
Si el cine es la impresión de la vida en movimiento, ¿por qué está tan estrechamente vinculado a los carteles, que no son más que imágenes estáticas?
Desde el primer día estuvo allí, en el umbral de la oscuridad, acompañando la proyección inaugural de aquel invento asombroso que, contra todo pronóstico, aún nos sigue maravillando. Román Gubern cuenta que cuando los hermanos Lumière decidieron mostrar su criatura al público, eligieron el Salon Indien —una sala de billar en el sótano del Grand Café de París—, como quien se oculta del fracaso pero deja la puerta entreabierta al éxito. Era 28 de diciembre de 1895. La entrada costaba 1 franco. Las funciones, cada media hora.

Afuera, los bulevares bullían. París caminaba sin saber que, debajo de sus pies, se estaba gestando una nueva forma de mirar el mundo. Pero ¿cómo hacer que lo supieran? No bastaba con levantar la voz. Entonces, como tantas veces en la historia del arte, apareció la imagen.
Los Lumière mandaron a imprimir un cartel que decía: «Este aparato, inventado por MM. Auguste y Louis Lumière, permite recoger, en series de pruebas instantáneas, todos los movimientos que, durante cierto tiempo, se suceden frente al lente, y reproducir a continuación estos movimientos, proyectando, a tamaño real, sus imágenes en una pantalla y ante una sala entera». No era exactamente sugerente. Más bien parecía redactado por un notario. Y, sin embargo, marcó el inicio de un matrimonio inseparable: el cine y el cartel.

Desde entonces, el afiche —como preferimos llamarlo en Venezuela— ha sido testigo y cómplice de las evoluciones estéticas de cada época. Su tipografía, sus imágenes, su formato y sus materiales nos hablan tanto del tiempo que lo vio nacer como de la película que anuncia. Aunque hoy el papel ha cedido espacio a los píxeles, el cartel continúa siendo una pieza de memoria: un fragmento visual capaz de fijar en la retina lo que la película aún no ha contado.
Pero el cartel es mucho más antiguo que el cine. Podría decirse que nació cuando alguien dejó su huella en una piedra. En Pompeya ya existían mensajes manuscritos en los muros. Pero fue en 1440, con la imprenta de Gutenberg, cuando comenzó a dibujarse la historia del cartel tal como lo conocemos.
En 1477, William Caxton —primer impresor de Inglaterra— diseñó un afiche para promover los beneficios de unas aguas termales. Cinco años después, Jean du Pré produjo en Francia el primer cartel ilustrado. En 1518, Albrecht Altdorfer lo hizo en Alemania para una lotería. Y en Sevilla, en 1763, apareció un cartel anunciando una corrida de toros. Con el tiempo, la publicidad y el arte comenzaron a caminar de la mano, sobre todo en la Francia del siglo XIX.
La Revolución Industrial trajo ciudades más grandes y ciudadanos más distraídos. El cartel se volvió necesario. Y con la litografía, se abrió una nueva etapa: imágenes a color, formatos generosos, multiplicación masiva.
Jules Chéret fue el pionero del afiche moderno. Abandonó la rigidez tipográfica y abrazó la imagen con entusiasmo. En los años 1880 introdujo un trazo negro vibrante sobre colores primarios —rojo, amarillo, azul— y le dio a la gráfica una energía visual inédita. En 1890 diseñó una pieza para una función de linterna mágica titulada Projections Artistiques. Ahí nace, según muchos, el primer cartel de cine.
Durante los años veinte y treinta, el cartel absorbió influencias del cubismo, el surrealismo, el dadaísmo, el art déco. Nacieron los carteles de cine como una categoría autónoma, y los de viajes, como promesa de futuro. La escuela alemana fue pionera en integrar texto e imagen en un mismo plano expresivo.

Desde entonces, el cartel se expandió como un lenguaje visual propio. Alfons Mucha, Toulouse-Lautrec y Steinlen fueron artistas que entendieron que un cartel no solo informa, sino que también seduce. En la Primera Guerra Mundial se convirtió en una herramienta de propaganda, y en la Segunda, en un símbolo de resistencia. Algunos diseños cruzaron la frontera del tiempo y se volvieron íconos: Keep Calm and Carry On, diseñado por el gobierno británico en 1939, y We Can Do It! de J. Howard Miller para Westinghouse Electric, diseñado en 1943.
En la posguerra, el cartel siguió mutando. Artistas como Picasso, Dalí, Matisse, Roy Lichtenstein y Max Bill diseñaron carteles que hoy son piezas de museo. En América Latina, la escuela cubana —con Félix Beltrán a la cabeza— elevó el cartel a declaración visual y política.
Pero la historia del cartel de cine es, en muchos sentidos, una historia de sombras. De nombres olvidados. De diseñadores anónimos que trabajaban más para llenar salas que para deslumbrar. Y, sin embargo, entre esas sombras, se gestó una estética que aún nos habla.
En Venezuela, los primeros carteles de cine datan de comienzos del siglo XX. En la época de Juan Vicente Gómez (1908–1935), no hubo propaganda bélica, pero sí publicidad impresa. El 2 de diciembre de 1925, El Universal anunció el estreno de Amor, tú eres la vida, de Edgar Anzola. Allí apareció el primer cartel de una película venezolana. No era bello. Ni siquiera profesional. Dos rostros femeninos en grafito, nombres ilegibles, una tipografía incierta. Pero estaba ahí: el gesto inaugural.
En los años cuarenta y cincuenta destacaron Rafael Rivero Oramas y Francisco “Chicho” Mata Armas. Este último, autodidacta, fue considerado el padre del cartel venezolano. Su verbo era filoso. Su gráfica, directa. Su mensaje, muchas veces político.
De los años sesenta a los ochenta se consolidó una estética que vino del exilio europeo. Diseñadores como Gerd Leufert y Nedo M. F. influyeron decisivamente en el teatro, la danza, la música, los museos... aunque no tanto en el cine. Pero su huella es reconocible en figuras como Álvaro Sotillo y Carlos Cruz-Diez, quienes dieron forma —a través de la tipografía y el color— a una identidad visual que aún late.

Un caso paradigmático es el cartel de La quema de Judas (1972), diseñado por John Lange para la película de Román Chalbaud. Una pieza que todavía hoy conserva su fuerza y su vigencia.
El único diseñador que hizo del cartel cinematográfico su especialidad fue Santiago Pol. Catalán, apasionado del cine, diseñó apenas unos pocos afiches para películas. Pero creó más de 500 carteles para instituciones culturales y fue reconocido internacionalmente por su obra.
Hoy, en tiempos de scroll y pantallas, el cartel persiste. Ya no está solo en las marquesinas, ahora habita también en los archivos, en los libros, en las exposiciones. Sigue siendo un relámpago visual que condensa una historia, un tono, una promesa.
Este texto forma parte de la exposición Hitos del cine venezolano. La historia fílmica a través del arte gráfico, que se presenta del 19 de junio al 24 de agosto de 2025 en la Galería El Raise, Caracas, y puede visitarse de miércoles a domingo, de 3:00 pm a 7:00 pm.