
“Ya desde el comienzo de la novela vemos al ingenioso hidalgo como lector incansable, especialmente de los libros de caballerías en los que ‘con tanta afición y gusto’ se enfrasca, pasando ‘las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio’, hasta perder la cordura. Como sabemos, ello mismo lo conduce a tomar la firme resolución de ‘hacerse caballero andante’, lo que en su convicción veía como lo más ‘convenible y necesario, así para el aumento de su honra como para el servicio de su república”
Por CRISTIAN ÁLVAREZ
Con el título de estas páginas me gustaría comenzar aludiendo a un par de imágenes que parecen responder en resonancia a un legado que la novela de Miguel de Cervantes propicia. En primer lugar, pienso en la acertada intuición de G. K. Chesterton cuando concibe como uno de los personajes centrales de su última novela, El regreso de don Quijote (1926), justamente a un peculiar bibliotecario de la antigua Abadía de Seawood, excéntrico y acaso un poco chiflado, que es además estudioso erudito de la muy lejana y antiquísima civilización de los primeros hititas. Desubicado en la acelerante modernidad de la Inglaterra de hace un siglo, aunque atento a los efectos en la problemática humana que aquella conlleva –con frecuencia nefastos, como la abismal inequidad social y las infames condiciones laborales que son consecuencias de una desaforada industrialización–, Michael Herne se nos presenta como un sorprendente heredero espiritual del hidalgo manchego al continuar en la vida real el rol dramático del valeroso rey caballero Ricardo Corazón de León, papel que ha practicado con un escogido atuendo medieval en el primer ensayo de una pequeña obra teatral organizada por un grupo amateur. De improviso, logra tal identificación con la idealidad caballeresca que encarna aquel rey y su leyenda, que se ve impulsado a la salida de su mundo libresco tras la consecución de la justicia y el bien común, convirtiéndose así en el protagonista de una sugestiva aventura en el ámbito de una comarca inglesa.
Continuando con el título, una segunda imagen me lleva a vincularlo con la introducción tan personal de John Steinbeck a su libro Los hechos del Rey Arturo y sus nobles caballeros (1976). El autor estadounidense nos habla curiosamente sobre su propia vivencia al recordar lo duro que fue para él aprender a leer, pero aquel tormento inicial de la obligada actividad lectora se transformó en súbita maravilla de imaginaciones, anhelos y valores, cuando recibió de niño, como un inesperado regalo, el libro Morte d’Arthur de Sir Thomas Malory, en una hermosa versión ilustrada de la edición que publicara William Caxton hacia el final del otoño de la Edad Media. Aquella novedosa y apasionada lectura sobre los caballeros artúricos despertó en él un intenso amor por la lengua inglesa, con sus evocadores arcaísmos y desusadas palabras que en ocasiones originaban paradojas de intrigantes sentidos, y que asimismo daban imagen, forma y cuerpo al fascinante ambiente donde se desplegaban el coraje, las virtudes y también los vicios de los diversos personajes; un dibujo encantado y de ensueño no exento de violencia y de hechos a veces incomprensibles que inducían al descubrimiento del heroísmo como posibilidad humana y su vinculación personal con el sentimiento de noblesse oblige.
Libros que pueblan bibliotecas y asimismo su lectura, en la variedad estimulante para quien acude a la perpetua invitación de su visita con los atrayentes y prometedores puertos que permiten emprender viajes íntimos de imaginación y pensamiento, tanto aquellos volúmenes con la forma de paralelepípedo, así como la acción que posibilita descubrir la magia cifrada en sus páginas internas, van conformando un tema constante en la novela cervantina. Porque en verdad El Quijote, con su primera parte publicada en 1605 y la segunda que aparece diez años después –y que hoy leemos conjuntamente como una historia única con sus emblemáticos personajes–, constituye un libro especial sobre libros y la lectura (1). Y esa experiencia lectora descrita o referida en sus páginas se despliega además de modo inusitado en variantes e interpretaciones, desde una completa simpatía hasta las que son expuestas en agudas críticas, a la vez que se despega del texto que la refiere para saltar fluida y asombrosamente a la realidad que se nos narra e integrarse a ella como un ingrediente más.
Ya desde el comienzo de la novela vemos al ingenioso hidalgo como lector incansable, especialmente de los libros de caballerías en los que “con tanta afición y gusto” se enfrasca, pasando “las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio”, hasta perder la cordura. Como sabemos, ello mismo lo conduce a tomar la firme resolución de “hacerse caballero andante”, lo que en su convicción veía como lo más “convenible y necesario, así para el aumento de su honra como para el servicio de su república”. Pero también en ese capítulo que precede la primera parte se hace mención de lo que podríamos llamar una tertulia de crítica literaria, en la que el ingenioso hidalgo discute con sus amigos del pueblo, el cura Pero Pérez y el barbero maese Nicolás, acerca de una especie de ranking entre los mejores caballeros del mundo según sus cualidades, lo que no deja de incluir algún travieso comentario. Y estos mismos personajes, en los capítulos VI y VII, luego de la primera salida de don Quijote y su retorno a la aldea –ya “armado caballero”, sin duda de un modo gracioso y, aunque lo ignore, también espurio–, en la funesta creencia de que el origen de la locura del hidalgo se encuentra en su extremada afición por los libros de caballerías, efectúan el “donoso y grande escrutinio” de su biblioteca para que, en un como paródico “auto de fe”, se condenen o expurguen aquellos volúmenes. La dedicación en esta tarea que emprenden el cura y el barbero con tanto tesón escrutador es un proceso de selección con observaciones de juicio literario y exposición de argumentos sobre méritos y defectos de los libros que van cayendo en sus manos, un registro de títulos y páginas que deja traslucir simpatías, afinidades y también irónicos y divertidos comentarios. De esta forma, nueve libros de caballerías y cuatro de poesía van directo, a través de la ventana del aposento de la biblioteca de Alonso Quijano, al fuego de la hoguera que se ha encendido en el corral, junto con otros volúmenes que fueron lanzados para su quema “a carga cerrada” y sin revisar “por pereza del escrutiñador”. Apenas logran ser salvados del fuego cinco famosos libros de caballerías –sin embargo, dos de estos serán enviados a “reclusión”–, seis de poesía –incluyendo cuatro compuestos de versos épicos– y cinco novelas pastoriles, entre las que se halla La Galatea del mismo Miguel de Cervantes; a pesar de ser éste “grade amigo” del cura –o quizás por ello en esta jocosa y más exigente revisión–, su libro quedará recluso en la casa del barbero.
Más adelante en la novela, en el capítulo XXXII de la primera parte, de nuevo nos encontramos con otros títulos de libros en la venta de Juan Palomeque el Zurdo, los cuales se encuentran guardados en una vieja maleta olvidada por algún huésped viajero. Tres volúmenes impresos –dos libros de caballerías y una crónica de grandes y heroicos hechos de personajes históricos– y unos pliegos escritos “con muy buena letra” y sin firma encontrados en dicha maleta con la novela del Curioso impertinente –obra de Cervantes– componen una pequeña colección para la lectura y conversación de los huéspedes y habitantes de aquel establecimiento. Libros impresos y libros manuscritos coinciden sin mayores sobresaltos en el mismo momento, de igual forma como en nuestra contemporaneidad compartimos la lectura de obras en diferentes soportes, algunos impresos y otros en pantallas digitales. Además, como corroboración de esta natural coexistencia de formatos librescos, siguiendo el discurrir de la narración hasta llegar al capítulo XLVII, en el aforro de la aludida maleta se descubrirá otro libro manuscrito con el título Rinconete y Cortadillo, texto que integrará las Novelas ejemplares de Miguel de Cervantes, volumen cuya publicación impresa se llevará a cabo en 1613, ocho años más tarde de la edición de la primera parte del Quijote. Pero en adición a este pequeño inventario, la aparición de esos libros en la venta dará ocasión para lo que me gusta ver como una celebración de la lectura con sus diferentes matices y prácticas por parte de “toda la cuadrilla de don Quijote”, que, en la rica variedad de personajes plenos de vida y tipicidad, cultos o con diferentes niveles de educación y aun iletrados, expresarán sus pareceres y experiencias. Así lo cuenta el ventero cuando menciona cómo en “tiempo de la siega, se recogen aquí las fiestas muchos segadores, y siempre hay algunos que saben leer, el cual coge uno destos libros en las manos, y rodeámonos dél más de treinta y estámosle escuchando con tanto gusto, que nos quita mil canas”. Juan Palomeque habla también sobre su deleite al escuchar el relato de las luchas furibundas de los caballeros, mientras que Maritornes, la moza de servicio, y la hija del ventero se inclinan por los cuadros de intimidad y las “cosas de mieles” en los lances y las cuitas de las parejas de enamorados. En fin, una lectura en conjunto, que en el instante de efectuarse crea una comunidad que con atención disfruta y sueña mundos distintos. Pero este especial entretenimiento no constituye una mera mención que se hace de pasada por parte del ventero, sino que de una manera inusual toma lugar entre los capítulos XXXIII al XXXV de la primera parte del Quijote, cuando la cuadrilla que se aloja en la venta pide al cura que lea íntegramente y en voz alta la novela del Curioso impertinente. La lectura solo tiene una breve y súbita interrupción causada por la acción de don Quijote, que en sus sueños luchaba en camisa y con espada contra el gigante del país de Micomicón, mientras que en el aposento de la “realidad” de la venta acuchillaba numerosos odres, que así horadados vertían por completo el vino de Valdepeñas; don Quijote, aun medio despierto después de recibir un baldazo de agua fría, veía al vino como la sangre derramada en la onírica y descomunal batalla. ¿Qué se puede decir sobre esta lectura de una novela completa dentro de otra más extensa y con un hilo narrativo completamente diferente? Durante el tiempo de Cervantes se tachaba esta inclusión como “impertinente”, lo que se ve reflejado en el capítulo III de la segunda parte a través del bachiller Carrasco, y asimismo lo hará Unamuno con cierta incomprensión. Por el contrario, Julián Marías nos habla de su “pertinencia”, podríamos decir de su esencial función para mostrar precisamente el mayor efecto de “realidad” en el mundo ficticio del Quijote, pues “el cura realiza uno de los actos más reales que puede ejercitar una persona real efectiva: ponerse a leer una novela”. El tangible ambiente de la venta, el sueño-batalla de don Quijote aunado a la leal fe de Sancho –que insistente y frustrado busca en el aposento la cabeza cortada del gigante– y la misma ficción realista de la novela leída por el cura ante un público “real”, ¿no trastoca nuestra percepción de la realidad de la novela cervantina a través de estos diferentes planos especulares?
A todo ello se suma la “crítica literaria” que apunta el cura cuando cuestiona la veracidad de los hechos del Curioso impertinente. De esta forma, comenta Marías, Cervantes nos introduce a la posibilidad como forma de realidad. Retomando el comentario crítico del cura –“hombre docto, graduado en Cigüenza”–, con aquella fijeza de criterio sobre los libros, uno puede recordar aquel “donoso escrutinio” efectuado a la biblioteca del hidalgo manchego, lo que también produce ecos en los capítulos XLVII y XLVIII de la primera parte, cuando asistimos a la conversación sobre obras literarias que establecen el cura y un canónigo de Toledo, mientras escoltan a don Quijote encerrado por “malicia” de “encantamiento” en una tosca jaula sobre un carro tirado por bueyes yendo en el camino de regreso a su aldea. Ambos clérigos departen, mediante severas críticas, acerca de los libros de caballerías y también sobre las comedias que se representan en España. Coinciden en que en tales escritos, con la aspiración ideal de “enseñar y deleitar juntamente”, debe exigirse verosimilitud y coherencia, así como la imprescindible búsqueda de finalidad moral.
Pero volvamos a la posibilidad como forma de realidad. Este mismo asunto se potenciará aún más en la segunda parte del Quijote que se publica en 1615, cuando los propios personajes de la novela han leído o tienen la factibilidad de leer la primera parte y actuar en función de lo que el texto de esta registra. ¿No resulta hechizante esta realidad que se propone? Con toda fluidez vamos asistiendo a una de las “magias parciales” de las que habla Borges. Así, en aquellas discusiones en torno a ese primer registro de las aventuras de don Quijote y Sancho Panza, vemos en el capítulo IV las peculiares observaciones que se realizan a la segunda edición de la novela en 1605 cuando se señalan las erratas que generan ciertos disparates en la historia. Cervantes, en vez de excusarlas y desear omitirlas, las aligera en el relato y se asumen como inevitabilidad natural, al mismo tiempo que las incorpora a la ficción; ello se vuelve patente con la frase dicha por Sancho, luego de la objeción expuesta por el bachiller Carrasco: “El historiador se engañó, o ya sería descuido del impresor”. Las conversaciones sobre aquella primera parte con tantas ediciones y lecturas también estimulan varias consideraciones que llevan a la inmortal pareja de amigos a retomar la decisión de salir de nuevo a la aventura en la ruta caballeresca. Pero la ficción vuelve a irrumpir en la realidad que ha configurado la vida tan cercana y entrañablemente perceptible de don Quijote y Sancho Panza, y de esta forma, en el capítulo LIX, la aparición de otro libro, el Quijote apócrifo de Alonso Fernández de Avellaneda, obligará al caballero manchego a desviar su camino a las justas de Zaragoza y dirigirse a Barcelona para demostrar con ello la falsedad de aquella obra que nada tiene que ver con él. Más sucesos acaecen y, entre ellos, en el capítulo LXII, para el mucho contento de don Quijote, el descubrimiento de un taller de imprenta de libros.
¿Qué puede agregarse en este recorrido quijotesco de libros y lecturas? Don Quijote también mantiene un debate con el canónigo de Toledo en los capítulos XLIX y L de la primera parte. Ciertamente el canónigo insistirá en su posición afín a la que ya había expuesto el cura sobre la inutilidad de los falsos y embusteros libros de caballería. Mas don Quijote, fiel a su lectura y a su fe, refutará con gracia y hábil invención aquellos argumentos y concluirá con una afirmación sobre la opción que ha construido su ser: “Después que soy caballero andante soy valiente, comedido, liberal, bien criado, generoso, cortés, atrevido, blando, paciente, sufridor de trabajos, de prisiones, de encantos...”. Tal testimonio parece corresponder también con las visiones de lectura de John Steinbeck, las mismas convicciones que impulsaron a la aventura del bibliotecario Michael Herne.
1 Una versión ampliada del tema expuesto en estas líneas puede verse en el video de mi conferencia El Quijote: un libro sobre libros, celebrada en el Centro Venezolano Americano de Caracas, 13 de julio de 2022. Disponible en la dirección: https://www.youtube.com/watch?v=2lddAGEyKSg&t=1s