Papel Literario

El Techo de la Ballena: Sardio y las premisas de la Ballena (II/V)

por El Nacional El Nacional

A pocos meses de terminada la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, algunos de los escritores e intelectuales venezolanos mejor formados crean la revista Sardio, publicando su primer número en mayo de 1958 [Fig. 12]. En torno a ese admirable esfuerzo editorial se reúnen los intelectuales que habían hecho de la lucha contra la dictadura una prioridad mayor. Algunos provenían de las izquierdas más radicales, otros estaban cercanos a la ideología social demócrata de los dirigentes que habían participado en el golpe contra el dictador. Todos, no obstante, coincidían en su aversión al régimen militar y en gran medida, también, a los lenguajes abstracto-geométricos de los artistas que encontraron en sus proyectos urbanos una excepcional oportunidad de expresión. Es en todo caso esa identificación entre el régimen y los lenguajes constructivos de lo moderno, lo que explica el Testimonio publicado en el número inaugural de Sardio:

“Las hasta hace poco imperantes categorías del esteticismo resultan hoy demasiado estrechas y asépticas. Ser artista implica tanto una voluntad de estilo y un ejercicio del alma como una reciedumbre moral y un compromiso ante la vida. No se vive, ni se deja vivir, impunemente. Es menester quemarse un tanto en el fuego devorante de la historia” (1).

Pese a ello, ese fuego devorante de la historia no es aún, en el espíritu inicial de sus integrantes, el de una Revolución, sino el de un compromiso de dimensión política, de acompañamiento y no de ruptura. En ese primer Testimonio de 1958 se habla esencialmente de “asumir una actitud crítica y orientadora en medio de la vertiginosa dinámica de recuperación que es actualmente la patria”, y si bien se declaran “afiliados a un humanismo político de izquierda que lleve a los vastos sectores desasistidos del país una educación racional y democrática”, no dejan de actuar en el campo específico de la literatura que es el suyo. Los autores que publican, europeos o latinoamericanos, en su mayoría afiliados al surrealismo o de motivaciones cercanas, en cualquier caso de izquierda, dan fe de esa apertura a lo político sin caer por ello en la militancia activa, no al menos hasta el punto de hacerles olvidar su compromiso con las exigencias del lenguaje y la literatura.

Y sin embargo, el triunfo de los rebeldes cubanos, saludado ya en el segundo Testimonio de la revista, en los números 5 y 6 de enero-abril de 1959 que publican en un solo volumen, aumenta de manera considerable las tensiones internas de ese colectivo heterogéneo, hasta el punto de que su próximo y tercer Testimonio, de abril-mayo de 1960, está casi enteramente dedicado a justificarse ante las presiones provenientes de la izquierda más militante y activa, defendiendo de nuevo la especificidad de una labor creadora a igual distancia entre el esteticismo indiferente que creen ver en los lenguajes de la abstracción geométrica, y la inoperancia de un arte sumiso a los imperativos de la política, sea esta de izquierda o de derecha:

“Ningún compromiso puede exigir a un escritor la ruptura de su vocación y el cercenamiento de su inteligencia, y en caso de que lo exigiera ya sabríamos que es una actitud atentativa contra la estirpe del hombre” (2).

Pero esa sublevación suramericana y caribeña que pudo triunfar e instalarse a escasos kilómetros de las costas norteamericanas (y de las nuestras), llenó de entusiasmo a los jóvenes más resueltos de Sardio e intensificó las contradicciones entre los que pensaban su quehacer como un acompañamiento de la joven democracia venezolana (liderada desde ese mismo año por Rómulo Betancourt) [Fig. 13] y aquellos que, partidarios de las acciones revolucionarias, soñaban con seguir el ejemplo cubano. De allí que las primeras manifestaciones públicas del Techo se dieran fuera de Sardio, y que el intento por darle continuidad dentro de la revista, terminaran con ella. El tono en todo caso del Testimonio sobre Cuba, publicado en el número 8 de la revista (su última aparición), con fecha de mayo-junio de 1961, no deja lugar a dudas [Fig. 14]. El futuro de Venezuela ya no era pensado en términos de continuidad, sino de franca ruptura:

“no vacilamos en declarar a la revolución cubana como un anticipo de la REVOLUCIÓN IRREMEDIABLE, pues, ya no se trata de un cambio en los métodos, sino de un vuelco radical del ser humano a la conquista de otras maneras y otras relaciones y vínculos que establecerán las bases de un nuevo lenguaje, de una nueva vida que preparará, mientras se espera el advenimiento de la sociedad sin clases, ‘la preponderancia de la única clase que tenga aún misión universal […] el proletariado’” (3).

Las circunstancias inclusive en las que fue publicado este testimonio, y el manifiesto de los artistas e intelectuales cubanos que lo acompañaba, sacaron a flote las diferencias, insuperables, que acabarían de inmediato con el bello esfuerzo editorial de Sardio. Los redactores de este último número: Gonzalo Castellanos, Rodolfo Izaguirre y Edmundo Aray, incluyeron el texto de apoyo a Cuba sin comunicárselo siquiera a algunos de los miembros principales de la revista (quienes se encontraban en ese momento en París), especialmente Guillermo Sucre y Luis García Morales. El episodio desató las diatribas latentes y acabó con la publicación, dejándole el terreno libre a la nueva agrupación.

El ala más radical y politizada, responsable de este último número, no esperaba ya nada de la democracia representativa y quiso quemarse realmente “en el fuego devorante de la historia”. Eso es, estrictamente, lo que intentarían los jóvenes de El Techo –al menos al inicio– rechazando de antemano cualquier esteticismo, cualquier preocupación artística que no estuviera sometida a los imperativos del momento histórico en que vivían. Casi podríamos decir que allí residió lo esencial de su aporte, su contraste más notorio (también la fuente de sus más grandes decepciones) ante los movimientos que le sirvieron de referencia: la de concebirse como estricto paralelo cultural de lo que sucedía en el plano militar y político con los movimientos guerrilleros durante la década del sesenta.

Los surrealistas, por supuesto –y Breton en primera fila– pensaron su acción como un fenómeno enmarcado dentro los procesos políticos del siglo XX, y creyeron contribuir con el advenimiento del socialismo forjando las bases de un arte nuevo. Y, sin embargo, desde muy temprano se vieron en la disyuntiva que martirizó, y martiriza todavía, a los artistas que conservan ante el poder un mínimo de conciencia y de respeto por la especificidad que es la suya. Para Breton, en especial, las exigencias del partido comunista a inicios de los años treinta, con el que le fue imposible encontrar un terreno de entendimiento, le imponía a los escritores y artistas en general una disyuntiva dramática:

“O bien renuncian a interpretar y a traducir el mundo de acuerdo a los medios para los cuales cada uno encuentra en sí mismo y en él solamente el secreto –es la posibilidad misma de durar que está allí en juego– o renuncian a colaborar en el plano de la acción práctica con la transformación del mundo” (4).

Él creía, claro, en la posibilidad de conciliar la libertad creativa y las exigencias de la militancia política, aunque rechazaba de forma categórica que ella debiera pasar por la sumisión total de una a otra, incluso temporalmente. En este sentido, los jóvenes del futuro Techo de la Ballena, y aún cuando en este punto pretendieron seguir el ejemplo surrealista, se enfrentaron de nuevo a dilemas similares, en la medida en que su entusiasmo inicial los llevó a creer que la izquierda venezolana estaba llamada, necesariamente, por las exigencias mismas de la historia, a triunfar. En esa esperanza se apoyó la convicción que les hizo concentrar lo esencial de sus fuerzas en las luchas políticas del momento, uno en el que, en opinión de Juan Calzadilla:

“No basta con mirar, se piensa en que los fusiles hacen mejor papel que el pincel o la pistola de aire a la hora de una decisión que comprometa, no al arte, sino al país oprimido, excluido” (5).

De alguna forma, sus integrantes pensaron que la urgencia de la rebelión popular y de la que creían ser su victoria inminente, requería de ellos una cuota de responsabilidad mayor e ineludible. Creyeron que les sería posible cumplir con esa exigencia histórica desde su esfera de competencia; es decir, desde las exigencias del lenguaje. Eso sí, estaban convencidos de que ya no se trataba de una reconstrucción, sino de una verdadera Revolución a la que debían contribuir con su esfuerzo.

Cambiar la vida, transformar la sociedad

La historia de El Techo de la Ballena describe pues el intento de una generación de artistas, políticos e intelectuales de izquierda, que creyó llegado el momento de implantar en Venezuela un gobierno socialista, una república de iguales, y que por eso mismo vio como un imperativo histórico que a la sublevación política se sumara una insurrección simbólica de la imagen y de la palabra. “Ingenieros del alma”, según la expresión de André Malraux citada por Bretón (6), ellos también quisieron cambiar la vida, transformar la sociedad (7), y entendieron que para conseguirlo había primero que liberar el lenguaje, como ya antes lo habían hecho Dada y el surrealismo. Y no estaban en eso equivocados, porque la palabra no es tan solo una herramienta de comunicación, un instrumento ajeno y exterior al individuo, sino la tesitura misma del pensamiento humano.

Cualquiera que haya trabajado tan siquiera un poco su relación con el lenguaje, y en particular con la palabra escrita, habrá podido constatar que para nosotros sólo existe con plenitud, de manera consciente y clara, aquello que podemos verbalizar, que posee un nombre y una serie de características descriptibles, y que por lo tanto el caudal del lenguaje que seamos capaces de atesorar y manejar, mantiene una relación directa con la riqueza del mundo que podemos percibir y construir. Y este no es un fenómeno de naturaleza estrictamente cuantitativa, sino inclusive y sobre todo de orden estructural; esto es, que tiene que ver además con las construcciones sintácticas que empleamos y ordenan para nosotros lo real. Existe pues una relación estrecha entre la versatilidad y variedad de nuestro universo verbal y la realidad concreta que podemos vivir, de la misma forma que existe una correlación de causa a efecto entre los medios del pintor, su plasticidad mental, y la obra que es finalmente capaz de producir.

Por eso, cuando los jóvenes de la Ballena se propusieron cambiar la vida, no en abstracto, sino en la sociedad donde vivían, sabían de antemano que sería necesario atacar las estructuras habituales del lenguaje, y que para lograrlo no les bastaría saber que los europeos lo hubieran intentado antes; había que conseguirlo aquí y ahora, en nuestra propia lengua y nuestro propio medio, para un público específico, porque la libertad (esa libertad cierto utópica e ideal con la que soñaron, y cualquier otra), no es algo que pueda vivirse por procuración. La ecuación que debían resolver se planteaba pues a sus ojos en estos términos: destruir las ataduras políticas, económicas y sociales que mantenían a los venezolanos encerrados en el contexto para ellos alienante del capitalismo y de sociedades no solo desiguales, sino creadoras de desigualdad, pasaba por la dimensión ineludible del lenguaje. Imponía la búsqueda de una forma, de una expresión simbólica “liberada” de las estructuras mentales que habían nacido en y con la sociedad que buscaban destruir.

Los hechos se encargarían luego de demostrarles que si bien ese trabajo era necesario y saludable, sus consecuencias no tenían por qué ser en estricto las previstas por los teóricos del marxismo, porque lo real es y será siempre superior a las teorías que construimos para explicarlo, y las rebasan de manera inexorable.

El hecho es que su enfrentamiento con la realidad concreta del país les impondría a la postre una situación que no previeron: que las condiciones para que se produjera la revolución que soñaron no estaban dadas, porque los venezolanos demostraron un apego inesperado a la democracia recién conquistada, porque se cometieron graves errores estratégicos en la lucha armada, aunque también, y esto es fundamental, porque ese pueblo al que querían “despertar” con sus textos no tenía (ni tiene todavía) la educación literaria que pudiera llevarlo a entender la eventual importancia de sus obras y procedimientos, con lo que sus acciones se vieron limitadas a una pequeña clase media educada y, paradójicamente, a esa clase “pequeño burguesa” que pretendían combatir y a la cual ellos mismos pertenecían.

Quizás les faltó ese extra de fervor que caracteriza al creyente convencido, porque a pesar de su inmenso prestigio el socialismo no era ya esa clara “ascensión de un siglo hacia el sol” (8), pura y sin manchas, que describió un poeta sensible como André Breton, sino una esperanza –generosa cierto– pero que había sufrido ya las pruebas de lo real y no había podido superarlas sin que en su piel se evidenciaran las primeras cicatrices. Cabe incluso preguntarse, algunos lo hacemos hoy, si en verdad es posible y deseable una transformación así de radical. Si es o no realizable, para los animales históricos que somos, esa supuesta tabula rasa a partir de la cual puede pensarse de nuevo lo humano, o si cada intento por conseguirlo terminará engendrando, inevitablemente, los regímenes autoritarios que conocimos ya en la Unión Soviética y en toda la Europa del este, en Camboya, Corea del norte, China y Cuba, precisamente porque le niegan a las sociedades humanas una de sus principales características, la de ser memoria acumulada, espesor de vida, y porque pretenden reducir una realidad en constante evolución a una serie de recetas fijas.

En la América Latina de los años sesenta, no obstante, las injusticias eran demasiado dolorosas y visibles (lo son todavía), para que esas manchas lejanas de los errores cometidos por otros, pudieran ensombrecer el horizonte de luz que irradiaba la idea mima de una Revolución. Por eso, sin duda, el inmenso entusiasmo que generó la fulgurante victoria de los rebeldes cubanos en enero de 1959. Porque ellos permitían soñar, una vez más, con la implantación concreta de esa aspiración generosa, eludiendo los errores cometidos por el estalinismo, ya superados para muchos como un episodio del pasado, un traspié de la juventud en cierta forma.

Aún así, la agrupación que nacía bajo ese nombre de míticas resonancias marinas no se vería asediada por las solas tensiones de lo político. Ella nacía también inmersa en las dualidades que alimentaron los movimientos modernos durante los dos últimos siglos, en especial ese potente y fructífero diferencial entre las fuerzas progresistas, renovadoras, y la siempre viva necesidad de echar raíces en una experiencia “primitiva” de lo humano.

Lo moderno es el resultado de esa doble inclinación –es una de sus características más vitales–, entre la voluntad de transformar radicalmente la vida humana, construyendo, inventando inclusive las bases de un mundo futuro (es esa novatio de la que hablaba Jean François Lyotard), y la imperativa necesidad de hacerlo reconectándose por las vías disponibles con las fuerzas primeras de la cultura, de nuestra experiencia sensible ante las cosas. Y si esa fuente vital de lo primitivo humano no se localizaba para los artistas e intelectuales modernos en un determinado período de la humanidad en su desarrollo, nunca dejó en todo caso de manifestarse. Marx y Engels lo encontraron el la supuesta gestión colectiva de la tierra y de los bienes materiales en la gens, esa estructura colectiva que organizó las sociedades humanas antes de la entrada en juego de la civilización; Picasso y Braque la hallarían en las expresiones plásticas del llamado arte negro, justo cuando sentaban las bases del cubismo; Malevitch en un cierto primitivismo eslavo y rural; Joaquín Torres-García en ese fondo primitivo de América, común al resto de la humanidad. Los jóvenes de El Techo lo buscarían en las mitologías medievales de los pueblos germanos y celtas, y en la bizarrearía barroca, lejos, muy lejos, de la algarabía tropical de nuestros pueblos y ciudades.

Ese grupo de jóvenes que se había propuesto actuar de forma radical en la realidad concreta de su país, en nombre de la “Revolución irremediable” y de la sociedad sin clases que esperaban erigir en el futuro, lo haría cobijándose simbólicamente en imágenes y nombres de claro raigambre medieval, en mitos antiguos, imaginarios renacentistas y barrocos. Lo hacían pues, como lo afirma Carlos Contramaestre, desde la imaginación, esa potencia a la que no dejaron de acudir los surrealistas europeos para despojar lo real de su a veces agobiante banalidad. El nombre al menos, El Techo de la Ballena, y no poco de su imaginario gráfico y literario, mezcla de silencio monacal e irreverencia profana, lo traerían consigo los jóvenes que se habían refugiado en Salamanca (Carlos Contramaestre, Caupolicán Ovalles y Alfonso Montilla), huyendo de las persecuciones perezjimenistas a mediados de los años cincuenta. Lo descubrieron en un libro de Jorge Luis Borges: Literaturas germánicas medievales [Fig. 15]. Era tan solo una de las figuras características de esta literatura, las Kenningar, listadas por Borges en su ensayo. Imágenes prefijadas, pequeñas frases alegóricas que funcionaban proporcionando el equivalente de un lugar, cosa o acontecimiento; así alimento de cuervos lo era de cadáver, tempestad de espadas de la batalla, como lo eran del mar:

“ techo de la ballena

tierra del cisne

camino de las velas

campo del viking

prado de la gaviota

cadena de las islas”

De allí provenía el término que emplearon para darle nombre al apartamento donde se encontraban casi a diario, durante los últimos años de la dictadura, para pensar el futuro de su Nación. En su necesidad de “seguir combatiendo desde lejos, pero a través de la imaginación” (9), se reunían para escribir farsas colectivas, actuar en pequeñas piezas de teatro improvisadas, escribir cadáveres exquisitos, celebrar entre amigos y cantar. Es precisamente durante estos encuentros que fueron creando la pequeña canción blasfematoria que asumirían luego como himno colectivo:

“ Los pájaros, los pájaros

fornican en la catedral (bis)

Oh! Brujas de mi viejo aquelarre

con los huesos de los gatos hacen flautas (bis)

los pájaros, los pájaros

fornican en la catedral (bis)

los que antes eran plumas

hoy son agujas de oro (bis)

los pájaros, los pájaros

fornican en la catedral (bis)” (10).

Por otra parte, las bellísimas imágenes de la ballena que tantas veces emplearon en sus publicaciones, provenían de diversos libros antiguos esencialmente unidos al imaginario marino –casi iluminado– de los viajeros que hicieron posible el descubrimiento y luego la conquista de América, también y de forma muy especial, de en un libro de Caspar Plantius (1621), donde se relatan, entre otras aventuras, los viajes de San Brendan de Clonfert (480-576 d.C), monje irlandés y uno de los primeros santos irlandeses que, según la leyenda, se embarcó junto a 14 compañeros en una frágil embarcación en busca de la tierra prometida, del Edén. En ese viaje, donde se encontraron con diversos prodigios, habrían desembarcado y celebrado misa en una isla que luego se reveló ser una inmensa ballena. Durante siglos, sin embargo, se intentó conseguir esa isla misteriosa que algunos creyeron identificar con la octava isla del archipiélago Canario, otros con el continente americano.

Lo cierto es que el imaginario al que acudían, típicamente moderno en su dualidad, hacía de la ballena ese animal fantástico (¿acaso isla fantasma, continente perdido?) encontrado durante la travesía que debía llevar al monje irlandés a una tierra nueva, porque nunca nadie la había conocido, y que nos había sido prometida desde los inicios mismos de la humanidad. Muchos de los monstruos marinos que reproducirían luego en sus publicaciones, provienen de libros renacentistas o barrocos como el Sea monsters, 1540, de Sebastian Münster [Fig. 16], Novi Orbis Indiae Occidentalis de Honorius Philoponus [Fig. 17] o la curiosísima Historiae Animalium, 1558, de Conrad Gesner [Fig. 18]. Lo cierto es que esa iconografía nos habla de un mundo que está aún por descubrirse, esa tierra prometida que se confundía para los viajeros renacentistas y los jóvenes venezolanos con la América lejana y para ellos, en el plano político, con la Revolución que pronto tendrían la ocasión de soñar en su propio país.

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Notas

(1) Sardio N° 1, mayo-junio de 1958, Caracas, p. 1.

(2) Testimonio de la revista Sardio N° 7, abril-mayo de 1969, p. 432.

(3) “Testimonio sobre Cuba”, en Sardio, año III, vol.VI, núm. 8, Caracas, mayo-junio de 1961, p 16.

(4) André Breton, Position politique du surréalisme. Ed. Denoël Gonthier, París, 1972, pp.19-20. Traducción de Ariel Jiménez.

(5) Juan Calzadilla, “Los años turbulentos”, prólogo para la Antología de El Techo de la Ballena 1961- 1969. Monte Ávila Editores, Caracas, 2008, p. XV. La pistola de aire hace referencia directa a los Coloritmos de Alejandro Otero, hechos con esa técnica.

(6) André Breton. Op. cit., p.51.

(7) Al hacer suyo este objetivo, se inscribían por supuesto en la línea histórica del surrealismo tal y como lo define André Breton en su texto de junio de 1935: “‘Transformar el mundo’, dijo Marx; ‘cambiar la vida’, dijo Rimbaud: estas dos consignas son para nosotros una sola”. André Breton, Position politique du surréalisme, Ed. Denoël / Gonthier, París 1972, p. 95.

(8) André Breton. Op. cit., p. 29.

(9) Afirmación de Carlos Contramaestre en su entrevista con Daniel González, Nelson Dávila y Ester Coviella, en El Techo de la Ballena, trabajo para la obtención de la licenciatura en Letras. Universidad Central de Venezuela, Caracas, 1981. Anexo I, p. 21.

(10) Afirmación de Adriano González León en su entrevista con Daniel González, Nelson Dávila y Ester Coviella, en El Techo de la Ballena, trabajo para la obtención de la licenciatura en Letras. Universidad Central de Venezuela, Caracas, 1981. Anexo I, pp. 59-60.

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Este texto de Ariel Jiménez, que publicamos en 5 entregas de domingo, a partir de la semana pasada (“El Techo de la Ballena: Ecos de libertad”; “Sardio y las premisas de la Ballena”; “Los inicios de la Ballena”; “Aquí y ahora, la política, la urbe” y “Una investigación de las basuras”), es el producto de un estudio inicialmente realizado en el 2013 para la Fundación Noa-Noa, de Ignacio y Valentina Oberto, quienes durante décadas fueron pacientemente adquiriendo, catalogando y estudiando las obras y documentos que pudieron conseguir sobre esta agrupación de los años sesenta: pinturas, esculturas, fotografías, publicaciones periódicas, catálogos, intercambio epistolar, etc., y que pusieron a la disposición de Ariel Jiménez para su examen y consideración.