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Teresa Carreño, la múltiple

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Por FRANCISCO JAVIER PÉREZ

Guiada por un mandato estético de gran proyección, la venezolana Teresa Carreño desarrollaría una de las carreras musicales más brillantes del siglo XIX. A la par que cualquiera de los grandes nombres de su siglo musical, fue prodigio del piano y una de sus virtuosas más memorables, además de compositora, cantante, directora de orquesta, empresaria lírica, profesora y teórica de la música. Sin que se pueda determinar si todo este múltiple ejercicio profesional fue el motor o el motivo de su férrea personalidad artística –quizá su haber más duradero–,  la figura de esta autora legendaria cautivó a los públicos más exigentes de su tiempo y fascinó a algunos de los espíritus más nobles de la música de su siglo, que para elogiarla utilizaron el género gramatical masculino como definición rotunda sobre el impacto de su trayectoria. Así, Brahms dijo de ella que no era “una pianista”, sino “un pianista” (la autoría de la frase también se le atribuye a Anton Rubinstein). Para acompañar su féretro el día de su sepelio en Nueva York, rodeada de familiares, colegas y discípulos, se escogió a un notable conjunto de celebridades musicales: los pianistas Ignace Jan Paderewski y Ernest Hutcheson, los directores de orquesta Walter Damrosch y Josef Stransky, el señor Walter Rothwell, los violinistas Mischa Elman, Franz Kneisel y Albert Spalding y el fabricante de pianos Charles H. Steinway.

Todo comenzó en Caracas, donde había nacido el 22 de diciembre de 1853, ya desde ese tiempo una de las capitales musicales más destacadas del continente. Su formación como pianista y su ejercicio a muy temprana edad (a los nueve años debutaría como niña prodigio en Nueva York, en solitario, y en Boston, acompañada por la orquesta de la Sociedad Filarmónica) estuvo tutelada por su padre, el también músico Manuel Antonio Carreño, sabio latinista y reconocido pedagogo, autor del muy celebrado Manual de urbanidad y buenas maneras para jóvenes de ambos sexos (popularizado como el “Manual de Carreño”), el libro más editado, vendido, seguido y venerado en Venezuela y buena parte de Hispanoamérica durante los siglos XIX y XX, en relación a las buenas costumbres que debían exhibir las personas educadas. Los Carreño, por otra parte, habían consolidado desde las décadas finales del siglo XVIII una estirpe familiar de gran arraigo, en la que brillaron dos indiscutibles luminarias del firmamento cultural de la pre independencia venezolana: Simón (Carreño) Rodríguez, el filósofo que actuaría como mentor espiritual de Simón Bolívar; y su hermano Cayetano Carreño, nombre cúspide del pre romanticismo musical. El disciplinado magisterio de su padre, hijo de Cayetano, y la dotación de una sensibilidad inusual fueron modelando el talento genial de una niña que asombraría por ello al mundo entero. Antes de cumplir los veinte años, Teresa Carreño ya había actuado en Nueva York, Boston, La Habana, París, Londres y Edimburgo, donde debutaría, además, como cantante de ópera.

Su formación pianística se completaría en Caracas con el profesor Julio Hohenus y, principalmente, en los Estados Unidos, donde recibiría enseñanzas del que reconocería ella misma como su verdadero maestro, el virtuoso Louis Moreau Gottschalk, y del que se convertiría en una fiel divulgadora de su obra al incluir siempre piezas del maestro norteamericano en su repertorio más recurrido. La influencia de este autor será muy grande en la Carreño compositora, dejando expresa mención de ello en su Gottschalk Waltz, Nº 1.

Culminado este período formativo en Nueva York, Teresa Carreño emprenderá sus primeras giras de conciertos por Europa. En París, el gran Rossini la recomendará para los conciertos Vivier, en donde de inmediato entra en contacto con la élite musical del momento y se la comienza a vincular con Liszt, al que luego conocerá, calificándola de “Liszt con vestido de niña”. En seguidilla, fertilizarán las amistades con Saint-Saëns, Gounod, Marmontel, Thomas, Berlioz y con un discípulo de Chopin, Georges Mathias, del que recibiría lecciones. En Londres trabará amistad filial con Anton Rubinstein, quien desde el primer encuentro quedará cautivado por el prodigio de esta niña pianista de quince años, a la que adopta como discípula favorita.

Alemania será determinante en la carrera de la célebre pianista. Hará de Berlín su residencia permanente (en el número 28 de la Kurfürstendamm, hoy sede de un conocido banco alemán), entre los años 1889 y 1916, y ello le permitirá convertirse en una personalidad musical alemana y codearse con Johannes Brahms, Hans von Bülow, Edward Grieg, Arthur Nikish, Wilhelm Backhaus y, por sobre cualquier otro nombre, con una Clara Schumann anciana, que al oírla tocar dirá: “¡Gracias a Dios que antes de morirme he podido escuchar a Liszt hembra!”. Su popularidad en este país fue tal que se la conocía por su encanto como “la mamá de Berlín” y por su robustez interpretativa y física como “la walkiria del piano”. También en Alemania conocerá a su tercer marido, el pianista escosés de nacionalidad alemana Eugen d’Albert, discípulo de Liszt, con el que vivirá unos cuatro años y con el que tendrá dos de sus cinco hijos (se conserva hoy como un museo la “Villa Teresa”, un incomparable lugar a orillas del Elba, en Coswig, donde el matrimonio tuvo su residencia). Testimonio de la intensidad de esta relación sentimental y artística a la vez, se podrán apreciar en la Sonata en fa sostenido menor, op. 10, escrita por d’Albert durante los años en que están juntos, los amorosos destellos y los virtuosos raptos dedicados a la esposa en esta obra. Asimismo, compondrá para ella su Segundo concierto en mi bemol mayor, op. 12, entre otras obras. En cierta medida Teresa y Eugen («Eugy») resultaban artistas con carreras muy similares y con desarrollos bastante simétricos: niños prodigios, virtuosos del piano, figuras tuteladas por celebridades musicales, dedicación a componer para su instrumento obras de bravura y encanto, injusto olvido o desaparición de sus obras de las salas de conciertos (en el caso de d’Albert solo ha sobrevivido una de las diecisiete óperas que compuso: Tiefland, de 1903).

El año 1915 viajará a Madrid para cumplir con cuatro recitales en la Sociedad Filarmónica. Adicionalmente, será invitada por el rey Alfonso XIII, a instancias de su madre la reina María Cristina, para que tocara en dos sesiones privadas para la familia real. A pesar de una bronquitis muy aguda, la Carreño cumple con los compromisos, y resulta honrada por el rey, tocando obras del repertorio romántico en el Palacio Real. La reina madre era una admiradora de la pianista desde hacía décadas y tenía una foto suya enmarcada en su cuarto, por la que el rey había conocido la imagen de la pianista desde que era un niño. Cargada de obsequios y presentes terminó esta gira madrileña que no volvería a repetirse: “Dejé España con el corazón lleno de gratitud por toda la amabilidad y los honores que me habían sido otorgados”.

El vértigo y la exigencia de sus giras de concierto eran tales que se conserva el dato sobre los 132 conciertos dados por la Carreño entre el verano de 1908 y la primavera de 1909. Este exigente ritmo de actividad concertística fue sin duda una de las causas de su muerte a los 63 años. En cuanto a su salud, en una carta de 1916 refiere cómo cada invierno sufría crónicamente de muy fuertes catarros. Asimismo, padecía desde 1901 de insuficiencia cardíaca. Los síntomas inequívocos de la aguda enfermedad nerviosa que la aquejaba de tiempo atrás se le presentaron en La Habana, la última plaza que la vio tocar, cuando sufre una parálisis parcial del nervio óptico, producto de años de mucha tensión laboral y de escaso descanso.

Teresa Carreño / National Portrait Gallery, Smithsonian Institution

A la par con su carrera concertística, Teresa Carreño desarrolló una importante actividad como compositora, conformada por 40 opus numerados y 33 sin numeración, que incluyen fundamentalmente piezas para piano solo, obras para voz y piano (Hoja de Album. Lamartine y Movimiento de Barcarola), obras para coro y orquesta (el Himno a Bolívar, que a ratos recuerda al Verdi del “Gloria al Egipto” de Aída y a ratos al Berlioz del final de la Sinfonía fúnebre y triunfal; y el Himno al Ilustre Americano, dedicada al caudillo Antonio Guzmán Blanco, a quien le unía parentesco y amistad), obras para orquesta de cuerdas (la desasosegada Serenata para orquesta de cuerdas) y obras para conjuntos de cámara (el Cuarteto para cuerdas en Si menor, el Romance para violín con acompañamiento de piano y la hermosa canción Voga, Voga, que compone a los once años y que ha sido arreglada modernamente para violín y piano). Un repaso selectivo de este repertorio nos permite hoy comprender la jerarquía de esta autora de múltiple significación. En cuanto al piano, se suma a la composición de valses y mazurkas de salón, género muy frecuentado por los pianistas decimonónicos, que en su caso produce una simbiosis de inspiración chopiniana con ritmos folklóricos venezolanos, como el joropo. Esto es perceptible en La corbeille de fleurs (La cesta de flores), op. 9; en Le printemps (La primavera), op. 25, alegre y colorido; en Un bal en rêve (Un baile en sueño), op. 26, donde la sección intermedia, el baile propiamente dicho, se transforma en un aire de reminiscencias musicales claramente criollas que evoca la elegancia de la sociedad caraqueña; y, en lugar muy destacado una pieza sin número de opus, el Kleiner Waltzer, más conocido como “Mi Teresita”, que le dedica a su hija Teresita Tagliapietra Carreño y que se convertirá en su pieza más querida, más tocada en sus programas y más ofrecida en sus encore. Otros valses nos trasladan a espacios más ensoñadores, como en la fantasía-valse La fausse note (La falsa nota), op. 39; y en el Vals gayo, op. 38, la última de sus composiciones fechadas, año 1910, una mueca de alegría antes del próximo final de su vida. Hoy, las grabaciones monográficas de estas obras por Clara Rodríguez resultan imprescindibles. Con similar empeño, destacan las de Carmen Rodríguez-Peralta, quien suma, además, la música de cámara y sus propios arreglos a diversas composiciones de la pianista caraqueña. Asimismo, debe recordarse la constancia de muchos intérpretes que han incluido en sus repertorios selecciones de algunas de las piezas centrales del repertorio de Teresa Carreño; como Evencio Castellanos, Guiomar Narváez, Silvia Navarrete, José Vicente Torres, Monique Duphil, Gioconda Vásquez, Mariantonia Palacios y Gabriela Montero, entre tantos otros. Una pionera indiscutible fue Rosario Marciano, quien graba tres discos, escribe una biografía y le dedica otros estudios y producciones de encomiable veneración (la incluye en su fundamental disco sobre Obras para piano de mujeres compositoras, de 1979, editado por Turnabout). Reseñable, también, las orquestaciones de Juan Francisco Sans a “Mi Teresita” y a “Un bal en rêve”, de 2011.

La variada producción pianística de “La Carreño”, como ella misma gustaba de llamarse, transita otros territorios y crea otras atmósferas en un conjunto de piezas que constituyen el lado menos conocido de su obra y que resultan incursiones más allá del virtuosismo. Su piano será el medio para comunicar estados de ánimo y sentimientos íntimos de un romanticismo filosófico de amplio vuelo. Estas piezas, más personales que otras, revelan las desdichas del corazón y los pensamientos de recogimiento de una pianista de profunda espiritualidad; rasgos que solo se permitía exponer cuando estaba apartada de las salas de concierto. Sus colores oscuros y sus estados elegíacos perturbadores nos colocan frente a un lenguaje pianístico ajeno a cualquier lucimiento formal convencional. Las conexiones estilísticas de estas producciones las encontraremos en la música de Schubert, Mendelssohn, Schumann y Chopin, principalmente.

A este respecto, la pianista alemana Alexandra Oehler ha grabado trece piezas del repertorio conocido, el año 1999, para el sello Ars Musici. Pero será en 2013, para Grand Piano, cuando se ocupe de un conjunto de obras poco o nada divulgado de Teresa Carreño, alcanzando la premiere mundial de diez piezas de gran interés. Lo constituyen nocturnos, oraciones, ensueños, elegías, marchas fúnebres, improntus melancólicos, andantes religiosos y caprichos sentimentales.  Al morir su padre en 1874 compondrá la Marche funèbre, op. 11, en donde hará manifestación de dolor por la gran pérdida, en las secciones 1 y 3 de esta obra, mientras que en la sección 2, en abierto contraste, nos transportará al feliz momento de su infancia en compañía del amoroso progenitor. Respondiendo a la misma tesitura anímica nos encontramos con la Prière, op. 12, en donde una improvisación de sentido misticismo le sirve para estudiar la despedida de un amigo en sus últimos momentos. Así, también, la última de sus Six Mélodies, op. 22, titulada Plaintes au bord d’une tombe (Quejas al pie de una tumba), resulta significativa del pianismo ensimismado y lúgubre de Teresa Carreño. Una auténtica filosofía musical sobre la muerte planea alrededor estas piezas de alto contenido reflexivo en torno a la existencia humana. Sumergidas en la tristeza, parecen revelarnos la verdadera pasta de una compositora que ha tenido que asombrar a públicos superficiales con efectos y bravuras y no con confesiones sobre sus padecimientos anímicos más extremos. Esta interpretación de luces y sombras da cuenta de la jerarquía de una música que espera por su definitiva consideración en los programas de concierto.

El Cuarteto para cuerdas en Si menor que escribió en 1895 y publicó al año siguiente, se asocia con los planteamientos de una música con inquietante y reflexiva personalidad. Haciendo que el ritmo sobresalga por encima de la melodía, logra establecer nexos con la obra camerística de Schumann en cuanto al continuo dramatismo acumulado. Sus cuatro movimientos no son sino testimonio de una sensibilidad sufriente y altamente acosada por la angustia. Una idea del arte musical al servicio del individuo en donde sus fracturas y perturbaciones no son solo propias, sino reflejo de las perturbaciones y fracturas de los otros individuos, también. Parece evidente que el divorcio con Eugen d’Albert, el hombre al que más amó (como lo califica su discípula e insuperable biógrafa Marta Milinowski), pudiera ser la causa del estado de ánimo de la autora durante la composición de este cuarteto y cuya música refleja con decidida insistencia. Todo indica que la composición de esta obra ha sido para la Carreño una tabla de salvación al permitirle canalizar algunas de las angustias que padece en este período de rupturas. Madre ya de cinco hijos, de los cuales cuatro son aún pequeños, cumplido su tercer y doloroso fracaso matrimonial, tiene más que nunca que programar muchas giras de concierto para poder hacer frente a los gastos de su casa y al sostén de sus hijos. Junto a estas situaciones reales, la autora de esta gran obra, sin duda una de las más brillantes salidas de su genio creador, arrastra una visión filosófica de la existencia que la música comunica con tintes angustiosos. Como la mejor música de cámara de este romanticismo tardío, la del cuarteto de la Carreño ya luce premonitoria de un mundo que está a punto de cambiar violentamente en lo político, lo social y lo estético.

En esta circunstancia, le serviría de mucho la experiencia que había acumulado como empresaria al frente de su propia compañía de ópera el año 1887, cuando organiza en Caracas, con un elenco internacional, una temporada de ópera con la ayuda de su segundo esposo, el cantante lírico Giovanni Tagliapietra. En cierta forma, cumplía Carreño un anhelo que le había sembrado la gran diva Adelina Patti, al elogiar la belleza de su voz y al hacerla cantar en alguna oportunidad. Ahora, le tocaría hacer frente a la dirección de la empresa y también a la de la orquesta misma, al faltar por enfermedad el director contratado para este fin, siendo con esto la primera mujer en dirigir una orquesta profesionalmente. La Carreño parecía crecer siempre más ante los obstáculos que ante los éxitos y con este ánimo supera las duras descalificaciones que la pacatería social le propinaba al no entender su voluntariosa personalidad  y el cumplimiento de roles profesionales que en una mujer no eran bien vistos. Sus divorcios y su actividad empresarial fueron muy criticadas y motivaron el final de su incursión en el teatro lírico.  En su recuerdo y como homenaje a su faceta teatral, el más importante teatro de Venezuela lleva su nombre.

Todo lo anterior nos obliga a una reflexión sobre el papel precursor de Teresa Carreño en relación con las mujeres artistas. Tanto en su vida personal como en su múltiple trayectoria  artística, fue capaz de exigirse el éxito como forma de subsistencia. Si en lo musical esta exigencia rindió los mejores frutos, en su vida personal no le fue fácil alcanzarlos. Su carácter se fue moldeando a base de disciplina y coraje, atreviéndose con retos que muy pocos, fueran hombres o mujeres, se hubieran arriesgado a vivir. Se casó cuatro veces, conducida por una libertad y un amor propio admirables, llegando a alcanzar la felicidad matrimonial con el último de sus maridos, su cuñado Arturo Tagliapietra, el hermano de su segundo esposo. Puso siempre su responsabilidad de madre por encima de cualquier otro asunto en su vida. Trabajó sin descanso para ofrecerles el bienestar que sus maridos no le dieron.

Su epistolario del año 1915 refiere sus angustias maternales ante los tres meses y medio de cárcel que había padecido Teresita el año anterior, acusada de ser una espía alemana por las autoridades argelinas, una experiencia que marca a la familia toda, pues no se sabía si saldría con vida o si sería fusilada por una sospecha infundada. Las pruebas aportadas en su contra no serían sino las cartas que había recibido meses atrás de su madre y sus hermanos desde Alemania, donde residían. El pasaje de la carta-diario del 3 de julio, dirigida a su agente el Sr. J. W. Cochran, no puede ser más dramático, sobre su regreso a casa, recorriendo territorios en guerra, finalizado el confinamiento de su hija en Argel:

Nosotras logramos salvarnos de las autoridades militares francesas, quienes nos miraron con bastante temor al dejarnos pasar por su país, y llegamos a salvo a Suiza mientras Teresita sufría una de las más severas crisis de nervios, causadas por su terrible experiencia en Algers. Imagine que la pobre niña estuvo tres meses y medio encarcelada, sospechosa de ser una espía alemana sin otras pruebas que las cartas que recibía desde Alemania (¡nuestras cartas para ella!) ¡y por haber sido vista hablando con alemanes en Túnez! Usted puede fácilmente darse cuenta de que sus pobres nervios, que nunca fueron fuertes, quedaron absolutamente destrozados. Durante su encarcelamiento estuvo esperando cada hora ser fusilada, mientras ellos fusilaban a todo prisionero sospechoso sin darle tiempo para defenderse o probar su inocencia o culpabilidad.

El cumplimiento de una esforzada vida de trabajo desde la más tierna edad la potencian como una artista de firmes convicciones y de arriesgados proyectos, cuya síntesis podría ser: niña prodigio deslumbrante, pianista de las más brillantes en la historia del instrumento, solista en los teatros más afamados del mundo y en todos los continentes (actuaría hasta en Australia, Nueva Zelanda y Sudáfrica), primera mujer directora, empresaria en un tiempo en donde esto era oficio inusual para una mujer, artista independiente económicamente gracias a su trabajo, cabeza de familia y madre ejemplar, compositora con voz propia, inteligencia abierta a los cambios y con mirada al futuro (será de las primeras pianistas en dejar registros en los rollos para pianola, gracias a los cuales, a diferencia de los primeros registros mecánico-acústicos, podemos hoy disfrutar de sus interpretaciones de Händel, Beethoven, Schubert, Schumann, Chopin, Liszt, Smetana, Arthur Rubinstein, a quien conoció en Madrid, y de su adorado discípulo Edward MacDowell. Se ha conservado también una muestra de su vals “Mi Teresita”).

Su figura ha inspirado a los más grandes pianistas venezolanos, ejerciendo sobre muchos una influencia casi religiosa e igualmente ha cautivado a los más notables musicólogos del país. Muchos escritores y estudiosos han sucumbido al encanto que irradia su personalidad estética, al punto de alcanzarse a partir de estas producciones una auténtica filología crítica, fertilizando al unísono tanto la erudición como la divulgación. Recientemente, Jesús Eloy Gutiérrez, autor de Para conocer a Teresa Carreño (2003), ha compilado sus Cartas y documentos (La Campana Sumergida, 2018), en donde además podemos apreciar su singular e inédita faceta como escritora epistolar.  Sin embargo, y muy a pesar del ya largo recorrido de estudio sobre la vida y obra de Teresa Carreño, nos encontramos todavía en la antesala para el desciframiento definitivo de este hito de arte, cultura y sociedad.

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