Papel Literario

“Viaje hacia la poesía de Eugenio Montejo” (selección)

por El Nacional El Nacional

Por MAYLEN SOSA

Líneas para un rostro

En diferentes artículos y entrevistas Eugenio Montejo aludirá a una serie de ideas que pueden servir de clave para iniciar una inmersión en su imaginario poético; nos referimos a la relación entre lengua e identidad, el vínculo entre vida y poesía, la visión del arte como religión así como la concepción de la fuerza mítica de la palabra poética.

En un artículo que lleva el significativo título de “Poesía, identidad y lengua natal” destaca la cercanía estrecha entre el habla de un lugar y las personas que conviven con ese lenguaje cotidianamente: “Quienes aquí nacimos hemos sido creados a imagen y semejanza de sus palabras y del acento con que en esta tierra suenan las palabras” (1), distanciándose de cualquier concepción de la poesía como verbo separado de la historia inmediata y de las tonalidades propias que cada territorio impone a sus hablantes, el poeta se afianza en el cuerpo materno-religioso de un conjunto de signos con el que se establecerá un vínculo de manifiesta raigambre amorosa y afectiva.

En otro momento, expondrá, comentando a la crítica y poeta alemana Hilde Domin, que “el verdadero compromiso del poeta [es] la búsqueda reveladora de su identidad” (2), entendiendo de esta manera que es el hallazgo de la identidad profunda lo que depara la iniciación en la palabra poética, aspecto que luego se amplía en un artículo sobre el poeta chileno Gonzalo Rojas: “El hombre es, pues, fatalmente oscuro. Solo mediante el relámpago del poema se logra, cuando se logra, atisbar algo de la claridad que es como decir la identidad de quien lo escribe, a la vez que puede servirnos para columbrar la de quien lo lee” (3), se habla de la vida como un trayecto por el que se avanza desde la fatal ceguera de sí mismo, pero que gracias a la poesía, cuando logra contener un “peso”, esta proyecta una luz sobre los rasgos que permanecen entre sombras del creador, revelándole así su verdadera naturaleza.

El vínculo entre vida y poesía es otro aspecto insoslayable dentro de este pensamiento poético, como ámbitos que se interpenetran y complementan. Alejándose nuevamente de la idea de poesía pura, como escritura abstracta que se regodea en el ocultamiento del elemento subjetivo, Montejo afirmará que “el dato biográfico ha tomado parte [en su obra] como una realidad, como una constancia” (4), hecho que Américo Ferrari pone en evidencia al señalar que los núcleos de significado que aparecen en su poesía “tienen en común el ser objetos de una experiencia directa de la vida en esta tierra y el estar marcados por una fuerte impronta emocional” (5). Nos encontramos de esta manera ante el conjunto de una escritura que no niega ni oculta las circunstancias vitales, sino que más bien las acrisola como elemento constituyente de la creación, como una parcela indispensable tanto para la construcción poética como para la expresión de verdades profundas.

La visión del arte como territorio religioso se encuentra estrechamente enlazada a la idea de la palabra como signo imbuido de una potencia mítica. Desde la aseveración puntual de que “La poesía es la última religión que nos queda” (6), Montejo irá delimitando el entorno histórico en el que se vislumbra la poesía como espacio sagrado:

“Ante la creciente devaluación del lenguaje en beneficio de la mentira política o publicitaria, cuando las gentes andan por un lado y las palabras por otro, ¿de qué espacio dispone la verdad para convocarnos que pueda ser tan legítimo como el del poema? Ante el llamado fundamentalismo del dinero como exclusiva religión contemporánea, ¿qué otra religión podría rescatar al hombre contemporáneo sino la poesía? (7).

Las categorías de “verdad” y de “legitimidad”, al asociarse al ejercicio de la creación poética nos permiten acercarnos a otros espacios de religiosidad, en los que el hombre se vuelve hacia lo esencial, por lo que la poesía tiene el poder de convocar, de invocar esta suerte de magia o religión que nos reconcilia con nosotros mismos y con el entorno, por lo que la palabra poética se nos presenta como territorio sagrado por el que el hombre puede de nuevo acceder a lo espiritual y a lo trascendente.

De esta manera en un mundo plagado de separaciones, de rupturas, de soledad, la poesía se nos revela como lugar de reconciliaciones, desde el cual: “A magia do mito como historia verdadeira constitui um elemento fundamental da arte de nosso continente” (8), de este modo se cierra el círculo, al señalarse la identificación con un territorio en el que la legitimidad de lo mítico como verdad nos vuelve a conectar con la identidad profunda, sostenida en la visión del poeta como aquel que “ao falar, faz com que os coisas se ponham do pé. Este último e impossivei sem a forca mitica da palavra” (9).

Como rasgos generales que articulan los diversos sistemas de significación presentes en esta poesía, estos componentes antes mencionados, funcionan como fundamentos que sostienen la conformación de varias coordenadas simbólicas y semánticas; partiendo de la cercanía profunda con el mundo clásico, sus referentes y preceptos, Montejo desemboca en una nueva visita a personajes como Orfeo o Ulises, que desde sus páginas emanarán nuevos significados, tanto sobre su naturaleza como sobre el entorno hostil en el que los coloca el poeta: nuestras ciudades actuales.

Funcionarán dentro de su obra como figuras análogas que cantan en la soledad y revelan la esencia de un pensamiento que asume la orfandad del poeta en el mundo contemporáneo, pues como afirma el autor, continuando el pensamiento del colombiano Nicolás Gómez Dávila (10), el segundo medio siglo del siglo XX es “el más huero en espacio vital para la poesía” (11), por lo que el lugar del poeta es un espacio en sombras, marginal y compartido con pocos.

Respecto a este tiempo ajeno al arte, apunta Montejo que “estamos ahora atravesando un vasto cono de sombra donde la poesía no tiene esa primera y privilegiada atención que tuvo en el pasado” (12), como dos fuerzas contrarias se expresan por un lado, el arte y por otro, el materialismo imperante en nuestros días: “si miramos bien el fin del milenio, asistimos al radicalismo de dos religiones: la religión del dinero, por un lado y la religión de la poesía y del arte, por el otro” (13), como defensor de la tradición del arte, el autor se inclinará hacia una resistencia al materialismo extremo que predomina actualmente, ante el cual las figuras clásicas se yerguen como símbolos de valores más trascendentes y esenciales.

Por otro lado, la percepción del tiempo que se refleja en esta poesía es la de un tiempo circular, prolífico en simultaneidades, en el que confluyen pasado, presente y futuro como líneas que se entrecruzan permanentemente. Por ello no sorprende que sus versos se articulen constantemente alrededor de visiones sobre la noción del tiempo y su transcurrir. Para Montejo “el tiempo es la verdadera sangre del autor” (14), en el sentido de que cada creador se encuentra marcado indefectiblemente por el paso del tiempo, por el cambio de las edades y por la sucesión de las experiencias:

“Dar expresión a cierto tratamiento mítico del tiempo, tal como creo percibirlo en la psicología de nuestra gente, según influjos que provienen de los pueblos pre-colombinos y de los africanos que se integraron al nuevo mundo. Más que como una linealidad, el tiempo es percibido por ellos en forma circular, de modo que el pasado y el futuro a menudo se mezclan” (15).

Hilvanado a este aspecto se halla el de la noción también recurrente de la muerte, pero plasmada de diferentes formas durante el discurrir evolutivo y progresivo de las obras, así en sus “primeros poemas la expresión angustiosa de la muerte cobraba mayor resalte y los más recientes, en cambio recrean el tema desde otra perspectiva donde la edad marca su impronta” (16).

Lo cósmico se puede afirmar que es otro de los elementos esenciales dentro de esta poesía, ya que funcionará como una fuerza generadora de una conciencia de amplitud, en el seno de la cual se plantea la convivencia de materias de diferente sustancia y temporalidad: el hombre, la piedra, los árboles, los astros. Cada uno en posesión de un tempo vital que los distancia, pero que también los pone en confluencia.

Rivera expresa la cercanía de Montejo con la tradición de la poesía cósmica de origen nietzscheano, encarnando el autor al “poeta moderno [que] se ha propuesto un regreso a los ritos y fiestas antiguas en los que se invocaban las fuerzas telúricas, en los que hombre y tierra eran una sola cosa viviente” (17), no obstante, esta búsqueda de conexión no acontece de manera mágica o misteriosa, como bien apunta Ferrari, pues:

“La relación con lo terrestre, inocente, espontánea e inmediata en el río, en el árbol […] es en él ambigua y mediatizada, es algo que él tiene que aprender, conquistar y construir. La unión mística con la tierra […] no se da en él sino de manera precaria, fugitiva, fragmentaria” (18).

La presencia de las ciudades, como espacio de conflicto, de ruptura, de orfandad, es otro aspecto central de esta literatura. Al señalarse el escritor como individuo proveniente de un mundo lento, agrario, pre-petrolero, se puede constatar la fractura interior que supone ser testigo de la mutación de los lugares de la infancia, espacios que sin embargo persisten en la memoria y en la escritura: “mi infancia tuvo a la vista los ritmos y las costumbres de procedencia agrícolas que prevalecían en gran parte de la gente de entonces” (19), se refiere a la Venezuela de los años veinte, que presenció la aparición del petróleo, y que después desaparecerá para asemejar sus formas a las otras ciudades del siglo XX: “aeropuerto tras aeropuerto, sus líneas [las de esta ciudad moderna] se nos repiten idénticas dondequiera que lleguemos, con su prisa feroz y sus hervores mecánicos” (20).

Como ámbito de disputa en el que estamos obligados a habitar, las ciudades serán para este autor referenciales piedras de toque, dentro de una concepción literaria que, en oposición a estas urbes, tiende “siempre a la búsqueda de un equilibrio” (21).

Por último, lo que hemos designado como “símbolos” o “misterios naturales” viene a conjugar una serie de elementos que articulan una visión profunda y compleja de la naturaleza, vinculada a las otras líneas de significación enunciadas previamente, referidas a los aspectos cósmicos y temporales de esta poesía.

Los árboles, las piedras, animales como los pájaros, los gallos, los caballos, las arañas y las cigarras, vienen a configurar dentro de este particular sistema poético, un alfabeto de símbolos naturales a través del cual el escritor revela su visión sobre el enigma de la vida y sus signos disímiles y múltiples. Será el canto del gallo el elemento puente, que dinamiza y transmuta el ámbito de lo natural a lo urbano, pues en la poesía de Montejo “todavía se oyen los cantos del gallo, pero se oyen porque [él] los [oyó] en [su] infancia” (22), y así se observa como “la ciudad comienza donde termina el canto de los gallos” (23).

Estos cinco hilos significantes funcionado como claves o señales que conducen esta lectura de la poesía que, desde los sesenta, conforma Montejo: los clásicos, el tiempo, lo cósmico, las ciudades y los misterios naturales nos permiten así el estudio de una textualidad que intenta rescatar desde los márgenes de la cultura para religar, para reencontrar los sentidos ocultos o subyacentes a los espacios modernos.

Sin embargo, las líneas de exploración por las que aspiramos a mostrar nuevos sentidos dentro de la obra del venezolano son: los clásicos, que aunque han sido revisados en algunos trabajos, se analizarán ahora desde la recontextualización y reinserción en el presente, desde la resignificación realizada por el poeta a partir de pulsiones poéticas propias, los mitos indígenas de “Manoa” y “El Dorado”, entendidos como líneas de fuga significativos para la contemporaneidad materialista, al propugnar una revaloración de un pasado y de una tradición americana que vivifica y reformula el presente; la naturaleza, registrada ahora más profundamente como ámbito de misterio e identificación, huella de un pasado pero, a la vez, como sentido proteico que no siempre muestra la misma faz, los diálogos intertextuales que traza esta escritura con otros discursos poéticos afines o semejantes, como lo son los de Pessoa, Cavafy y Jules Supervielle, en los que el autor encuentra ritmos, sonoridades y tonos que percibe como cercanos. Los vínculos con estos discursos se muestran tanto en su obra poética como en la ensayística, como se puede verificar en los poemas “La estatua de Pessoa”, de Alfabeto del mundo, “Ítaca” y “Noches de trasatlántico” de Tiempo transfigurado, y en los ensayos de La ventana oblicua y El taller blanco dedicados a Jules Supervielle y Cavafy respectivamente. Y por último indagaremos en el sentido de las otras exploraciones literarias que se permite el escritor a través de la palabra de sus heterónimos.

Hacia una ciudad más humana

El sentido de los misterios naturales en el entorno de esta poesía, no puede ser entendido sin percibirlo desde el enfrentamiento planteado con las ciudades modernas y sus ritmos de velocidades vertiginosas, en contraste con la cadencia más pausada y contemplativa que el escritor conserva de las ciudades de su infancia.

Ambos cabos son los extremos visibles de la difícil relación de Montejo con el espíritu veloz y utilitario de los tiempos presentes y sus espacios forjados a imagen y semejanza de estos valores neoliberales, sitios eminentemente urbanos, por lo que de esta percepción conflictiva emergerá en sus versos un espacio natural sociabilizado que se alía de modo indisoluble a un espacio urbano imaginado, ideal.

Como una nueva reformulación del conflicto campo-ciudad, visto ahora desde las coordenadas que el final del siglo XX posibilita, frente al vacío y la esterilidad serial (24) de muchas ciudades contemporáneas, la naturaleza se propone en esta escritura como un enigma con el que en otros tiempos (la mítica edad de oro) (25), hubo una conexión que se anhela recuperar.

En el capítulo XI de El Quijote, se narra cómo después de compartir el caballero con unos cabreros la cena, debido a la observación de unas bellotas, inicia una disertación sobre la Edad Dorada: “Dichosa edad y siglos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, […] porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de ‘tuyo’ y ‘mío’”(26), así, todo lo que el hombre necesitaba lo ofrendaba la naturaleza, y todo era paz, amistad y concordia.

También Octavio Paz apunta que “el tiempo primordial modelo de todos los tiempos, la era de la concordia entre el hombre y la naturaleza y entre el hombre y los hombres, se llama en Occidente la edad de oro” (27), tanto para Cervantes como para Paz luego de esta época breve y dichosa que se remonta a una antigüedad indeterminada, sobrevienen los días de dispersión y corrupción, que como apunta Don Quijote, justifican la aparición de caballeros andantes que deben defender, socorrer y amparar a los desvalidos.

En Montejo, la palabra poética fundará imaginariamente ciudades más humanas, en las que el paisaje no sea desplazado sino más bien integrado como elemento indispensable y necesario de urbes deseadas a la medida de sus habitantes, también en clara consonancia con las ideas ecológicas que el escritor comparte.

El proceso vertiginoso de cambio y de modernización que afectó físicamente las ciudades durante el siglo XX, y que significó también un cambio en el estilo de vida y los valores de los ciudadanos, se plantea en la poesía del venezolano como un impulso que dirige de nuevo la vista hacia una tradición desplazada que engloba una idea de naturaleza y de ciudad acorde con el ser humano. Por ello el autor afirma que:

“Siempre he creído que la poesía se alimenta de los espacios humanizados de la ciudad. Los defiende, los genera, los necesita. Ahora bien, ocurre que ya casi no quedan ciudades, ya no quedan urbes que crezcan con el hombre como medida. La única medida de nuestra época es el automóvil. El hombre vive hoy en un espacio ajeno” (28).

Desde ese lugar que se percibe hostil, el escritor reorganizará las partes de lo urbano, de lo humano y de lo natural, hasta lograr un constructo discursivo en el que se visualizan tensiones, pero en el que la naturaleza incide con su carga de misterio. La ciudad, a veces, se planteará como espacio ajeno y, otras, con las formas que el deseo del autor le otorga, y el hombre estará presente en una conexión imaginada y deseada cercana a estos elementos.

Apunta José Luis Romero, que las ciudades latinoamericanas se crean en el siglo XVI “como una proyección del mundo europeo, mercantil y burgués” (29), y tenían todas unas funciones muy específicas establecidas por la política colonial española: unas fueron ciudades portuarias, otras reductos militares, otras ciudades mineras y otras emporios mercantiles. Estas primeras ciudades, designadas por Romero como “hidalgas”, se fundan con el imperativo de ser fuertes que defendieran de los alzamientos indígenas y de ataques de piratas y de corsarios, y, en ellas, se demarcaron claramente los grupos privilegiados de los no privilegiados, los señores, de las castas sometidas. No obstante, esta supuesta hidalguía nunca lo fue completamente en la práctica, ya que el propósito primario de estos grupos fundacionales “era la riqueza, única vía para su ascenso social” (30).

Justamente va a ser el dinero, la actividad comercial, la que creará las condiciones para que se relacionen más estrechamente las diversas clases sociales y, particularmente, los mestizos van a ir minando el estatismo de la sociedad barroca latinoamericana. Estas primeras urbes se organizaron a partir de una plaza mayor, alrededor de la cual se establecía el cabildo, en muchas ocasiones una fuente, las casas privadas de los principales, los edificios públicos, las iglesias y los conventos, casi siempre de estilo barroco, herreriano, a veces isabelino, y ya, al final, de un barroco mestizo.

Para Romero, la emergencia de un barroco mestizo señalará la crisis de la sociedad barroca: “una clase alta hispánica que tolera una virgen morena está anunciando que ha asimilado algunos elementos de las culturas vernáculas: las comidas, los bailes y las canciones, el vestido” (31). Se inicia así, la pugna entre criollos y peninsulares por el poder, que desembocará en las guerras de independencia, y la participación del mundo rural en estas guerras será un factor primordial para la definición de una identidad que producirá, a su vez, una ruralización de la ciudad, evidente en el movimiento criollista, pero que también generará que los hábitos y costumbres urbanas pasen al campo.

Para las burguesías criollas, ilustradas y reformistas, la agricultura y el comercio serán sus principales motores de cambio y de progreso. Pero ya la ciudad patricia, regida por los hijos o nietos de los hombres que lucharon por la independencia, verá cambios más notorios en su fisonomía: “transformaciones que hacían irreconocible una ciudad en veinte años” (32). La reacción literaria, frente al veloz proceso de modernización que se verifica entre finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX, sobre todo en las ciudades latinoamericanas, ya que estos mismos cambios ocurrieron en Europa y Norteamérica de manera más coherente con el pasado, genera textos como el de “Fundación mítica de Buenos Aires” (33), de Jorge Luis Borges, en el que el espacio, la ciudad de la infancia, se fosiliza por medio de la escritura en un gesto de rechazo a la ciudad moderna, que va a significar el desarraigo.

Estas modificaciones, que se inician aproximadamente en 1880, tienen como modelo las grandes ciudades europeas, fundamentalmente el París de Haussman, con sus anchas avenidas y bulevares. No obstante, estas reformas no acontecen de igual manera en las ciudades grandes que en las pequeñas, en estas últimas, la fisonomía no sufrirá grandes cambios. Fábricas, edificios y avenidas, junto a una creciente población urbana, aumentada por las migraciones rurales y la inmigración, le conferirán a las ciudades latinoamericanas el tono de despersonalización de las grandes ciudades del mundo, así “la demolición de lo viejo para dar paso a un nuevo trazado urbano y a una nueva arquitectura […] se transformó en una aspiración que parecía resumir el supremo triunfo del progreso” (34).

Para el arquitecto Marco Negrón, el topos de la condena a la ciudad tiene su origen en relatos tan antiguos como los de “la corrupción de Sodoma y Gomorra o la confusión de Babel” (35), pero concretamente, y abordando el caso de las ciudades venezolanas y entre ellas, fundamentalmente, Caracas, esta se vio modificada por el oleaje de modernización funcionalista puesto en marcha desde 1936 y que alcanza sus cotas más elevadas en las décadas de 1950 y 1960.

Apunta así Negrón, que “el movimiento de la arquitectura moderna –aquel nacido entre las dos guerras mundiales– no tenía el menor empacho en hacer tabla rasa del pasado urbano y arquitectónico” (36), por lo que supuso la desaparición de espacios que luego la literatura denunciará con tristeza y nostalgia. Dicho “programa del movimiento moderno, […] define sus prioridades en función de las necesidades del ciudadano común, […]. Ese enfoque ejerció una influencia relevante en un momento crucial de la evolución de las ciudades venezolanas y de Caracas en particular, marcándola de manera irreversible” (37).

Por tanto, no puede Negrón dejar de señalar que las mutaciones aceleradas han marcado la fisonomía de Caracas, pues esta, “como muchas otras ciudades americanas, ha ido creciendo sobre sí misma, demoliendo las edificaciones más antiguas y construyendo las nuevas sobre sus ruinas sin siquiera preguntarse por el valor de lo desaparecido” (38), lo que, por supuesto, ha tenido como consecuencia que se “ha ido perdiendo una memoria colectiva y una importante seña de identidad” (39), situación visible en muchos poemas de Eugenio Montejo.

La aspiración que se pone en evidencia en su discurso, es la antes enunciada urgencia por generar espacios urbanos que tengan al hombre como medida y que, por ende, conserven la memoria histórica. Como apunta Negrón, se busca construir “una vida y un tejido urbanos capaces de recuperar la escala humana que a la metrópoli contemporánea tanto pareciera costarle encontrar” (40). Montejo parece coincidir con este ángulo de pensamiento sobre las ciudades, y edifica, desde la poesía, la ciudad que desea, una locación imaginaria en la que se entremezclan fragmentos de su infancia, pero también de lo que considera valioso y necesario de su presente:

Una ciudad

Escribo para fundar una ciudad

donde las piedras tengan nombres propios

y el sol las llame siempre

al alba, despertándolas.

Quiero elevarla junto al río

que llevo y que me lleva

para que a su rumor crezca el paisaje.

Mido planos, niveles, geometrías,

construyo andamios sólidos,

quiero que el odio sea convexo

y el amor cóncavo y exacto.

(…)

Una ciudad poblada de deseos

donde encuentre su techo el que pase

y la recorra hasta la muerte

o más tarde tal vez entre el viento fantasma

sin que ya nada lo destierre (41).

De la lectura en negativo del poema, se descubren las carencias que el sujeto poético manifiesta, pues de la aspiración de “fundar una ciudad / donde las piedras tengan nombres propios”, se infieren ciudades impersonales, en las que todos es “nadie”, ciudades que borran a sus habitantes al convertirlos en números, estadísticas. Pero no es casual la referencia a las piedras, pues señala Durand que son símbolos de “la estabilidad (42) en oposición a la inestabilidad interior propia del ser urbano, y, en cambio, el río, desde su enunciación por Heráclito, persiste como figura del paso del tiempo; por ello, Montejo afirma “quiero elevarla junto al río / que llevo y que me lleva”.

No se trata exactamente, como afirma Rivera, de una operación literaria en la que “la escritura vuelve a fundar la ciudad perdida” (43), sino, más bien, de un proceso más complejo en el que se engarzan líneas de territorialización del pasado, con líneas de fuga del sueño o del deseo, es decir, combinatorias de lo conocido con lo imaginado, por las que el autor busca rescatar la identificación del hombre antiguo con sus ciudades, pero desde las pulsiones que le impone el presente, del que no se puede desligar completamente, a pesar del rechazo que le inspiran: “cuando uno se asoma a las grandes metrópolis de hoy, la visión no puede ser la que tuvo el hombre de la ciudad antigua. Ahora se le escapa. Vivimos la era de después de los dioses y de después de las ciudades” (44).

En el escritor, confluye su mirada parcial de hombre finito, circunscrito a unas circunstancias y dueño de una porción limitada de tiempo vital sobre la tierra, con la más extensa de hombre histórico, que comparte un pasado más amplio que el propio con la humanidad, y de este cuestionamiento a la vez que distanciación de las ciudades, que se puede percibir como un estado de relativa conflictividad con el mundo inmediato, surgirá el intento de reconstruir, por medio de la palabra poética, el vínculo espiritual que compartía el antiguo morador griego con sus ciudades.

Pero no siempre la ciudad aparece en esta obra como elemento hostil y negativo. Algunas palabras, de 1976, muestra en “Nocturno” la mirada de una ciudad más amable, más cercana, con la que se interactúa, y sobre la que se impone el tono musical del título, apuntando a un estado interior melancólico y subjetivo:

“Noche de compasiva geometría

donde los ecos van y vuelven

entre edificios rectos.

Cruzan pasos sonámbulos

por calles que se cortan

oblicuas, en espejo.

Los últimos taxis llevan sombras.

Mudos televisores fosforecen.

Las palabras que flotan en el aire

con murmullos de vidrio

a esta hora son peces (45).

La comprobación de la relación conflictiva ya antes enunciada, es decir, de una imagen no siempre constante respecto a las ciudades en esta poesía, se muestra en este texto, pues se revela el espacio urbano a partir de una serie de imágenes dinámicas que se aíslan por el uso del punto y aparte, y que conforman una sucesión de instantáneas llenas de luz y de cálida contemplación, con lo que el uso de la adjetivación, nuevamente, matizará y delineará la atmósfera creada: “compasiva geometría”, “pasos sonámbulos”, “televisores” que “fosforecen”. No obstante, en sus versos será más habitual la percepción de una ciudad que incide dolorosamente en el hombre, por ejemplo cuando muda su faz, hecho tan común de las ciudades modernas, como ya hemos visto en Negrón:

“Están demoliendo la ciudad

donde tanto viví,

donde al final, sin percatarme

los ojos se me unieron a sus piedras.

(…)

los amigos crecieron, se mudaron, han muerto.

Se cae, se está cayendo sin espacio

y sin tiempo,

dentro y fuera de mí, por donde vaya,

a donde llegue,

sus calles ceden paso a nuevas avenidas,

los arquitectos miden el futuro, (46).

La imagen de la ciudad que se impone en Terredad, de 1978, es negativa, alude a un espacio vinculado con la identidad que desaparece velozmente, pues su demolición sugiere la ruptura violenta con lugares asociados a emociones, a vivencias: “los amigos, crecieron, se mudaron, han muerto”, y, por supuesto, el transcurrir temporal también se plantea estrechamente asociado con estos cambios, por lo que la ciudad sería un elemento análogo al cuerpo, que va siendo erosionado y transformado, movimiento que se percibe trágicamente en los versos: “se cae, se está cayendo sin espacio / y sin tiempo, / dentro y fuera de mí”. Nuevamente “Caracas” enunciará la separación infancia-hombre visualizada en la mutación de la urbe: “Tan altos son los edificios / que ya no se ve nada de mi infancia. Perdí mi patio con sus lentas nubes […] perdí mi nombre y el sueño de mi casa. […] Perdí mi sombra y el tacto de sus piedras” (47), de manera dolorosa se expresa el paso de la Caracas provinciana a la moderna y funcional.

El espacio urbano ha cambiado a través de la agresiva modernización a la que hace referencia Marco Negrón, y sustituye con nuevos edificios los espacios familiares, y con el desplazamiento se aleja también la “infancia”, se pierde también la identidad: “perdí mi nombre”, “perdí mi sombra”. El levantamiento de una nueva ciudad viene a borrar al individuo, en este caso habitante de patios “con sus lentas nubes”, de una ciudad poseedora de otros ritmos, opuestos a los actuales. Como continuación de este diálogo sobre ciudades ajenas al hombre, en Trópico absoluto, de 1982, se alega: “Adora a tu ciudad, pero no por mucho tiempo, / olvida el tacto de sus piedras, […] una ciudad no es fiel a un río ni a un árbol, / mucho menos a un hombre” (48).

En un ensayo realizado por Montejo sobre la ciudad de Lisboa, se puede advertir el elogio de las cualidades particulares que, a su modo de ver, seducen a los que llegan a sus puertos, así como también su valoración personal sobre las ciudades modernas en general:

“Cuando las tendencias modernas han uniformado gran parte de los ambientes urbanos borrándoles cualquier trazo distintivo. Su aspecto apacible, su apariencia de otro tiempo, se gana al viajero que procede de otros sitios gobernados por la prisa mecánica y las conductas automáticas” (49).

Los rasgos de Lisboa que Montejo destaca son su estilo distintivo y único, frente al aspecto “uniformado” de las ciudades contemporáneas, al igual que su “apariencia de otro tiempo”, en contraste con la de otros “sitios gobernados por la prisa mecánica”. Se va estructurando desde sus palabras la idea de ciudad como refugio, como espacio personal, como lugar que debiera conjugar el pasado y, por ello, su poesía revelará el ideal urbano como una zona en la que conviven armónicamente los tiempos y las épocas, y en el que las piedras hacen “visibles realidades sentimentales” (50). Así pues, se vislumbra la ciudad soñada que plasmará la imaginación poética del venezolano, elaborada equilibradamente con materias del pasado, del deseo y de la esperanza.

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Notas

(1) Eugenio Montejo: “Poesía, Identidad y lengua natal”, en Revista Universidad de Antioquia, (2002), Nº 270, octubre-diciembre, p. 46.

(2) Eugenio Montejo: “Poesía venezolana: valija de fin de siglo”, en Kart Kohut (ed.): Literatura venezolana hoy, Frankfurt Main, Madrid, Publicaciones del Centro de Estudios latinoamericanos de la Universidad Católica de Eichstätt, Serie A, Actas, 20, p. 297.

(3) Eugenio Montejo: “Gonzalo Rojas: el oscuro y el alumbrado”, en Actual, (2001) Nº 97-98, III etapa, julio-diciembre, pp. 234-235.

(4) Antonio López Ortega: “Recital Eugenio Montejo”, op. cit. p. 7.

(5) Américo Ferrari: “Eugenio Montejo y el alfabeto del mundo”, en http://www.secrel.com.br/jpoesia/bh8montejo1.htm [15/06/2004]

(6) Eugenio Montejo: “Gonzalo Rojas…” loc. cit. p. 238.

(7) Ibíd.

(8) “La magia del mito como historia verdadera constituye un elemento fundamental del arte de nuestro continente” (traducción mía) en Floriano Martins: “Eugenio Montejo…” loc. cit. p. 8.

(9) “Al hablar, hace como que las cosas se pongan de pié. Esto último es imposible sin la fuerza mítica de la palabra” (traducción mía). Ibíd.

(10) Nicolás Gómez Dávila es un filósofo colombiano (1913-1994) conservador, católico, cuya obra gira, en gran parte, en torno al reaccionarismo. Su forma literaria es el escolio y publicó Textos, 1959, y Escolios a un texto implícito I y II, 1977.

(11) Eugenio Montejo: El taller blanco, Caracas, Fundarte, 1983, p. 16.

(12) Antonio López Ortega: “Recital Eugenio Montejo”, op. cit. p. 11.

(13) Ibíd. p. 12.

(14) Laura Antillano: “Entrevista a Eugenio Montejo”, op. cit. p. 83.

(15) Ibíd. p. 83.

(16) Daniuska González: “Entrevista”, loc. cit. p. 17.

(17) Francisco Rivera: Entre el silencio y la palabra, op. cit. p. 42.

(18) Américo Ferrari: “Eugenio Montejo y el alfabeto del mundo”, loc. cit.

(19) Daniuska González: “Entrevista”, loc. cit. p. 16.

(20) Eugenio Montejo: El taller blancoop. cit. p. 15.

(21) María Alejandra Gutiérrez: “Eugenio Montejo” en http://www.poesía.org.ve/poema.php?codigo=615 [15/06/2004]

(22) Daniuska González: “Entrevista”, loc. cit. p. 11.

(23) Ibíd.

(24) Nos referimos a la fisonomía común de las ciudades contemporáneas: los centros comerciales, el predominio de edificios, los aeropuertos, las autopistas, los comercios que abarcan grandes superficies, aspecto que contribuye a generar una sensación de semejanza en ciudades muchas veces distantes espacialmente, consecuencia tal vez del proceso de globalización que acontece no solo en el ámbito de la información.

(25) De la Edad de Oro hablan Hesíodo en Los trabajos y los días, Ovidio en Las metamorfosis y hasta Cervantes en El Quijote. En todos los casos se alude a un tiempo definido como la primera edad del hombre, en la que vivían como dioses en medio de una eterna primavera en la que la naturaleza les prodigaba sin esfuerzo sus bienes. De esto habla Isaac J. Pardo en el primer capítulo de Fuegos bajo el agua, la invención de utopía, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1990.

(26) Miguel de Cervantes: El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, Buenos Aires, Sopena, 1938. p. 45.

(27) Octavio Paz: Los hijos del limo, Barcelona, Seix Barral, 1974, p. 28.

(28) Laura Antillano: “Entrevista a Eugenio Montejo” en La palmera luminosaop. cit. p. 85.

(29) José Luis Romero: Latinoamérica: las ciudades y las ideas. Buenos Aires, Siglo XXI, 2001. p. 9.

(30) Ibíd. p. 74.

(31) Ibíd. p. 107.

(32) Ibíd. p. 247.

(33) Jorge Luis Borges: Obras completas, vol. 1, Barcelona, Círculo de lectores, 1992, p. 103.

(34) José Luis Romero: Latinoamérica: las ciudades y las ideasop. cit. p. 275.

(35) Marco Negrón: La cosa humana por excelencia: Controversias sobre la ciudad, Caracas, Fundación para la cultura urbana, 2004, p. 69.

(36) Ibíd. p. 146.

(37) Ibíd. p. 148.

(38) Ibíd. p. 159.

(39) Ibíd.

(40) Ibíd. p. 150.

(41) Eugenio Montejo: Terredadop. cit. p. 61.

(42) Gilbert Durand: Las estructuras antropológicas de lo imaginarioop. cit. p. 324.

(43) Francisco Rivera: Entre el silencio y la palabraop. cit. p. 56.

(44) Javier Rodríguez Marcos: “Siempre necesitamos decir de nuevo las palabras de amor”,(referido al libro Papiros amorosos de Eugenio Montejo) en http://www.elpais.es/suple/babelia/articulo.html?xref=20020622elpbabnar [20/05/2004]

(45) Eugenio Montejo: Algunas palabrasop. cit. p. 29

(46) “Están demoliendo la ciudad”, en Eugenio Montejo: Terredadop. cit. 40.

(47) Ibíd. p. 55.

(48) Eugenio Montejo: Trópico absolutoop. cit. p. 16.

(49) Eugenio Montejo: “Las piedras de Lisboa”, noviembre de 1989, en Vuelta, 156, p. 67.

(50) Ibídem.

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Maylen Carolina Sosa Silva (Venezuela, 1973). Licenciada en Letras por la Universidad del Zulia (1995), magíster en Literatura Latinoamericana por la Universidad Simón Bolívar (2000) y doctora en Literatura Española e Hispanoamericana por la Universidad de Salamanca, España (2009). Ha publicado dos poemarios, Deseos como serpientes (1998) y Transparencia del aire (2009). Profesora titular de la Universidad Nacional Experimental Francisco de Miranda, en Coro. Editora de la Revista electrónica De la crítica del Centro de Estudios Literarios y Lingüísticos Lydda Franco Farías (Celyl) de la misma universidad.