Mi tía se llamaba María Zaragoza Navas Hernández. Tenía 68 años de edad. Murió en el hospital de Los Magallanes de Catia. “Lo que hicieron con ella fue una masacre”, afirmó la persona que preparó su cuerpo en la funeraria. Esta es su historia.
Día 1: Los síntomas
En la casa se quejó de un fuerte dolor en el estómago. La palidez y el llanto sostenido eran visibles en su rostro. No podía mantenerse de pie. Un fétido olor parecía desprenderse de ella, indicios para su hijo, nuera y hermana de que debían llevarla de emergencia a un hospital.
Así ingresó el pasado 16 de julio al Hospital Doctor José Gregorio Hernández en Los Magallanes de Catia. Le diagnosticaron una estrangulación de eventración abdominal, lo que ocasionó un estado de sepsis (infección generalizada que puede ser mortal).
El escenario era delicado, pues era diabética y atravesaba por un cuadro de neumonía. Aún así los médicos que tomaron el caso decidieron operar.
La operación
En la noche la ingresaron a la sala de cirugía. Se le realizaría una operación sencilla, aunque delicada por su estado.
Todo esto sucedió luego de una búsqueda incansable de los insumos de los que no dispone el hospital: compresas, gasas y medicamentos.
Transcurridas tres horas, los médicos informaron a los familiares: “Se le retiró pus de la cavidad y todo salió bien. Hay que tratar con antibióticos”.
Día 9: Si todo salió bien, ¿por qué los susurros?
“Se cometió un error. Durante la operación se cortó epidermis demás”, explicó uno de los médicos.
“Quedó además una cavidad con pus y por eso es necesario volver a operar. Tienen que entender que la intervención se hizo durante la madrugada”, argumentó.
Aseguró que los riesgos de esta segunda operación eran altos por la complicación respiratoria que tenía mi tía.
La escasez complicó más la situación. Se recorrieron muchas farmacias. Incluso uno de los médicos dijo que conocía a un bachaquero que nos podía conseguir las compresas.
La segunda operación
Nuevamente la ingresaron al quirófano en horas de la noche. Su hijo, nuera, hermanas, sobrinas, todos oraron a la espera de un buen resultado. Transcurrieron cuatro horas de larga espera antes de que algún médico les informara.
Mientras, en el quirófano la anestesiólogo le reclamó al cirujano. “¿Qué hace de nuevo esta señora aquí?”, preguntó.
“Salió delicada. Es necesario que vayan a otros hospitales a buscar un cupo para terapia intensiva porque ella, aunque está estable, requiere de cuidados intensivos y aquí no los tenemos”, informó el cirujano.
Mi tía estaba entubada, con una sonda vesical y otra atravesando su nariz. Tenía una vía directa en el pecho y otra en su cuello.
Día 10: “No podemos reparar un daño que hicieron otros”
Al siguiente día emprendimos la búsqueda del cupo para terapia intensiva, con un informe médico en la mano.
Luego de leerlo, en uno de los hospitales se limitaron a responder: “No podemos aceptarla porque no nos toca reparar un daño que hicieron otros”.
En otros centros de salud dijeron que esa solicitud debía hacerse de médico a médico y no los familiares del paciente.
Volvimos al hospital indignados. Al no poder trasladarla a ningún otro centro de salud permaneció cuatro días en sala de recuperación. La pasaron a su habitación y le quitaron el tubo. Las instrucciones del médico fueron: “Párenla, siéntenla, pónganla a caminar”. Comenzó a ingerir una dieta líquida.
“Me duele aquí”, decía mi tía, señalando su estómago. Su hijo le informó al especialista, que le aseguró que eso era normal.
Día 16: Nuevos síntomas comienzan a aparecer
Mi tía pasa la noche y parte del siguiente día con vómitos y fiebre. “Me duele aquí”, repetía.
Después de nuevos exámenes, rayos X y todo un periplo de subir y bajar para realizarse los estudios, el médico informó que la recaída se debía a unos puntos idos y a una víscera atascada. “Tenemos que operar nuevamente”, dijo.
“No sé qué hacer, la verdad es que tu mamá se ha vuelto un problema para la institución”, le comentó al hijo.
Día 19: Tercera operación en menos de un mes
“Ella va a salir entubada y tenemos que dejarla abierta. En sesiones posteriores, a medida que se vaya estabilizando, la iremos cerrando”, informó uno de los cirujanos.
En contra de lo esperado, mi tía salió sin estar entubada. Incluso dijo algunas palabras apenas despertó.
Horas después de la operación, el médico ordenó que fuese pasada a su habitación. No permaneció ni siquiera una noche en la sala de recuperación.
A los dos días se presentaron complicaciones, por lo que debieron entubarla, la conectaron a monitores y le suministraron oxígeno húmedo.
La mirada de mi tía se opacó. Le costaba abrir sus ojos. Se quejaba del dolor de su cuerpo y de las escaras que comenzaron a comer su espalda al punto de abrirle grandes huecos y causarle hematomas.
Día 23: Un final trágico
“Doctor, mi vieja está presentando de nuevo fiebre y está delirando”, dijo su hijo. “¿Eso es normal?”, preguntó.
“Sí, eso es normal. Seguro necesita una transfusión”, manifestó el médico.
“Mamá, Beatriz, Nieves… me muero”, comenzó a gritar mi tía. Llamó a sus hermanas y a su madre muerta entre alucinaciones.
El jueves 8 de agosto se ordenó la transfusión de sangre. Un día de larga espera en el que ningún médico o enfermera apareció para dar razón.
Ya el rostro de mi tía solo transmitía dolor y sufrimiento. Sus ojos ya no se abrían y solo reaccionaba ante la asfixia que sentía por momentos.
Día 24: La transfusión
El viernes apareció uno de los cirujanos en el piso 4, pero jamás se acercó a ver en qué estado se encontraba su paciente. Al ser preguntado sobre la transfusión, su respuesta fue: “¿No se la colocaron?, pero yo la ordené ayer”.
Día 25: Un sábado agitado
El sábado por la tarde llegó una enfermera con una de las dos bolsas ordenadas para su procedimiento.
La transfusión realizada duró alrededor de una hora y media, lo requerido en este tipo de procesos, aunque no hubo supervisión médica.
La enfermera a cargo estuvo atenta al procedimiento.
Mi tía pasó la noche de ese sábado un poco agitada. Presentó algunas alteraciones, pero fue estabilizada. Se mantuvo a la espera de la segunda transfusión.
Día 28: Su último domingo
El domingo tocaba una segunda transfusión. La enfermera realizó el proceso sola, en menos de 15 minutos.
Poco después a mi tía le empezó a fallar la respiración. Los monitores se dispararon, la tensión arterial subió y ella empezó a desesperarse.
Su hijo corrió en busca de un médico que la asistiera. Los encontró en su oficina charlando y tuvo prácticamente que rogarles para fueran a atenderla.
Cuando al fin uno de ellos llegó a la habitación, le dijo: “Tranquilo es que se le subió mucho la tensión, ¿qué es lo que toma ella para eso?”.
Le colocaron un medicamento que estabilizó su tensión arterial. Transcurridos unos minutos más volvió a desestabilizarse. Los monitores se dispararon. Mi tía empezó a asfixiarse.
Los tres médicos residentes llegaron a la habitación y comenzaron confundidos a tocarla y revisarla sin saber qué hacer.
El sonido del monitor presagiaba un desenlace fatal. Su hijo y su nuera escucharon un último ahogado suspiro mientras la pantalla anunció que los latidos de su corazón se detuvieron.
Intentaron reanimarla ejerciendo presión en su pecho, pero no pasó nada. “Los sentimos, no hay nada que hacer”, dijeron.
“Lo que hicieron con ella fue una masacre”
La persona encargada de preparar el cuerpo en la funeraria se sorprendió de las condiciones en que llegó el cuerpo de mi tía. “¿Qué pasó con esta pobre señora? Lo que hicieron con ella fue una masacre”, afirmó.
Para sus sobrinas, que fuimos a reclamar el cadáver en la morgue, fue un shock total ver el estado en el que quedó mi tía. Aunque en la tercera operación nos advirtieron que quedaría abierta por el abdomen jamás habríamos imaginado que sería algo de tal magnitud. Tampoco teníamos manera de saberlo porque tuvo esa zona cubierta.
A mi tía le quitaron toda la piel de la parte frontal a tal punto que lo único que impedía que sus vísceras se salieran era una bolsa de plástico que los doctores le cosieron.