
Mao Tse-tung

La democracia liberal intentó desde sus orígenes, a finales del siglo XVIII,  limitar el poder de los gobernantes. A tal efecto diseñó la Constitución con sus grandes dogmas, los derechos individuales (anteriores y superiores al Estado) y la división de poderes, con el propósito de proteger las libertades de las asechanzas tentadoras del poder.  Ironías del destino, la relación liberalismo y democracia fue siempre una relación tensa, donde la segunda, bajo el principio de la soberanía del pueblo y la participación popular ha terminado imponiéndose sobre la primera. Como consecuencia de esta batalla las constituciones de nuestro tiempo han incorporado en su seno instituciones participativas, como los referendos y una variada gama de consultas populares, que han roto las esclusas que pretendieron imponerles, ayer y hoy, los defensores de la democracia liberal.

La batalla de ideas entre la democracia liberal y su antítesis, que comenzó como democracia total, bajo la consigna “los problemas de la democracia se resuelven con más democracia”,  que  degeneraría  en democracia totalitaria tanto en la Rusia soviética como en sus epígonos,  confrontó en dura polémica, bajo el paraguas tormentoso de la República de Weimar en los años veinte y principios de los treinta del siglo pasado, a dos titantes de la ciencia jurídica y política de nuestro tiempo, Hans Kelsen y Carl Schmitt; el primero por sobre todo un liberal partidario del parlamentarismo pluralista, y el segundo, promotor de un presidencialismo legitimado en sus acciones y decisiones directamente por el pueblo sin intermediación representativa. Ya unos años antes, Max  Weber, aunque hombre de convicciones liberales, antevió los límites de la legalidad como sistema de legitimación en situaciones de crisis política, que solo podían ser resueltas por líderes carismáticos legitimados directamente por el pueblo.

Lo cierto es que en la actualidad  predomina en la tradición de Occidente (la cuna del liberalismo), una tendencia irrefrenable a favor de reconocer en sus textos fundamentales instituciones participativas  que autorizan a los gobernantes a legitimar sus acciones y decisiones directamente por el pueblo, lo cual plantea la tentación del Poder Ejecutivo (con especial fortaleza en los regímenes presidencialistas) en erigirse en el poder superior del Estado, haciendo añicos la división de poderes, minimizando, incluso ignorando, la ahora superada  jerarquía de las judicaturas y los parlamentos.

En suma, una consecuencia no deseada dirían algunos, las nuevas democracias son cada vez menos representativas, pero tampoco por ello más participativas, pues han pasado a ser más bien democracias plebiscitarias, donde los gobernantes cada vez tienen menos límites en el control del poder, asemejándose a los viejos autoritarismos plebiscitarios que en la época moderna inauguró Napoleón Bonaparte.

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