Papel Literario

Tres poemas de Luis Gerardo Mármol

por El Nacional El Nacional

El mar del flamboyán

A mi madre,

Luz Bosch Cabruja

Para cantar hay que mirar, decimos,

pero no es verdad.

¿Corazón o fronda? Las entretelas, la Luz que se oye,

un abrazo amoroso en cualquiera de los mundos,

como la Visitación.

¿Qué óleos, qué terciopelos habrá

para los vientres que guardan el cielo?

No hay aquí árboles desnudos sobre la nieve,

ni te despierta, mamá,

el chillido de los pájaros sobre los árboles de invierno,

dejando el suelo lleno con cáscaras de semilla.

A ti te despierta el flamboyán.

¿Quién podrá decir a un pájaro:

tú conoces mi voz?

Es rojo el oro, carmesí.

Amor de mis caminos,

¿no hay florecientes, prolongados estíos?

¿No andamos siempre entre chamizas, que ya somos o seremos,

y flores a destiempo?

Tú ya conoces un presente que aún no puedo conocer.

Pero hay cavernas que son montes

o el misterio del vuelo implume, diciendo

“en cada llaga miro tu corazón”.

Aquí hemos querido, desde hace ya tiempo, pintar la luz.

¿Es así el presente cuando no hay futuro?

“Pero yo no me siento decrépita”, me dices,

“¿no voy a tomar mis baños bailando?”

Decir que el horizonte es una flor es fácil,

pero no: es la punta de una flor, el oro. ¿Dónde comienza la flor?

¡Azufre rojo, flamboyán del éxtasis!

Nuestra alma, fuego líquido

¿qué vado, qué brazo de mar, qué fuego esmaltado, turbión de pájaros,

avista o recuerda, dando espuela a las rocas del estrecho?

Y de este azufre y de la luz, ¿cuál es la yunta, la exacta medida,

la medida del oro?

Solo podemos suspirar al verla,

justo al término de la flor.

¿Cuál es la medida?

¿Un grifo que alza vuelo (conocerá nuestra voz)?

¿La luna del Derviche y las lágrimas, agua mezclada con fuego,

como decía aquel viejo maestro?

Fuego en el agua, nuestra sangre, alimento del mundo;

¿no late también el sol?

Pero, ¿y el otro Sol, los otros latidos,

a los que este sol emula?

El vuelo sin plumas, rojo invisible, ¿es uno solo,

remolino de tímpanos, atabales,

lecho oceánico del oído,

sobre una calurosa estera?

¿No es este apenas el inicio?

El testigo del sol es el mismo sol,

dice el ángel giróvago,

y muestra, oro de coral,

su granada de diez mil ojos,

la jovial ciencia de su carne impoluta.

(Del libro La Venus del espejo y otros poemas, inédito)

**

Agua parpadeante, Ojo que guardas

Bajo un velo de llama tanto sueño

Paul Valéry, El cementerio marino

(Trad. Jorge Guillén)

Del tardo mediodía,

del prolongado mediodía y sus azotes,

¿no hay huellas en este resol, pulso de la cortina de nubes?

¿Se sueñan a sí mismos?

¿No es este resol el rostro o los muchos rostros detrás?

¿Qué aguas estamos mirando?

La compasión que canta, la compasión que cuenta,

agua de veras mujer.

¡Y la que canta es la más áspera!

¿En dónde está la luz que se respira?

La tierra clara y el agua que es ya solo fuego,

¿harán que olvidemos nuestros ríos de vino?

¿Y cómo podrían?

Alguien preguntará: el mejor de los entusiasmos, ¿no es siempre nostalgia?

Y esto es así

incluso, o sobre todo,

para aquel que a nada quiere renunciar.

La tierra clara, piel de la tierra,

la que limpia las manos al tocarla,

nuestra piel, oro-azur, pero también vino y esmeralda

son, finalmente, otra manera de la luz,

por la cual vemos todo lo que puede verse.

La piel del agua, trémula,

¿canta cuando se mira el fondo, y si no, cuenta?

¿Canta cuando en el fondo se mira, blanco,

el vuelo del buitre, su piel?

De blanca piedra en su cerebro

nace, nos dicen, la leche de las mujeres.

“¿Podrá la piel del mar tener estigmas?”, canta el sol inocente.

¿Cómo despierta, sin palabras, la memoria?

¿Qué arena no está hecha de joyas?

En toda orilla están las islas divinas,

y hasta un hilo de agua sucio y mancillado, que allí desemboca,

nos da, si a pie lo atraviesas

frescas noticias de la soledad divina.

Nace el mundo: una flor se enraiza en el agua.

Así dicen quienes la han visto rodar por el cielo.

Este buitre es el loco, el bufón, la sabiduría divina.

¿Es también la mar el brillo de una flecha?

La luz al Norte, ¡cuántos estigmas señala!

El mar es hijo del mayor de los laberintos:

por eso uno se pregunta si ha de existir por siempre.

¿Y por él no se viaja hasta los santos lugares?

La flor de las aguas es todas las flores,

la de mil pétalos y más;

y uno, tan torpe dibujante y tan necio danzando,

¿no anda siempre como si dibujara?

Hay un canto firme, una sagrada obstinación, en cada giro.

El mar abraza al elegido, y lo hala.

Solo tras larga súplica lo retorna.

¿No está el perdón escrito sobre la arena, con blancos guijarros

dentro de una fortaleza de arena, hecha por una niña?

El agua borra la escritura, no el perdón.

Antes de partir, debo sentarme sobre el agua.

(De Tercer libro de los entusiasmos, inédito)

**

La luz que se oye

Es verdad, Alejandra:

si decimos agua, no por ello bebemos.

Es verdad, Alejandra:

si decimos pan, no por ello comemos.

Es verdad, la palabra no es la cosa;

no es fuego visible,

quizá ni siquiera es razón.

La palabra no es luz que se mira.

Pero al oír decir pan o agua,

puede el espíritu elevarse al cielo.

No leas los poemas, me ha sido dicho,

deja, o aún mejor, procura que otro los lea para ti.

La boca es un corazón.

Despertar a los muertos no es algo que se hace a espaldas de Dios,

quien hizo las palabras y lo inefable.

Es verdad, el espíritu no se ve:

el espíritu escucha y se escucha.

Eso no es hacer ausencia.

Pero la rosa en medio del árbol, el oído:

he allí el corazón mayor.

Copa, sí, campo esmaltado para los corceles,

la sangre de la quinta llaga que ahora te cubre

alza tus ojos y alzará los nuestros,

y sabes, y sabremos,

cómo se hace música el miraje.

Late el sol, quinta llaga, séptimo rayo, corazón.

Ahora te cubre y arropa, tierno vigía, cum pudoris lilio,

los gestos del temblor que redescubres.

Muchas de estas palabras son como las de antes.

Pero allí, ¿no son sencillas aún las palabras desconocidas?

Y aún hay otra flor.

Muchas voces se escuchan.

El ruido de sus alas, como la voz cuando habla,

praderas de zafiro.

Quae per aurem concepisti

Gabrielis nuntio.

Esta es la verdadera flor azul, El Trono,

por entre las que pace la maravilla de nuestro corazón,

por donde aspira.

(De Entusiasmos, Kalathos Ediciones, 2016)