Durante el último año y medio, hemos visto un aumento sostenido de incidentes antisemitas en Estados Unidos. Pero en las últimas dos semanas, esta ola ha alcanzado un punto crítico con el asesinato de dos empleados de la embajada de Israel en Washington, D.C., y el atentado incendiario del pasado domingo en Boulder, Colorado, contra manifestantes que marchaban por la liberación de los rehenes en Israel. Estos hechos trágicos parecían casi inevitables dada la atmósfera que se ha vivido desde el 7 de octubre de 2023.
Mi respuesta es que hay solo un elemento que puede considerarse la causa principal y que ha cambiado drásticamente desde el 7 de octubre: una nueva sensación de vulnerabilidad de Israel y sus partidarios en todo el mundo.
El sentimiento antiisraelí ha formado parte de la vida desde la fundación de Israel y nunca ha desaparecido realmente. A lo largo de los 77 años de historia del Estado judío, existía la percepción de que, por mucho que a muchos les disgustara el Estado judío y buscaran deslegitimarlo de diversas formas —incluidos el terrorismo, los boicots y resoluciones de la ONU como “El sionismo es racismo”—, el país se había consolidado como una entidad demasiado fuerte y estable como para que esa antipatía tuviera consecuencias reales.
Eso cambió el 7 de octubre. De repente, Israel empezó a parecer, a los ojos de muchos, un tigre de papel. Las reputadas fuerzas militares y de inteligencia israelíes habían fracasado a la hora de proteger al pueblo israelí. Por primera vez en años, los llamados a la destrucción de Israel no se consideraron meras aspiraciones retóricas, sino una posibilidad real. Y con ello, surgió una nueva sensación de vulnerabilidad entre los principales partidarios de Israel, tanto en Estados Unidos como en el resto del mundo.
Es esta percepción de vulnerabilidad la que transformó la hostilidad de tanto tiempo contra el Estado judío en acciones concretas contra comunidades judías. Después de todo, cabría suponer que la masacre de israelíes, el peor acontecimiento de la historia del pueblo judío tras el Holocausto, más la retención de decenas de rehenes, habría generado simpatía por las víctimas en lugar de un ardiente resentimiento. La respuesta contraintuitiva parece ser el resultado directo de una hostilidad ya existente que ahora cuenta con una nueva oportunidad.
A la luz de este factor, surge una pregunta: durante estos 19 meses de guerra, ¿Israel ha recuperado su credibilidad como estado fuerte e invulnerable, una credibilidad que ha sido un factor clave de estabilidad para el Estado judío? Y, si es así, ¿qué impacto ha tenido eso en el resurgimiento del antisemitismo?
Por un lado, el hecho de que la situación de los rehenes siga sin resolverse y Hamás continúe dominando en Gaza, sugiere que la percepción de la debilidad israelí siga siendo un eje central del clima actual. Por otro lado, los notables logros militares de Israel durante el conflicto han constituido una poderosa declaración para sus adversarios, las potencias regionales y cualquier otra persona que viera en el 7 de octubre un cambio fundamental en el equilibrio de poder en la región. En particular, la operación para localizar a militantes de Hezbolá en el Líbano, junto con el asesinato del líder del grupo, Hassan Nasrallah, y la demostrada superioridad aérea sobre Irán tras los torrentes de misiles de la República Islámica, restauraron el reconocimiento hacia las capacidades militares y de inteligencia de Israel.
Lamentablemente, una vez que se ha liberado al “genio de la botella”, no es posible volver a encerrarlo. La demonización de Israel y de sus partidarios judíos se ha arraigado —especialmente en estos últimos 19 meses— en muchos estudiantes, profesores, administradores y otros sectores de la sociedad. Aunque la acusación de genocidio contra Israel tiene un eco particular, no debemos olvidar que al día siguiente de la masacre se realizaron manifestaciones en todo el mundo que apoyaban las atrocidades de Hamás, con consignas que justificaban los crímenes y clamaban por la eliminación de Israel mediante lemas antisemitas como “Del río al mar”. Todo esto antes de que Israel respondiera militarmente en Gaza.
Sin duda, hay espacio legítimo para criticar las acciones militares de Israel durante este conflicto. Pero desde el inicio, el auge del antisionismo y el antisemitismo ha tenido mucho más que ver con la deslegitimación del Estado judío y de sus partidarios —judíos y no judíos— que con denuncias genuinas sobre derechos humanos. Dado que la hostilidad latente existía desde hace tiempo, contenida por la percepción de la fuerza de Israel, esa nueva percepción de vulnerabilidad —aunque haya sido pasajera— desencadenó un comportamiento difícil de revertir. Por supuesto, Israel deberá tomar decisiones acertadas respecto a su seguridad.
Pero también será necesario un esfuerzo renovado y concertado para denunciar tanto el odio que subyace tras la hostilidad hacia la propia existencia de Israel, como la inmoralidad que implica negar el derecho del pueblo judío a la autodeterminación en su patria ancestral. Negar a los judíos en Estados Unidos, en los campus universitarios y en otros espacios, su derecho a la seguridad y a participar plenamente en la sociedad no puede justificarse bajo el argumento de la libertad de expresión.
Para empezar a contener de nuevo al “genio” del antisemitismo, es fundamental educar a la sociedad y dejar claro que muchas de las protestas y expresiones violentas contra Israel y los judíos no deben etiquetarse simplemente como “propalestinas”. En muchos casos, se trata de intentos explícitos de deslegitimar al Estado de Israel y a quienes lo respaldan. Esto se evidencia en múltiples formas: desde las manifestaciones que comenzaron el 8 de octubre denigrando al Estado judío, pasando por la justificación –e incluso apoyo abierto– a la masacre perpetrada por Hamás el 7 de octubre, hasta la casi total ausencia, en esas protestas, de llamados a una solución de dos Estados o muestras de empatía hacia los rehenes.
Aun así, debemos reconocer que el antisemitismo que estalló después del 7 de octubre está profundamente arraigado. Es el resultado de una antigua hostilidad, amplificada por la lógica del movimiento que divide al mundo entre opresores y oprimidos —con Israel claramente ubicado como opresor—, y finalmente, catalizada por el 7 de octubre, a partir de la nueva percepción de vulnerabilidad de Israel y del pueblo judío.
Volver a una situación más estable requerirá tiempo y un arduo trabajo de muchos.
Kenneth Jacobson es Vicedirector Nacional de la Liga Antidifamación (ADL).