Apóyanos

La Vida de Nos: No tienen nada que buscar aquí

    • X
    • Facebook
    • Whatsapp
    • Telegram
    • Linkedin
    • Email
  • X
  • Facebook
  • Whatsapp
  • Telegram
  • Linkedin
  • Email

Luego de 15 años, Rosa y su familia perdieron la casa que con tesón habían construido en Tocorón, muy cerca del conocido penal del estado Aragua, en el centro-norte de Venezuela. Esa casa que, después de varias mudanzas, había sido un refugio de tranquilidad y estabilidad en una vida históricamente marcada por necesidades materiales.

Pero para entender la historia primero hay que ubicarse mucho tiempo atrás.

Exactamente en 2004, cuando Rosa tenía 5 años y su mamá decidió que la familia se mudara de Apure, en los llanos venezolanos, para Magdaleno, en el estado Aragua. Podría decirse que allí comienza esta historia: la madre, el padrastro, la hermana mayor y Rosa comienzan a vivir alquilados en una diminuta vivienda. Tres años más tarde, una amiga le comenta a la familia que están vendiendo una parcela barata en un terreno invadido en uno de los cerros de Tocorón, detrás de la cárcel, donde estaba formándose un barrio.

Ese pueblo está atravesado por la carretera que va de Palo Negro a Villa de Cura y a Magdaleno, pero antes de llegar a este último hay un cruce a la izquierda donde la vía continúa para la Villa.

La madre fue, vio la parcela y decidió comprarla. Allí construyeron un rancho. ¡Al fin un techo propio! Primero, no tenían luz ni agua, pero no les importaba. Y con el tiempo fueron convirtiéndola en una casa más segura, con todos sus servicios. Quedaba en la cima de la montaña. Aunque desde allí no se veía el penal, sí se escuchaban los tiros y, de vez en cuando, las balas perdidas caían en la vivienda. Pero en verdad, en aquellos tiempos el barrio era muy pacífico. A pesar de que tenían el penal tan cerca, nadie se metía con los habitantes de la comunidad. En la casa de Rosa hasta llegaron a dormir sin puerta, casi a la intemperie, y nada malo les pasaba.

Pero eso se desmoronó.

Un antiguo habitante del cerro salió del penal y, luego de haber cumplido cuatro años de condena, regresó al barrio en 2012. Apenas en libertad, comenzó a formar un grupo de pandilleros con jóvenes de entre 12 y 20 años, todos de la comunidad. Los jefes de Tocorón les proveían de armas, que ellos mostraban sin reserva: siempre las cargaban consigo, bien visibles. Cuando llevaban un armamento nuevo que querían probar se iban a la cima del cerro y disparaban hacia zonas no habitadas.

El jefe de la banda y sus seguidores hablaban de eso en la única calle del barrio y los vecinos escuchaban sus conversaciones. También cuando hacían fiestas con grupos de muchachos y muchachas en casa de algunos de ellos.

Como resultado de esas reuniones, la hermana de Rosa se hizo novia del jefe de la pandilla, y conoció el lugar donde escondían el armamento y otras cosas producto del delito: un hueco grande tapado con monte y ramas en uno de los cerros no habitados.

La relación duró menos de un año porque la madre de la muchacha intervino y, entendiendo los peligros a los que se exponía su hija, la mandó con unos familiares al estado Apure.

Como había una sola calle, tanto para subir como para bajar, la gente del barrio era testigo de muchos delitos, pues el centro de operaciones de la banda quedaba al final del cerro, muy cerca de la vivienda de la familia de Rosa. Por allí subían carros robados para desvalijarlos y cortarlos en piezas; también era frecuente ver a personas caminando con las manos atadas y la cabeza tapada con capuchas, tal vez para intimidar a los vecinos. A estas personas las mantenían en cautiverio en el barrio hasta que pagaran rescate. Cuando robaban camiones con quesos y embutidos, le repartían los productos a los más cercanos de la cima del cerro; lo mismo hacían cuando robaban pollos, gallinas y huevos en una granja cercana.

Y aunque los vecinos aceptaban los beneficios del delito, no intervenían ni participan en esos actos.

—Ellos no robaban en el barrio; eso uno lo veía porque pasaba en frente de todos. Aunque sabíamos, nadie decía nada, todos nos quedábamos callados. Ellos no se metían con nosotros y nosotros no nos metíamos con ellos. Nadie podía denunciar —recuerda ahora Rosa.

Era un pacto forzado e inevitable si se quería conservar la vida.

A mediados de 2013, la banda del barrio comenzó a tener conflictos con otra, y los enfrentamientos a tiros se hicieron cotidianos. Hubo varios muertos de uno y otro bando. La policía empezó a subir cada vez más y entraban disparando a cualquier día y hora.

—En el día, si estábamos sentados en la acera, de repente aparecía la policía echándose plomo con los malandros del barrio; si era de noche y estábamos dormidos se formaba esa plomamentazón y caían las balas en los techos. Vivíamos con zozobra y miedo de que nos fueran a matar.

No morir asesinado podría interpretarse como una cuestión de suerte. Así que, en 2014, la madre de Rosa tomó la decisión de abandonar el barrio. Por la rapidez de la salida no encontraron una opción de alquiler y por tanto tuvieron que irse a Maracay con todos sus enseres, para alojarse en la casa de una hermana de la mamá de Rosa. La estadía duró poco porque encontraron una habitación para los tres. La hermana de Rosa, que era la mayor, se puso a vivir con una pareja y se fue para Los Andes.

Después de haber salido del barrio, la mamá de Rosa nunca dejó de estar pendiente de su casa: iba cada fin de semana a darle una vuelta y a limpiarla.

Al poco tiempo la banda del barrio fue desplazada por la otra con la que había comenzado el enfrentamiento. Muchos miembros de ese grupo fueron asesinados y otros huyeron. La nueva ocupó el territorio conquistado y comenzó a quitarle las casas a la gente que no se había ido y a ocupar las que ya estaban vacías. De ese modo invadieron los inmuebles, despojaron a sus legítimos propietarios y se metieron en ellos los integrantes de la banda con sus mujeres y niños.

En uno de esos fines de semana, poco tiempo después, llegaron Rosa, su mamá y su padrastro a cumplir sus tareas habituales de limpieza y se encontraron con la sorpresa de que no los dejaron pasar del comienzo de la calle. 

Un grupo de delincuentes los obligaron a detenerse y les ordenaron que se regresaran:

—No tienen nada que buscar aquí; ya no tienen casa.

El pran de Tocorón había dado la orden de que fueran ocupadas. A esto le siguió una discusión en la que la mamá de Rosa se fue exaltando cada vez más, y uno de los delincuentes armados la amenazó con darle un tiro. Llena de furia e impotencia, la señora empujó al delincuente.

—Mi mamá se volvió como loca —cuenta Rosa ahora—, se le fue encima y lo quería matar, pero un vecino intervino y la separó. Trató de tranquilizarla diciéndole que era mejor que nos fuéramos porque ahí ya no había nada que hacer.

Regresaron a Maracay y alquilaron una habitación. Allí, la señora comenzó a trabajar con su hermana, que tenía una peluquería, pero pronto alquiló un local y montó su propio negocio. Además de las labores como peluquera, vende café, arepas, empanadas y productos de limpieza. Rosa se graduó de bachiller y ayuda a su mamá en el negocio.

Dos años después de haber abandonado el barrio, la madre de Rosa se separó de su pareja y quedaron las dos viviendo en la habitación alquilada y trabajando en el local comercial que habían montado.

En 2017, Rosa conoce a un compadre del dueño del local. Se hacen amigos y poco a poco Rosa va tomando confianza y le va contando su vida y su experiencia con la delincuencia en Tocorón. Es una historia que se arma a retazos, en conversaciones breves, espaciadas en varios años.

Finalmente, a comienzos de 2022, Rosa, acompañada de su amigo, hace un breve recorrido en carro por los lugares de su infancia y juventud. El penal aún impone el miedo; hacen algunas fotografías desde lejos, a través del parabrisas del vehículo. Pasan cerca del antiguo barrio; tampoco se atreven a entrar. Confrontada con un paisaje que creía ya olvidado, Rosa abre las compuertas de su memoria y su historia fluye completa, por momentos dolorosa, pero también con una carga reflexiva. Piensa que tal vez la crisis del país no les permita volver a tener una casa propia, pero al mismo tiempo cree que fue necesario salir del barrio para poder vivir y dormir tranquilas, sin zozobra.

—Siempre se corre el peligro de salir afectado sin ser parte de la violencia. La policía podía llegar a revisar y te podían sembrar algo o culparte de algo que no habías hecho. Cualquiera podía pagar por las actuaciones arbitrarias de policías y delincuentes. No fue fácil perder lo que con esfuerzo y trabajo le costó a mi mamá. Sin embargo, siempre hay ese anhelo, nunca se pierde la aspiración de volver a tener una casa propia a pesar de las condiciones económicas que estamos viviendo en el país.

Texto: Antonio Claret

Ilustraciones: Ivanna Balzán

El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!

Apoya a El Nacional