Apóyanos

El temblor de lo cotidiano

“Con los ojos bien abiertos” constituye un repaso a lo ya dicho sobre el movimiento impresionista francés surgido a finales del siglo 19 y comienzos del 20. Domina una preocupación: reflejar lo que Updike llamaba el temblor de lo cotidiano para ostentar que un arte tan sublime como la pintura está también sujeto a las miserias de la condición humana

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1.

Había un piano y tres cuadros, en referencia al arte, en el hogar de los Barnes –ambos maestros de escuela–. El piano no había vuelto a sonar porque la señora Barnes que iba para concertista no había podido desenvolverse con una partitura de Scriabin y abandonó la carrera. De los tres cuadros, uno era falso porque estaba copiado de una postal.

Flotaba además en el ambiente una idea y como quiera que la idea tiende al acto, aquella ilusión de que el niño que llevaba el nombre de Julian en la familia pudiera ingresar en Oxford en su momento, se cumplió y en esa célebre universidad se graduó Julian Barnes, uno de los escritores más importantes del Reino Unido en este momento.

He conocido muy de cerca a graduados en Oxford. Uno de ellos me dijo en una oportunidad que la Universidad de Oxford forma y deforma a un mismo tiempo: no le creí, pero el Brexit, por lo que a los líderes en cuanto a este movimiento atañe, han venido a darnos la razón.

Volviendo al punto, Julian Barnes escribe obras de ficción y eso que se han dado en llamar bio-pics o mordiscos biográficos en referencia a ciertos asuntos y personajes a los que es necesario dotar de agilidad narrativa, siendo reales. A ese género pertenece su última obra –fuera de colección dice el editor– cosa que suscribo en el sentido de que nos referimos a lo mismo.

Con los ojos bien abiertos es el título de su última publicación que constituye un repaso a lo ya dicho sobre el movimiento impresionista francés que surge a finales del siglo 19 y comienzos del 20. Domina una preocupación: reflejar lo que John Updike llamaba el temblor de lo cotidiano para hacer ostensible que un arte tan sublime como la pintura está también sujeto a las miserias de la condición humana.

Tal es el caso de Degas –para poner un ejemplo– ya que a más de uno escandalizará conocer la razón de su pintura que lo acreditó con el título del pintor por excelencia, dentro del impresionismo, de la mujer. No fue precisamente el amor por el género femenino, sino lo contrario, la misoginia, al punto de que hizo exclamar a otro de los compañeros:

¿Pintan los pintores aquello que odian?

Degas, además de misógino, era sexualmente impotente y descargó el desprecio hacia lo femenino pintando una buena parte de las mujeres –de las que componen su obra– en las funciones del aseo de sus partes íntimas.

La gente admira a Degas por dos cosas, por la dedicación de la mayor parte de su obra pictórica a la mujer y por la sublimidad de su pincel. Pero lo cierto es que en referencia a la mujer la utilizó como un mecanismo de compensación, la de su complejo de impotencia frente a ellas, de modo que no es de extrañar que pasara una buena parte de su tiempo libre en los prostíbulos. Hoy se sospecha –Barnes así lo anota– que Degas murió virgen.

Pero, naturalmente, haber elegido en múltiples casos ese momento tan peculiar como el aseo de las partes íntimas de la mujer es algo que constituye sin duda un momento del temblor de lo cotidiano. Cézanne nos da a entender que la taza de té, pintada el jueves, tal vez tenga poco que ver con la misma taza pintada el viernes y como ya se ha dicho de la música, una pieza orquestal interpretada hoy es irrepetible en su forma de sonar. En el caso de la pintura se puede aducir lo de la luz, es decir, de qué forma ha podido ser percibida. Pero hay algo más, qué subliminalmente se mueve en el ambiente, tal vez.

Hay otro hecho que habla en torno a estas peculiaridades del momento sobre el objeto pintado en situación: se trata de la relación en general del impresionismo con la mujer, fuera esta pareja o no del pintor. La mujer que se avenía a formar pareja con un impresionista era –o iba a serlo pronto– consciente de dos cosas: fuera del estudio de su marido, amante, o simplemente compañero con quien compartía sus días, ella solía dominar todo lo demás: la administración, el orden de un hogar mejor o peor constituido y, en general, lo administrativo. En el estudio o taller del pintor la mujer, fuera de servir de modelo, no tenía nada que hacer.

Ya lo dije, ese era un sancta sanctorum al que sabía que ella no tenía acceso. Tampoco mandaba sobre la fidelidad de su hombre. El amor no estaba reñido con la promiscuidad, de ahí los episodios de sífilis que constituyeron un azote para una buena parte de ellos. Del peligro de encadenarse a una sola mujer, ya había advertido Chéjov: “Si tienes miedo a la soledad, no te cases”.

2.

En 1861, el presidente de México Benito Juárez decidió unilateralmente una moratoria de la deuda pública de esa nación por dos años. Un ejército de 6000 soldados españoles, 2000 franceses y una representación del Reino Unido desembarcó en el Puerto de Veracruz para obligar al presidente Juárez a dar marcha atrás en su decisión.

Tres años después, en 1864, los franceses nombraron emperador de México al archiduque austriaco Fernando Maximiliano.

Comenzó entonces una guerra de guerrillas a la que no fue capaz de derrotar el flamante emperador, de manera que Maximiliano fue derrotado, condenado y fusilado en el Cerro de las Campanas. Y aunque fueron muchas las voces que clamaron por el perdón, los mexicanos llevaron adelante su proyecto de deshacerse tanto de Maximiliano como de algunos de sus más leales generales. Tampoco pudieron convencerle que abdicase.

Uno de los pintores más peculiares del grupo, Manet, comprendió inmediatamente lo pintoresco de la situación y como, además, era un hombre a quien le gustaba la política, vio una ocasión excepcional para reflejar en un cuadro, ya no solo el temblor de un momento –sino el de una situación– que definía una época e hizo tres versiones cada cual más refinada por lo que hace al detalle (rostros y ropaje de los fusileros, ceremonia del momento, adelantándose a la lectura que de todo ello se haría en el futuro, etc.), como digo, en tres versiones muy particulares.

3.

No resultó nada fácil al impresionismo imponerse al tradicionalismo y al culto por el realismo en la pintura. Cuando Napoleón III asistió a una de las exposiciones de los impresionistas, exclamó horrorizado: Esto no es más que un insulto a la historia del arte. La expresión encontró eco, si se atiende luego al largo purgatorio por el que debió pasar el impresionismo. Escuchemos a Julian Barnes:

“Cézanne tuvo su primera exposición en 1895 a los 56 años de edad. Su merchante Ambrosio Vollard colocó en uno de los escaparates de la Galería uno de sus cuadros pintado en 1866-67, titulado La bañista, a sabiendas de que iba a ser ofensivo. En 1905, Picasso compró una de las serigrafías que Vollard había ordenado como publicidad de la exposición y dos años después los secretos de esa obra fueron a parar a Las señoritas de Aviñón” (pág. 125).

Cézanne influyó también, según él mismo admitió, sobre Braque. Braque al ver la obra de Cézanne –al igual que le ocurriría después a quien es considerado como el filósofo de la percepción en su obra El ojo y el espíritu, Maurice Merleau-Ponty– le situaba frente a un acontecimiento que le hacía repensarlo todo.

En resumen y frente a la riqueza informativa y analítica de este libro de Julian Barnes que pone, a mi entender, en su sitio definitivamente el movimiento impresionista, solamente por las páginas dedicadas a Cézanne merece la pena leerse. Tiene razón el editor al considerarlo fuera de colección.

Y un apunte final para cerrar capítulo: si a un hombre normal, excepcionalmente normal respecto a la intimidad con la familia, como fue Cézanne, no le obnubiló el éxito, como en el caso de Picasso que lo buscó empeñosamente, ¿se cumpliría aquello de que el éxito destruye más amistades que el mismo fracaso? ¿Quedaría inalterada la amistad entre estos dos grandes genios después del pillaje de La bañista para convertirla en Las señoritas de Aviñón?

Tal vez; pero de esto no nos dice nada Julian Barnes.

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Con los ojos bien abiertos

Julian Barnes

Traducción: Cecilia Cerani

Editorial Anagrama

España, 2018

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