Papel Literario

«Weekend» en Maracaibo

por El Nacional El Nacional

Estoy frente a la máquina en actitud testamentaria. No es para menos. He caído en cama, víctima de un virus capitalino, después de un hedonista weekend en Maracaibo: pescados insólitos, carnes espléndidas, salsas salvajes. El hecho, su sola mención, me llena de horror. Las pastillas se han estrellado contra la sobrenatural indiferencia del virus. Me duele la garganta y la cabeza, siento haber perdido el pensamiento, la voz y el olfato. Además de que he perdido, por primera vez en la vida, el apetito.

Un gastrónomo inapetente es un tenor afónico. Escribo estas líneas moribundo y sin aliento. ¿En qué sopa ahogaré la galleta de mis penas? ¿Qué fabada espesa habrá de inspirarme al menos la sospecha de una sonrisa? ¿Habrá un tonel de beaujolais nouveaux que mueva mi difunta mano a llenar una copa? He cerrado la boca, y ni siquiera la hará abrir el cianuro postrero.

Volví del Zulia con reminiscencias de coco y bocachico. Pero ni el mojito de La Matera, ni la doble, noble sangre del churrasco de Mi Vaquita ni la compleja lisa rellena de Pateto –sublimes razones para visitar Maracaibo– me prepararon para la bacteriológica Caracas. Regresé con la sensación de una dilatada ausencia. El programa, es cierto, había sido apretado, el guía inmejorable y mi ánimo positivo. El cascabel de impresiones que traje en el equipaje se afinca, sin embargo, en la fuerza propia y original de Maracaibo. Los elementos –lago, petróleo y calor–, la arquitectura –funcionalismo y delirio–, y el idioma –hirviente vocabulario, tumbado único–, todo contribuye a aturdir al visitante, a dejarlo, según la consagrada expresión, sin tierra bajo los pies.

Maracaibo está en Venezuela, pero es otra parte: un térmico laberinto, una tórrida alucinación. Rodeados por un calor de verano moscovita, puertas adentro, en todas partes, bares, carros y hoteles mantienen temperaturas siberianas. El sol la absorbe como papel secante. Quedan vibrando en el aire palafitos salgarianos, cromáticas batas guajiras y, en algunos edificios, coqueterías art nouveau. Los mayameros centros comerciales y los extravagantes monumentos –al oso polar, a las mastabas egipcias, a la acrópolis ateniense– ofrecen al cielo sus fantasmagóricas de albañil.

Será difícil olvidar la voluminosa personalidad de Guillermo Cedeño, que sirve en Ced del Mar, su local del mercado de Santa Rosalía, al ritmo de incunables de rockola, el sápido armadillo de agua salada. El risueño rostro de Silvestre Matos, cacique de La Matera y su guasare, plato en el que, con elegancia, sentido del color y en justas proporciones, se yuxtaponen chipi-chipi, huevas de pescado, bollito pelón y arroz con coco. La aleatoria decoración del Stu Ricardo, por fin, un bar griego en el que conviven Buda, moussaka y bolero.

Me levanto de la máquina. He vuelto a ver, por espacio de una hora, las chozas de Pateto, donde a orillas del lago, entre humaredas templarias, las mujeres envuelven en hojas de palma los pescados rellenos de un domingo ordinario. Me levanto. En el recuerdo me llevo a la boca un trozo de la jugosa carne de Mi Vaquita. Respiro hondo. Me toco la nariz enferma y vuelvo a tragar. El almíbar de una lacustre conserva de merey corre de nuevo por mi garganta. Trago. Sobre mi escritorio ha aparecido una iguana lunar y fragante. Vuelvo a la máquina, caen mis manos sobre el teclado y me siento a esperar que el sol del apetito ilumine otra vez, por dios, mi vida cotidiana.

(De Fihman, B.A. Boca hay una sola. Caracas: Fundación para la Cultura Urbana, 2006).

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Las razones del gusto y otros textos de la literatura gastronómica, compilado por Karl Krispin, fue publicado por la Universidad Metropolitana y Cocina y Vino, en 2014.