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Victoria de Stefano: “Mis preguntas van hacia la condición bajo sospecha de lo humano”

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Por NELSON RIVERA 

—Me permitiré exponerle una intuición mía, una imagen: la de que usted es una escritora solitaria en extremo. Cierto es que eso puede decirse de cualquier escritor. Pero en su caso, uno siente al leerla, a una autora que ha contado, en lo primordial, consigo misma: con su memoria, con sus preguntas sobre los modos de pensar, con sus interrogantes sobre la psique. Con esos recursos esenciales ha escrito una obra singularísima. ¿Qué sensación le produce esta imagen?

— Como bien dices el oficio de escribir se ejerce en la soledad, soledad y anonimato forman parte de la idiosincrasia del escritor. Muchos se recluyen porque sienten que el exceso de exposición pública no es bueno para el arduo e implacable trabajo de escribir, el que a menudo exige una ingente inversión de tiempo perdido y mucho, mucho esfuerzo. Necesitan aislarse, porque intuyen que, de no ser así, se arriesgan a malgastar lo que tienen para ofrecer de más propio y personal a sus ideales más que potenciales lectores, o a no encontrarlo nunca. Otros, son celosos de su intimidad, porque son reservados y observadores. Ser espectadores silenciosos de las relaciones interpersonales, sean estas sociales o íntimas y privadas, es una gran escuela de aprendizaje para quienes se proponen incursionar en las letras, es, en gran medida, una vía real hacia la experiencia viva del conocimiento de los otros y su entorno.

Como podrás darte cuenta, me estoy refiriendo a los escritores jóvenes, aquellos que están en sus comienzos (puesto que todos alguna vez fuimos jóvenes), que esperan avanzar en su inclinación, algo que, con el tiempo y mucha paciencia, irá tomando el sesgo más definido de una vocación. Vocación, siempre henchida de entusiasmo, que terminará, antes o después, a fuerza de perseverancia por llevar adelante, al margen del reconocimiento grande o pequeño, en más de un sentido perfectamente secundario, respecto al horizonte que se proponen abarcar. Con esto quiero decir que aquella vieja y proverbial sentencia clásica de que poeta se nace, no se hace (aquí uso el término en el sentido de La poética de Aristóteles, según la cual poetas son todos aquellos que crean, representan, reproducen “acciones humanas” con los signos de la lengua, metáforas, metonimias, tropos) es solo en parte cierta. Poeta, creador, escritor se nace, en la medida en que para ello se requiere de una sensibilidad y disponibilidad particular, además de algo de talento, pero también se cultiva con y desde la excavación, la profundización y adoración (perpetua) de la lengua. Entretanto, como dijo el poeta Eugenio Montale, no es que dejamos que la vida nos pase de largo, es ella, dadas las características de nuestro oficio y vocación, la que se ocupa de dejarnos a un lado.

Es inimaginable un escritor sin experiencia, decía Virginia Woolf, agregando que era impensable un escritor surgido por floración espontánea, un escritor sin experiencias de lectura, sin tradición, sin aplicarse a escribir y reescribir, sin versionar y reversionar, sin sentirse impelido a tachar y volver a tachar, sin agregar y volver a insertar, sin abstenerse de cambiar de lugar un complemento, un adverbio, una subordinada, un párrafo, un capítulo entero en función estructurante de una novela en progreso, como fue el caso de la ruptura temporal de la narrativa de La señora Dalloway, Al faro y sobre todo Las olas, cuya originalidad y quiebre temporal no tardó siendo sin discusión reconocida por la crítica. Tan impensable como que un escritor, que tiene que vérselas con la estrecha y compleja vinculación entre lenguaje estructural, pensamiento y mundo, ignore que escribir supone tener conciencia de la dificultad rayana en la casi imposibilidad de escribir y expresarse dentro del sistema de la lengua. Grandes ejemplos los hay, Coleridge, Poe, Baudelaire, Jules Laforgue, muerto a los 26 años, Paul Valéry, con sus doscientos cuadernos de notas diarias escritas durante cincuenta años entre “la lámpara y el sol”, Mallarmé, a quien Lezama Lima ubicaría en el centro de las polaridades de la disrupción de la poesía contemporánea, “como una de las aptitudes más enigmáticas y poderosas que existen en la historia de las imágenes” y, particularmente, los últimos años de vida de Marcel Proust, escribiendo, corrigiendo, añadiendo a las galeradas listas para su publicación que le enviaba y recibía de vuelta, para su desesperación, el editor.  Enfermo, solo, acostado en la cama con el abrigo de pieles sobre el camisón en el ambiente enrarecido de su habitación de ventanas cerradas, repleta de fumigaciones contra el asma, él que había pertenecido a la juventud dorada parisina. Esos últimos años de vida entregados en cuerpo y alma a la servidumbre de la construcción, dogmática la llamó Proust, de su obra, coinciden con el horror de la primera guerra mundial, con la muerte en las trincheras y campos de batalla de sus grandes, de sus más entrañables afectos, de sus confidentes e interlocutores de la élite intelectual y artística de esos años. Esta digresión me vale para aceptar que fui solitaria, silenciosa y observadora durante años, no por elección propia, sino porque la juventud es sin duda la dura época de hacerse un camino, más bien, de no perderse en sus bifurcaciones.  Yo estudiaba filosofía, tuve dos hijos, uno detrás del otro, comencé a dar clases en la universidad, a mis incautos 22 años cargaba con muchos deberes.  A partir de los cuarenta, una edad en la que se es una persona adulta pero todavía joven, ocurrió una circunstancia que le dio un bienvenido giro a mi vida. Iniciada la década de los ochenta, gocé del privilegio de tener amigos escritores, poetas, dramaturgos, artistas plásticos, fotógrafos, diseñadores, eso coincide con mi paso de la Escuela de Filosofía a la Escuela de Arte, más afín a mis intereses y temperamento, por lo que sin duda me sentí considerablemente más a gusto preparando las clases de Estética, de Teorías y estructuras dramáticas y otros seminarios de literatura. Leyendo a Kant, a Schiller, a Hegel, a Schopenhauer, a Kierkegaard, a Nietzsche, a Benjamin, a Adorno, que me concernían de más cerca. Me explico, no como especialista, no como académica, sino como alguien que está libando aquí y allá, dondequiera que los encuentre, los bienes que necesita, para ganarse el pan, dando clases decorosamente, y al mismo tiempo atender, alimentar su afición a la escritura. De mis amigos mayores que yo aprendí mucho. Siempre estuve atenta, la atención es la “plegaria del alma”, a lo que decían, a los libros que comentaban, a los autores que nombraban.  Motivaban mi curiosidad, mi deseo de leerlos… Gert Leufert, Gego, Miguel Arroyo, Isaac Chocrón, Juan Sánchez Peláez, Salvador Garmendia, Elisa Lerner, Eugenio Montejo… Todos ellos, excepto Elisa que sigue viva y escribiendo, no están ahora con nosotros, pero son del linaje de los que perdurarán vivos, irradiantes en nuestros recuerdos, y en aquellos que vendrán después.

Tampoco me faltaron amigas y amigos escritores, críticos, ensayistas, poetas, el tiempo pasa, amistades más jóvenes también llegaron, a veces mucho más jóvenes. En las felices bienales Mariano Picón Salas, me reencontré con Pepe Barroeta, conocí y leí con más asiduidad a Ednodio Quintero, una amistad de la que ambos nos preciamos, a Diómedes Cordero, a Luis Moreno Villamediana, a Juan José Saer, que leí y sigo leyendo con admiración. Profundicé mi amistad con Salvador, con el escritor argentino Sergio Chejfec, quien vivió en  Caracas, estos dos últimos vecinos de dos cuadras a la redonda, amigos, además de lectores de mutuo respeto entre sí… Por cierto, uno de sus más personales e impredecibles ensayos, si es que alguno no lo fuera, Últimas noticias de la escritura (Entropía, 2014), está dedicado a Salvador. Sergio, escritor prolífico, de ritmo lento, proporcional a su parsimonioso andar, vivió en Caracas desde 1990 hasta el 2005, aquí escribió gran parte de su obra, algunos lectores sostienen que Cinco y Baroni, un viaje son las más venezolanas de las novelas venezolanas.

En mi infancia y adolescencia leí muchísimo, leía con arrobo y felicidad. Cuando leía me olvidaba del tiempo y del lugar, lo mismo en la edad adulta, podía leer horas y horas seguidas, sobre todo durante los días de Semana Santa y vacaciones, solo con las breves interrupciones de rigor. La ventaja que implica ser profesor es que a uno le pagan por lo que le gusta hacer: leer, estudiar y enseñar. Escribí a mediados de los setenta El desolvido, mi primera novela. La primera es la más dura de escribir, es la que insume más tiempo e inseguridades, más papel arrojado al cesto de la basura. De los cabos sueltos, de las líneas ocultas de la primera surgirá la segunda, de sus líneas flotantes, de sus navegaciones interrumpidas, la próxima y así sucesivamente. No hay que olvidar que después de terminada una novela viene una sensación de pérdida, algo parecido a los opresivos días azules posparto, a “las visitas del perro negro” de acuerdo al léxico que usaba el voluntarioso Winston Churchill como símbolo de sus episodios agudos de depresión, que acabaron sumergiendo en la apatía los últimos cinco años de su larga vida, o un estado que Coleridge describiría como “dolor sin espasmos, vacío, oscuro y desolado”. En algún momento, a veces pasados años, se publica. Entonces nos asalta el temor de que de la letra impresa afloren arrebatos de rancio olor a moho, a azufre.

 Hubo a lo largo del tiempo personas que me sostuvieron, personas a prueba de fidelidad. Sentí que debía continuar escribiendo, persistir con disciplina y vigor, armarme de ánimo y grandes dosis de paciencia para escribir una palabra tras otra, si se quiere hacer una novela, como dijo Balzac, quien fue un penado de la escritura de una palabra tras otra, más aún si lo que se ambiciona escribir no es una novela, sino dar la vida por un proyecto narrativo de la envergadura de La comedia humana. No podía capitular. Estaba en deuda con los que confiaban en mí. Ese era el reto. Ni un paso atrás. Ni una sola palabra de menos.

—En sus novelas hay un sello De Stefano: el laborioso, refinado y siempre sutil trabajo de lenguaje, con el que ha logrado enriquecer las texturas emocionales de sus personajes e historias. ¿Hasta dónde se remonta ese vínculo suyo con las palabras? ¿Se ha transformado ese vínculo con el paso del tiempo? ¿Ha sentido alguna vez que las palabras no le permitían ir más lejos?

—Llegamos a Caracas, después de un largo viaje en barco desde el puerto Nápoles destruido, empobrecido por la guerra, a Nueva York, de Nueva York a la opulenta a Miami y de ahí en medio de terribles turbulencias, sin olvidar las marejadas del océano Atlántico, a Maiquetía, en septiembre del 46. Tenía seis años, aún no había aprendido a leer ni a escribir. En Roma estuve diez días en el colegio, la madre superiora le aconsejó a mi madre que me retirara, yo no había dejado de llorar un solo día, una sola hora, un solo instante. Las monjas estaban desesperadas, no sabían qué hacer conmigo. La superiora pensaba que no valía la pena hacerme sufrir tanto si nos íbamos a mudar de país y debía empezar un nuevo arraigo. A su vez, al inscribirme en el colegio en Caracas, la directora le dijo a mamá que durante las vacaciones de julio debían enseñarme a leer y escribir, de lo contrario tendría que repetir el año escolar. Ese difícil compromiso recayó sobre mi hermana Luciana, que solo contaba ocho años, dos más que yo. Creí que nunca conseguiría aprender a leer, diferenciar el sonido y la grafía de las consonantes era un verdadero suplicio para mí, esa responsabilidad también lo fue para mi hermana, quien, a veces, se desmoralizaba. En mis pesadillas, me aterrorizaba el que jamás dejaría de ser analfabeta. Por la manera como mi madre pronunciaba esa palabra me parecía el estigma más ominoso de la ignorancia y la incivilidad. Una tarde de matiné, en un cine de Sabana Grande, alcancé a leer los subtítulos completos de un alegre musical americano.  Ya estaba por perder las esperanzas. Cómo lo logré, lo ignoro. Desde ese momento, ya con siete años y medio, ocho, nunca dejé colar un día, ni una noche sin un libro entre las manos. Me acostumbré a hacerlo con un cuaderno y un lápiz, apuntaba las palabras que no conocía, mientras más extrañas e infrecuentes mejor, las buscaba en el diccionario, con ellas trataba de componer versos, buscaba ritmos, rimas, consonancias, descripciones de paisajes, de viajes.  Hace algún tiempo leí un ensayo en el que George Steiner definía al intelectual como aquel que lee con un papel y un lápiz. De ser así, me dije, yo fui una intelectual desde niña. Tiempo más tarde, alguien me preguntó, en una charla informal en la Universidad Autónoma de Barcelona, si me había costado aprender el español. No, respondí enfáticamente. Para mí no significó ningún trauma. Ni siquiera recuerdo en qué momento di el salto del italiano al español. De una semana a otra ya tenía amigas, conversaba, jugaba pelota con ellas, no tenía dificultades para hacer mis tareas. Cometía errores de ortografía, pocos, aunque esos pocos fueran, como una marca de no pertenencia, muy perturbadores para mí. Me imponía no repetirlos, hacía planas por mi cuenta, iba continuamente al Pequeño Larousse Ilustrado como si se tratara de un libro de cabecera. Al cabo de un rato de silencio, pensando en voz alta, como para mí, dije que seguramente detrás de la vehemencia con que negaba el trauma se ocultaba la huella de la herida. Eso dio pie a un intercambio muy vivaz y entretenido con algunos estudiantes hijos de padres extranjeros con experiencias no muy diferentes de la mía. En ese momento, me pregunté si era el italiano mi lengua materna. Lo era y no lo era. No lo era en la medida en que no soy bilingüe. Leo en italiano, lo he leído mucho, de niña y de muchacha compraba libros en italiano, también durante mis estudios de filosofía pues había más y mejores traducciones filosóficas al italiano que al español. Leí a Aristóteles, a Platón y a Kant, más tarde a Barthes, Foucault en italiano, pero no lo hablo con fluidez, tengo un acento muy fuerte, titubeo. ¿El español es mi lengua adquirida? Sí, a temprana edad, pero precisamente, como no se me dio de un modo natural, me impuse conquistarla, como se conquista algo muy amado.

Victoria de Stefano / Vasco Szinetar©

—En este trecho de su vida, ahora que está por cumplir 80 años, ¿han cambiado sus búsquedas de novelista? En mi percepción, más que sorprender al lector con el secreto de la historia, su búsqueda parece haber estado dirigida hacia la búsqueda de los secretos de lo humano. ¿Qué podría decirnos sobre sus búsquedas?

—A mí me impresionó hace unos días una frase del músico de jazz, baterista y compositor Max Roach:  «Cualquiera puede adquirir la técnica, pero el verdadero reto es traer a este mundo un signo de individualidad y de identificación».  Eso vale para todos los que se enfrentan al arte, sean músicos de jazz, pintores, escritores. Cualquiera puede redactar correctamente, pero imprimirle a la escritura un signo de individualidad no es tan fácil de lograr. Algunos van tras ese signo y tras sus temas terca y apasionadamente, terca y ciegamente. La mayor parte de los que escriben, si no se dejan seducir por los cantos de sirena del éxito, llegan a ello ni deliberada ni conscientemente, simplemente esa impronta viene como una marca genética a nuestro encuentro, a través de la escritura misma, de cómo la relacionan con su experiencia de vida, de cómo van paso a paso creando, aun sin proponérselo, su propio lenguaje. El sistema de la lengua, las palabras, que son una fuerza de la naturaleza, algo que nos trasciende, que nos agarra por la espalda, como definía Goethe a las fuerzas de la naturaleza, nos llevan hacia lo que tenemos de más propio y personal aun si prefiriéramos guardárnoslo, no revelarlo, aun en contra de nosotros mismos. Me es difícil escribir, me exijo hacerlo lo más concienzuda y laboriosamente posible, confío en que esa laboriosidad en algún momento dará sus frutos.  Pasados algunos años uno se vuelve a leer, generalmente porque debe revisar las pruebas de imprenta de una segunda y tardía edición. Entonces, se asombra de sí mismo, lo asalta la perplejidad de sentirse otro. Debe ser, se dice, que una mano guiaba mi mano, que la musa subida a mi hombro me susurraba al oído, aun si se descree de la musa y de la vena de la inspiración, aun si se sabe que escribir no tiene que ver con musa, ni con inspiración, solo con días, meses, años, lustros de infatigable trabajo atenido al cumplimiento de la plenitud de una forma.

Me gustaría citar una sentencia, más clara imposible, con la que me atengo casi como a un credo, del discurso de Estocolmo del novelista francés Claude Simon, premio Nobel de 1985, que figura como epígrafe de mi recién publicada novela Vamos, venimos, Seix Barral, Bogotá: “Uno no escribe (ni describe) nunca algo que pasó antes del trabajo de escritura, sino más bien lo que se produce (y eso en todos los sentidos del término) en el transcurso de este trabajo, en el presente de este”. Dicho de otra manera, la famosa y directa máxima de Pablo Picasso: “Yo no busco, yo encuentro. Buscar es a partir de hechos conocidos y querer algo conocido en lo nuevo. Encontrar es lo totalmente nuevo, también en el movimiento. Todos los caminos están abiertos, y lo que se encuentra es desconocido. Es un riesgo, una sagrada aventura».

La autoría del segundo epígrafe, que a mi entender se complementa y enlaza con el de Claude Simon, proviene de Autos relativos a la muerte de Raymond Roussel, de Leonardo Sciascia: “Los hechos de la vida siempre se vuelven más complejos y oscuros, más ambiguos y equívocos, o sea, tal y como verdaderamente son, cuando se los escribe.”  Y sí, mientras escribo, mis preguntas van hacia la condición bajo sospecha de lo humano.

—Por último, quisiera que nos hablara de su visión del presente y su perspectiva de los tiempos por venir, dentro y fuera de Venezuela. ¿Vislumbra tiempos cada vez más difíciles y amenazantes? ¿Tiene preocupaciones que pudiese compartir?

—No me siento capaz de dar una respuesta que no vaya a engrosar el flujo permanente de caóticas, confusas por exceso, arrogantes opiniones, profecías, repetición de datos que circulan aceleradamente por la mensajería de las redes. Todos esos dogmas infundados, tempestuosos de reactividad e inmediatez, es decir del pensamiento trunco sobrepasado, urgido, por la aceleración del flujo de datos (este no es precisamente nuestro caso, usuarios como somos de un sistema de alta tecnología lento y defectuoso) y algunas pocas verdades con sentido clamando en el polvo del desierto, impiden discriminar la previsibilidad, la falsedad o veracidad de aquellos dogmas o de algunas de esas verdades con sentido.  La inocultable pavorosa situación que padecemos, unida a la pandemia, al cambio climático, a las disrupciones del mundo natural, indiferente, indomesticable, representan una fatalidad para la que no estábamos preparados. Esta pregunta me ha tenido durante todos estos días agobiada pensando que preferiría esquivarla.  Es una pregunta para la que no tengo respuesta. Esto pasará, pasará, todo pasa. ¿La sociedad secular saldrá fortalecida? Me gustaría, de todo corazón quisiera, aunque me cuesta creerlo. ¿Seremos los mismos de siempre, o peores? No lo sé.

Nunca he sido afecta a la celebración de los cumpleaños, menos ahora que voy para los ochenta. No puedo olvidar una frase del humor cáustico e ingenioso de Bernard Shaw: Los viejos no son confiables. ¿Por qué?, le preguntaron. Porque no tienen futuro. De fiar lo son solo aquellos que saben que no son confiables por el simple hecho de que están de ida. Pero muchos viejos se figuran que por el simple hecho de serlo encarnan la sabiduría. Alguien me dijo, acude a los filósofos. Los filósofos son humanos, también se equivocan. Acuérdense que Foucault declaró que la revolución islámica del ayatola Jomeini por su estilo «musulmán» podría significar el inicio de una nueva forma de “espiritualidad política” no solo para oriente sino también para occidente, por suerte poco tiempo después de su deslumbramiento procedió a una dura autocrítica acerca de su injustificable error de apreciación. Sartre viejo apoyó sin reservas la causa del maoísmo, antes la de Stalin y el PC francés, justificó la matanza de los atletas israelíes en las olimpiadas de Múnich y respaldó el genocidio de Pol Pot y sus Jemeres Rojos. Barthes en el 76 volvió del viaje a China fascinado. Agamben, poco antes de que se expandiera la epidemia, la minimizó como una invención del Estado de excepción. La sabiduría está mucho menos bien repartida de lo que nos serviría para enfrentar el mal y aclarar ideas.  La sabiduría más a menudo de lo ordinario bordea la superchería.

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