Apóyanos

Sobre la misma tierra: en la ruta de la muerte de una gran ilusión

Hesnor Rivera fue periodista, crítico y poeta fundamental del siglo XX. Fue fundador del grupo literario Apocalipsis

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Una vez que se traspone el puente sobre el río Limón, rumbo al norte, el aire cambia de color, cobra una extraña consistencia. El aire huele por todas partes a sed. Paralelamente a la carretera que va hacia la región de La Guajira, corre lo que fue una gran ilusión para mantener con vida a los habitantes, a los ganados y a toda la naturaleza sobre la llanura desértica. Paralelamente a dicha vía, se extiende el Gran Eneal, ese ancho y largo tejido de canales acuáticos que va desde la Laguna de Sinamaica, exactamente desde Puerto Cuervito, hasta Los Filúos, alimentado anteriormente, en forma exclusiva, por el agua dulce del río Limón, y ahora penetrado profundamente, a través, del río mismo, por el agua del mar…

Cuando hace 42 años (1), el ilustre novelista venezolano Rómulo Gallegos hizo esa misma ruta, en busca de materiales para su novela sobre el Zulia, ya debía tener noticias sobre la belleza del Gran Eneal, entonces tabla de salvación todavía para esa especie de naufragio en que se debate la Guajira, en medio del mar candente de sus medanales y de la sal polvorienta.

Pero el novelista ha debido comprobar, una vez más, que ni aún su privilegiada imaginación, alimentada por las noticias que le suministraron sobre aquel increíble laberinto de agua, había logrado forjarse una imagen más o menos cercana a la de la realidad imponente de aquel hermoso paraje.

Gallegos había salido de Maracaibo, en compañía de los doctores Darío Parra y Manuel Matos Romerto y de otras distinguidas personalidades, rumbo a la Guajira, dentro de un itinerario que ahora, 42 años más tarde, nosotros, junto con el antropólogo Nemesio Montiel Fernández y los periodistas Teófilo Rojas y Régulo López tratábamos de rehacer en busca de las fuentes de información que tocó el novelista para escribir su Sobre la misma tierra.

Por aquellos días de 1942, no existía todavía el puente sobre el río Limón, puesto en servicio hace apenas 11 años. Según refiere uno de los acompañantes del escritor, la noticia de la visita de Gallegos a la Guajira se había extendido por toda la península. Por eso, cuando atravesaron el río en la barquilla destinada a ese servicio, los visitantes pudieron observar un hecho curioso: en la orilla norte del río se había congregado una gran multitud de personas que esperaban al novelista. Fue algo impresionante en el atardecer de aquel día, porque, vista desde lejos, aquella gran cantidad de personas parecían estar vestidas de etiqueta, es decir, de riguroso negro. Pero no se trataba de un atuendo especial para aquella recepción, sino simplemente del vestido indicado por el color para espantar un poco a la terrible plaga de jejenes que solía, y suele aún, trastornar con sus ataques el esplendor de los crepúsculos guajiros sobre las aguas del limón.

Gallegos ha debido apreciar y medir, en toda su vital significación, la belleza del Gran Eneal, ese paisaje que se sustraía y se sustrae a la mirada de los viajeros, por estar oculto tras los espesos palmares levantados, en forma paralela, entre la carretera y aquel dédalo de caños que se entrecruzan y forman numerosas islas, cubiertas por el verdor perenne de la enea salvaje.

Todavía por aquellos tiempos, el Gran Eneal cumplía la triple función de ser uno de los parajes más bellos del país; de ser aún la fuente segura de agua dulce hacia donde acudían, desde los más apartados rincones de la Guajira, las grandes manadas de ganados, cuando las sequías –como la de ahora, pues hace tres años que no llueve–, convertían a la sabana en escenario de mortales espejismos; y de ser, en fin, la vía acuática por la que se podía navegar desde Maracaibo, entrando por el río Limón, hasta más allá de Paraguaipoa, cómoda y atrayente alternativa frente a la difícil red de trillas, abierta como el azar por viajeros y contrabandistas sobre la pelada superficie de la tierra guajira.

La vía desde Maracaibo a Paraguaipoa era entonces una de aquellas trillas. Por ella se internó Gallegos para llegar a esa última población peninsular. Allí, todavía hay quienes recuerdan la llegada del novelista. El dirigente indígena Udón Semprún refiere que él tenía unos doce años de edad, y vio cundo Gallegos y sus acompañantes llegaron en una camioneta cerrada. El escritor vestía camisa y pantalón de caqui y calzaba polainas. Fue recibido entusiastamente por Fernando Arévalo, jefe civil de la pequeña ciudad, y periodista en quien la providencia parecía haber acumulado toda la abnegación y la bondad que caben en un ser humano.

Unos trece años después de la visita de Gallegos al Zulia, tuve la oportunidad de conocer a Arévalo. En aquel año de 1955, yo había comenzado a trabajar como reportero del diario Panorama. Arévalo, el “loco Arévalo”, como le decíamos cariñosamente, iba dos o tres veces por semana a la redacción. Era algo así como el corresponsal natural de la Guajira. Alto, blanco, delgado y nervioso, vestido con cierto desaliño y cubierto por el polvo de las trillas, llegaba Arévalo con su libreta de notas para informar sobre la sed y el hambre, sobre la sal y los veranos que, como el de ahora, les hacían y les hacen tener visiones sobrenaturales a los guajiros, iguales a esa que tuvo recientemente un pobre leñador, quien, frente a sus propios ojos, vio a un árbol convertirse en un ser humano, en un indio viejo y doliente que le habló sobre las causas por las que la región está pasando tantas penas.

Las atenciones e informaciones que ofreció Arévalo a Rómulo Gallegos –seguramente similares a las que nos ofrecía ahora, en Paraguaipoa, Alberto Herrera, electo para presidir el Concejo Municipal del Distrito Páez; La Pocha, dinámica dirigente guajira, sobrina de Flor Enmanuel, aquella bella muchacha de la península, proclamada Reina de la Agricultura de Venezuela en 1942, que fue eficiente guía de Gallegos en su visita al Zulia–; tantas deferencias indujeron, sin duda, al novelista, como muestra de agradecimiento, a dejar plasmada en su novela Sobre la misma tierra la figura de aquel periodista de dinámica bondad. En efecto, Arévalo es aquel personaje que aparece con su mismo nombre en la novela, solo que leído al revés. Es aquel Olavera que, como Jefe Civil de Paraguaipoa, recibe a Remota Montiel, cuando ella regresa de Estados Unidos, y le muestra sobre el terreno la trágica realidad social de la Guajira, en el primer capítulo de la tercera parte del libro.

De allí, de Paraguaipoa, pasando por el abigarrado pueblo-mercado de los Filúos, y tomando enseguida la vía que va a Cojoro, Gallegos entró en contacto con el lugar y con las gentes que le depararían los materiales esenciales para construir el corazón guajiro de su novela sobre el Zulia. Había llegado a esa especie de oasis, a esa encrucijada de memorias donde se anudan las leyendas, los mitos y las realidades indígenas que son las casas de Nemesio Montiel, el pacificador, y su esposa Rina, la hija del Torito Fernández, y las casas de Anita, Chinca, Selmira, Josefa, Tere, etc., hijas también de cacique. Habían llegado a Alitasía, a la Flor del Taparo, y allí estaban, para comenzar, todos los nombres…

En aquel año de 1942, el general Isaías Medina Angarita ocupaba la Presidencia de la República, el mundo estaba en guerra y Rómulo Gallegos se aproximaba a los 58 años de edad, decidido a ponerle punto y final a esa enorme epopeya de la identidad venezolana, iniciada 17 años atrás, en 1925, con la publicación de La trepadora, pero especialmente, cuatro años más tarde, en 1929, con la aparición de Doña Bárbara, y continuando luego con Cantaclaro , 1934; Canaima, 1935, y Pobre negro, 1937.

El novelista había puesto a trabajar su enorme sensibilidad de artista y de venezolano integral, frente a los paisajes y las gentes de la mayor parte del territorio nacional. Tal como lo apunta Orlando Araujo, en su excelente ensayo Lengua y creación en la obra de Rómulo Gallegos (Editorial Ateneo de Caracas, 4a, edición, 1964), “la obra de Gallegos ofrece una perfecta progresión: primero es el paisaje en el cual se desenvuelve su juventud (Caracas y sus alrededores); luego, como impulsadas por una fuerza centrífuga, sus novelas se van desplazando hacia nuevos paisajes y gentes: el autor quiere abarcar en su obra la geografía integral del país”. Y así, va armando el novelista, con sus narraciones, el mapa de nuestra profunda identidad popular, con los lugares y las personas de las viejas haciendas de café, posiblemente, según Araujo, en Charallave; con el gran segmento del llano, como escenario del mundo brujo y brutal de Doña Bárbara, y como caja de resonancia poética de las coplas de Florentino; con el ámbito siempre mágico y asombroso de la selva guayanesa, y con las fascinantes tierras de los Valles del Tuy y Barlovento.

Le faltaba una pieza principal para poner fin a ese trabajo monumental de armar la geografía espiritual y humana de Venezuela, la de las palabras y los gestos que, sin proponérnoslo, nos identifican plenamente. Le faltaba incorporar a ese conjunto la región del Zulia: la del lago visto por primera vez por Alonso de Ojeda en 1499; cruzado por las naves de los piratas más feroces del Caribe, en los siglos XVI y XVII; cercado por ciudades y villorios que aseguran, desde antaño, su supervivencia con los frutos de la tierra, y registrado y vuelto a registrar, hasta en las zonas más profundas de sus entrañas, por el taladro que hace saltar el chorro multimillonario del petróleo.

Cuando Gallegos vino al estado Zulia, ya debía traer un plan narrativo muy general para lograr esa incorporación con que culminaría el ciclo de su gran geografía novelística. Es de suponer que su atención estaría centrada sobre el tema petrolero. Hacía seis años que había aparecido, con notable éxito, la novela Mene, donde Ramón Díaz Sánchez recogió las experiencias de primera mano de su permanencia en la zona petrolera desde 1930 a 1935, como juez municipal de Cabimas. Este hecho podía constituir un reto para la capacidad narrativa del autor de Doña Bárbara. Sin embargo, al llegar al Zulia, Gallegos ha debido percatarse de que la cuestión petrolera, a 28 años del inicial hallazgo del Zumaque-1, en Mene Grande, en 1914, y a escasos 21 años del reventón de Los Barrosos-2, en La Rosa de Cabimas, era en realidad un fenómeno lleno de significaciones múltiples y de fuerte espectacularidad, pero que no formaba parte esencial de la auténtica realidad tradicional del zuliano. Antes del petróleo y durante su desarrollo industrial, el zuliano había dado y seguía dando muestras ejemplares de esa realidad tradicional, expresándola, en forma viva y dinámica, a través de su espíritu emprendedor; a través de esas vigorosas iniciativas que lo mantienen empeñado en convertir la selva y la tierra cenagosa del sur del lago en la pródiga despensa alimentaria del país que es actualmente; a través de esa inagotable decisión que lo llevó a convertir al puerto de Maracaibo en punto de referencia notorio dentro de la compleja red de itinerarios del comercio internacional, y a través de esa forma peculiar de manifestar su propia existencia, esa forma de hablar que lo mismo sirve para fijar su humor, sus agudezas e ironías en salidas y coplas populares, que para plasmar, en bellas y útiles obras de arte y artesanía, sus asombros frente al mundo y su profundo amor por las cosas propias.

Por eso, el tema del petróleo se le presentó a Gallegos como parte indescartable del material para su novela sobre el Zulia, pero no en su elemento central. Ha debido intuir el novelista que la universalidad dispersante de ese tema podía plantearle conflictos irresolubles frente a la visión regionalista, de coherente y concentrado universo, que el zuliano tiene de la realidad, esa visión que lo caracterizó y lo seguirá caracterizando antes, durante y después del petróleo.

Durante su recorrido por las calles de Maracaibo, por la Plaza Baralt, la calle Derecha, la Basílica, Gallegos ha debido oír muchas historias locales sobre poetas repentistas, sobre pintorescas veladas literarias, sobre bohemios de inclinación suicida, al estilo de su personaje Marco Aurelio Peripatético; sobre los milagros de la Virgen de la Chiquinquirá en relación con los pescadores de Santa Rosa, de los Puertos de Altagracia, de El Moján y La Cañada; sobre las haciendas y los ríos del sur del lago; sobre los indios que abandonaron la Guajira y se asentaron en Tierra Negra; sobre los contrabandistas que traficaban a través de la Guajira misma, desde Uribia y Puerto López, en Colombia, a Maracaibo, y, especialmente, historias muy divulgadas por aquellos días de su visita, sobre las correrías y las ocurrencias del “Diablo Blanco”, prototipo de los contrabandistas de entonces, un hombre llamado Telésforo Montiel, que vivía momentos estelares de su actividad ilícita por aquel año de 1942, y en torno a cuyas audacias los hechos reales habían comenzado a generar las más extraordinarias leyendas.

La presencia misérrima de los guajiros en Tierra Negra; el deambular de ellos –sobre todo niños y mujeres ancianas por las calles y mercados de Maracaibo, bajo la ominosa condición de pordioseros, expulsados de sus tierras por la sed y el hambre, por la indiferencia y la desidia de los gobiernos nacionales, a pesar de la hermosa solución que podía ser el Gran Eneal, todo ello visto, seguramente, con el mismo dolor con que lo vio Remota Montiel, tras su regreso de los Estados Unidos; las noticias que circulaban, profusamente, en la ciudad sobre el trato bestial que impartían los terratenientes del sur del lago a los indígenas que trabajaban en sus posesiones, como verdaderos esclavos, y la figura, las correrías románticas y las arriesgadas travesuras de ese contrabandista de carne y hueso que era “Diablo Blanco”, con sus contactos y sus profundos conocimientos de la región guajira, escenario forzoso de su comercio ilícito; todo eso, ha debido concurrir, como elementos de estímulo, a la decisión del novelista de visitar la Guajira.

Y allí estaba, en Alitasía, en la casa de Nemesio Montiel, sobrino de Telésforo, el “Diablo Blanco”; el mismo Nemesio que, por aquellos días de la llegada de Gallegos, se acababa de casar con Rina, hija del Torito Fernández y hermana de Chinca, esposa del Torito Barroso; el mismo Nemesio que; 42 años más tarde, cuando su existencia se aproximaba a los 80 años de edad, teníamos nosotros, frente a frente, en una de las frescas enramadas de Alitasía, con entera posesión de sus facultades, conversador, y tal como lo ha debido ver Gallegos: con una voz y unos ojos y unas manos como empapados en la esencia de la más pura memoria.

Nemesio nos refirió sus conversaciones con Rómulo Gallegos en Alitasía.

―Aquel hombre ―contó― preguntaba de todo. Preguntaba sobre los animales, sobre las cosas y las gentes. Sobre las costumbres de la región, sobre sus historias y leyendas. Venían personas de los más distantes lugares de la Guajira para conocerlo y él participaba en las fiestas, pero no bebía casi nada; apenas una que otra copita de brandy, que era lo que más se bebía entonces. Por la tarde, se retiraba a un lugar muy especial de Alitasía, a ese sitio donde se ven aquellos viejos cujíes. A la sombra de ellos, improvisó su escritorio de trabajo. Se hizo colocar una mesa y una silla para ordenar y escribir sus notas sobre las cosas vistas y oídas en el curso del día.

―¿Cómo surgieron el nombre y el apodo de Demetrio Montiel y “Diablo Contento”?

―Se inspiró en mi tío Telésforo Montiel, el “Diablo Blanco”, pero en el momento de ponerle nombre a su personaje, me preguntó si lo podía bautizar con el mío, Nemesio Montiel, pero yo le pedí que le pusiera otro, y entonces lo llamó Demetrio, que se parece un poco a Nemesio.

No le puso Nemesio, pero es prácticamente indudable que la sagacidad, la agudeza, la facundia cargadas con buenas dosis de humorismo, de alegría y de cierto tono malicioso y picaresco, exhibidos por el personaje Demetrio Montiel en las páginas de Sobre la misma tierra, eran los mismos que, a pesar de los años transcurridos, estábamos viendo nosotros en Nemesio.

Las salidas del personaje y la persona han debido ser y son aún del mismo calibre. Cuando pasamos por Los Filúos, venía en sentido contrario un gran camión, a cuyo conductor le gritó Nemesio Montiel hijo, el antropólogo:

―Epa… Timoschenko.

El camión prosiguió su ruta y nuestro acompañante comentó:

―Ese es hermano mío, hijo de mi padre.

Yo no indagué sobre aquel nombre porque se me dio en creer que el mismo no podía ser más que un apodo familiar.

Durante la conversación con Nemesio padre, ya en Alitasía, le conté que habíamos visto a su hijo Timoschenko, y él comentó enseguida:

―¡Ah! Sí. Ese muchacho nació justo por los días en que nos visitó Gallegos. En cierta ocasión, yo estaba en mi posesión de Sipanao, en la Teta de la Guajira, del lado colombiano, y junto con varios amigos oíamos en la radio las noticias sobre la guerra mundial. La mayor parte de las noticias exaltaba, en esa oportunidad, los triunfos del mariscal Timoschenko contra las tropas nazis. De pronto vimos en la llanura polvorienta que se acercaba un jinete.

―Aquel hombre a caballo ―comenté a mis amigos― trae alguna novedad importante.

Cuando llegó, le pregunté enseguida: ―¿Qué pasa? Y él me respondió: ―Te vengo a decir que la mujer que tenéis en tal parte, acaba de dar a luz.

―¿Y qué dio a luz?, le pregunté.

―Un varoncito.

―Bueno, entonces devolvete cuanto antes y decirle a la mujer que ponga al muchacho Timoschenko, Timoschenko Montiel. Y ese es el Timoschenko que ustedes acaban de ver en Los Filúos.

Esa rápida manera de asociar una remota realidad internacional con un hecho familiar cercano, enlazando la guerra mundial con un parto, la debió observar Gallegos con Nemesio durante las tertulias, y la trasladó a Demetrio Montiel, “Diablo Contento”.

Hay que convenir con Orlando Araujo, en el ensayo sobre la obra de Gallegos ya citado, que “la célula generadora de los personajes principales de Gallegos es casi siempre una persona real. En el caso de Sobre la misma tierra, es indudable que el personaje Demetrio Montiel es producto de la simbiosis imaginaria de dos personas de carne y hueso: Telésforo Montiel, el contrabandista, y su sobrino Nemesio Montiel.

A la sombra de los vetustos cujíes de Alitasía, con los espejismos de la llanura salada como fondo para el trajinar de su imaginación narrativa, el novelista había encontrado su personaje; había encontrado al hombre que llevaría el espejo por la variedad de caminos y de temas que le ofrecía el Zulia, para poner punto final al ciclo de su gran epopeya sobre la identidad grata y al mismo tiempo abismal de los venezolanos”.

En efecto Nemesio Montiel iba a ser la lanzadera del telar que urdiría el tejido de los temas identificables con la realidad zuliana. Su movilidad torbellinesca le permitiría al novelista ubicarlo y trasladarlo de la Calle Derecha y la Basílica, donde quiso hacer vida de poeta repentista, a Los Puertos de Altagracia para hacer vida de pescador tradicional; de Los Puertos, a la Guajira colombo-venezolana para hacer de contrabandista; desde el puerto guajiro de Cojoro, al sur del lago, como traficante de esclavos indígenas; del sur del lago, a la costa oriental, para meterse, traicionando la amistad y la buena fe, en el negocio de la compraventa de tierras petroleras, y desde allí mismo a la muerte, cuando Demetrio tenía 50 años de edad y desapareció, junto con su goleta esclavista “La Arrepentida”, en el horripilante incendio de Lagunillas de Agua, el 15 de noviembre de 1939 (2).

Configurado el personaje, allí mismo, en Alitasía tenía todos los nombres de personas y lugares deparados por lejanas leyendas y por historias más o menos recientes, para echar a rodar la trama o el ovillo anecdótico de la novela por los cuatro puntos cardinales del Zulia.

A no mucha distancia de Alitasía se extiende Yrurpana, con su sabana y su enorme jagüey y de la Candelaria y la masa de frondosos cujíes que rodean, como una inmensa enramada natural, a la hoya de aquel gran ojo de agua, fuente segura, en otros tiempos, para la sed de hombres y bestias. (Ahora, el jagüey de la Candelaria está seco, y los animales que han recorrido, desesperadamente, increíbles distancias, orientados por la seguridad de hallar allí el agua salvadora, al encontrar completamente seco el lugar, saludaron nuestra llegada con dolorosos bramidos, con gritos quejumbrosos que pedían de nuestra presencia el auxilio necesario para no morir de sed en el sitio).

Asociada al nombre de la sabana y el jagüey, estaba aquella historia enigmática de Candelaria Barroso, la mestiza pelirroja, de cabellera que hacía honor a su nombre, hija del cacique Yajaira y nieta por tanto de la unión adulterina del italiano Bartholomeu y de la esposa del cacique Juyácsiva. Cerca de allí están Ayajuy y la laguna que tomó el color de la sangre de la india y el italiano adúlteros, ajusticiados, secretamente, por el esposo ofendido. O que había tomado dicho color con la sangre de la culebra Auyapuy, muerta por Juyá, por haberse tragado a las dos hermanas que se negaron a aceptar como marido a su propio hermano, según cantaba después, piadosamente, Candelaria Barroso, quien de tanto cantar fue transformada por la imaginación de Gallegos en Cantaralia.

La historia de la india pelirroja, como su abuelo Bartholomeu, ha debido seducir al novelista. Ella, en la novela, tenía dos hermanas: Dorila y Palmira –los nombres de dos hijas de Nemesio Montiel, el Pacificador, una de las cuales iba a ser adoptada por Rómulo Gallegos y su esposa Teotiste, estropeándose a última hora la adopción, durante aquella ocasión de la visita del novelista–. Las dos hermanas serán reducidas, por la narración, a una forzosa soltería, con especial figuración en el desarrollo de la trama. El matrimonio de Candelaria-Cantalaria con un cacique que se la lleva a Jarara, en la Guajira colombiana, y luego, la muerte del esposo, la obligan a ella a regresar, con su riqueza en ganados, a sus tierras nativas de Yrurpana donde al jagüey y los buenos pastos aseguraban la supervivencia de todos.

La india pelirroja, blanca, “fea simpática”, según la describe Gallegos, era ya una mujer madura y regresó acompañada por su inseparable esclavo, el tamborero Airapúa, quien así como animaba con los toques de tambor las fiestas de su decidida dueña, sirviéndola con fidelidad a toda prueba, del mismo modo animará los capítulos esenciales de Sobre la misma tierra.

Airapúa es otro de los personajes tomados por Gallegos de la realidad a la vista, en aquella visita a la Guajira, en 1942. El esclavo tamborero de Cantalaria en la novela está vivo todavía. La tarde del día en que llegamos a Alitasía, lo encontramos en el patio de la casa de Nemesio Montiel, dándole de comer a un burro las maraquitas del cují. Quieto frente al humilde animal, Airapúa parecía un pequeño ídolo guajiro.

―Con cada año que pasa ―comentaba Nemesio, el antropólogo―, y ya deben ser cerca de cien, Airapúa se pone más chiquito.

Más o menos –pensaba yo―, la misma edad que tendría ahora Telésforo, “Diablo Blanco”, Demetrio Montiel, “Diablo Contento”, si no hubiera desaparecido con “La Arrepentida”, frente al incendio de Lagunillas de Agua, a fines del 39.

El encuentro de Demetrio Montiel, el blanco maracaibero de la Calle Derecha, metido a contrabandista a los 20 años de su móvil vitalidad, con Cantaralia-Candelaria, la mestiza pelirroja, sin hijos, viuda ya madura e intacta, era para el novelista, desde todo punto de vista, inevitable. De ese encuentro, el abrigo del frondoso cujizal a orillas del Jagüey de la Candelaria, con la sabana de Yrurpana al frente, orillada por el lucero del alba, tenía que nacer la pieza maestra con que echar a andar, como a un cuerpo viviente, la máquina de las peripecias de Sobre la misma tierra. De ese encuentro fugaz, pero definitivo, como las controvertidas realidades de Venezuela, tenía que nacer Remota Montiel, la Majayura de Piedra, Ludmila Weimar, la mujer y al mismo tiempo el hombre de los mestizajes ferozmente regionales con feroces aspiraciones universalistas, tan queridos del pueblo venezolano; la madre virgen, o si se quiere soltera, que hay siempre detrás de las más honestas empresas dirigidas a rescatar la profunda y diáfana identidad nacional.

Para dar feliz término a esa epopeya de la identidad venezolana; para hacer encajar el segmento último del mapa de la geografía de nuestro espíritu; para poner punto final a su ciclo novelístico de la tierra y sus hombres, emprendido hacía ya cerca de 18 años de incansable trabajo, de participación muchas veces dolorosa dentro del acontecer cotidiano del país, bien desde el exilio o desde dentro del país siempre traspasado de horrores, Gallegos sabía, de antemano, que era necesario adaptar la presencia de los paisajes vistos, de las personas y personajes captados en su viaje al Zulia, de todo ese material narrativo recogido y ordenado bajo los cujíes de Alitasía, al cuadro cambiante y al mismo tiempo permanente, quieto y al mismo tiempo fluido del trasfondo ideológico sobre el cual se asienta, firmemente, toda su obra narrativa.

Era necesario hacer entrar los elementos de la realidad tradicional o auténtica, y los de la realidad circunstancial de la región zuliana, por los vasos comunicantes de las oposiciones y de los contrapuntos del complejo laboratorio metafórico construido, a punta de intuición, por la incuestionable capacidad creadora del maestro de la novelística nacional.

Era necesario conducir, sabía y, si así se quiere, hasta discretamente, el torrente anecdótico de los temas novelísticos del Zulia, por esos canales de las constantes galleguianas que, magistralmente, Juan Liscano resume, en su excelente y ya clásico ensayo Rómulo Gallegos y su tiempo, del siguiente modo:

“La fuerza desorientada con sus implicaciones del fracaso y del pecado contra el ideal; la idea del ‘alma dormida’ con su corolario de la función redentora de despertarla; la lucha entre la civilización y la barbarie que abarca campos colectivos e individuales; los conflictos provocados por los mestizajes y casamientos entre personas pertenecientes a grupos sociales diferentes y hasta contrapuestos”.

Dentro de esas cinco constantes, y en relación con Sobre la misma tierra, es necesario puntualizar la aguda observación hecha por el mismo Liscano, respecto al tema de la civilización y la barbarie, en trabajo incluido en la obra Rómulo Gallegos ante la crítica, selección de ensayos llevada a cabo por Pedro Díaz Seijas, para Monte Ávila Editores.

Según Liscano, la antinomia civilización-barbarie, con Gallegos “termina por perder los caracteres sistemáticos y dogmáticos con los que la formulara literariamente Domingo Faustino Sarmiento. Lo europeo, la ciudad, no serán necesariamente la civilización en pugna con lo criollo y el campo, fuentes de barbarie. Gallegos se muestra más dialéctico que Sarmiento”. Y agrega en el siguiente párrafo que “Gallegos advierte desde el inicio mismo de su obra que todo lo rústico y formado en el campo no resulta necesariamente bárbaro”, sobre todo –agregamos nosotros- si se le da a este último término, tal como ocurre con frecuencia, la connotación que lo identifica con el mal, con el salvajismo destructivo, con la violencia y la injusticia. Por vía de la oposición lógica, es necesario admitir entonces que todo lo cultivado y formado en la ciudad, no tiene que ser, fatalmente, civilizado, sobre todo si se le otorga a este concepto la sola connotación de lo bueno.

Hechas estas observaciones, resulta evidente que Gallegos necesita cerrar su ciclo narrativo, forjando nuevas y fructíferas oposiciones que deriven hacia una definitiva síntesis, respecto a las oposiciones puestas en juego en la obra principal del inicio de ese mismo ciclo, Doña Bárbara.

Por eso, el novelistas echa a vivir los personajes centrales de Sobre la misma tierra por los canales de las constantes señaladas, pero haciéndoles mostrar la cara opuesta a la que mostraron los personajes de su gran novela de 1929.

Demetrio Montiel, lo mismo que Santos Luzardo, sale de la ciudad hacia el mundo rústico de la llanura, de la civilización a la barbarie. Pero mientras el doctor Luzardo logra llevar a cabo su papel civilizador, despertando el “alma dormida” de los hombre y mujeres del llano, al destruir las fuerzas del mal, bárbaras o civilizadas, que le salen al paso, Demetrio Montiel es una “fuerza desorientada” que cautiva con su simpatía natural al alma primitiva de la Guajira, para terminar traicionándola con el desvió de sus desmanes de contrabandista hacia el planificado salvajismo del traficante de esclavos, alimentado con los hijos de la misma tierra que lo había amado.

Por su parte, Remota Montiel es, como doña Bárbara, hija del mestizaje. Pero mientras esta última encarna la fuerza conflictiva de la venganza, domando, embrujando, esclavizando y destruyendo cuanto la rodea, hasta tornar más profundas las marcas de la barbarie de donde ella procede, Remota termina por ser su más transparente antítesis: sale de la supuesta barbarie de su apartada región guajira, respira el aire civilizado de ciudades tan distantes entre ellas, como Maracaibo y Nueva York y regresa a su tierra nativa , pero no para imponerle usos y costumbres formales de la civilización, sino para despertar el alma de los suyos, mediante el bien y la justicia, redimiendo a los indígenas vendidos por su padre, Demetrio Montiel, y esclavizados por el feroz hacendado Adrián Gadea, a quien ella hace reducir a prisión; y mediante la idea, largamente acariciada, de convertir en fuente nutricia del progreso, a la bella ilusión del Gran Eneal.

Los personajes de sexo opuesto de una y otra novela, de Doña Bárbara y de Sobre la misma tierra, entrecruzan sus características, se transfieren sus contenidos, como si cada uno de ellos formara los términos de una enorme metáfora de significados múltiples que enriquecen y humanizan la rigidez del marco conceptual de la oposición entre civilización y barbarie.

Ese primer día sobre la ruta que siguió Rómulo Gallegos durante su visita a la Guajira, hace ya 42 años, en busca de materiales para su Sobre la misma tierra, lo concluimos recitando versos en la casa de Nemesio Montiel, frente a la Laguna de los Pájaros. A una señal de jefe de familia, el tamborero echó a sonar el toque de El Vuelo del Alcaraván. Se congregaron las personas que viven en Alitasía, vinieron otras de los alrededores y corrieron los versos bajo la claridad casi diurna de la luna, y por encima de la laguna, ahora seca, en cuya parte más profunda se bañó aquella vez el autor de Doña Bárbara.

Empequeñecido por el peso de sus casi cien años de edad, Airapúa, el fiel tamborero de Cantaralia, el que convenció a Demetrio Montiel para que raptara del blanqueo a su hija, la Majayura de Piedra, Remota Montiel; el que fue esclavo de Adrian Gadea en el sur del lago, vendido por el mismo Demetrio, y le mostró a Remota el infernal espectáculo de los indios encadenados y torturados; Airapúa también vino a buscar los versos, a pesar de que, seguramente su alma enigmática como la cara de una leyenda, en cuanto oyó el toque de tambor de El Vuelo del Alcaraván, echó a volar ella misma, por el camino de Cojoro, hasta el puerto de mar donde debía seguir anclada el fantasma de “La Arrepentida”, desde hacía ya muchos años.

Con el amanecer, tomamos justo ese camino que hace tiempo trata de ser carretera, la carretera de Penélope –así la bautizamos–, porque en la medida en que su construcción avanza con los años hacia Cojoro, siempre es necesario regresar a reconstruir su comienzo, destejido por la desidia y la intemperie inclementes.

Desde todas partes se ve la Teta de la Guajira, enclavada en territorio de Colombia. Allí está Sipanao, la posesión de Nemesio, cerca de la cual nació Timoschenko Montiel. Al fondo, la Serranía de Cojoro batida por el mar.

En un cruce de trillas, donde se levanta una gran cruz en memoria de Vicente Fernández, el hijo el Torito asesinado hace apenas 11 años, la arena, la sal y los espejismos, los límites entre lo ficticio y lo real, resguardando de uno y otro y preservando del tiempo el lugar donde Remota Montiel pasó los años del blanqueo, hasta que la raptó su padre, para convertirse desde entonces en la Majayura de Piedra.

Desde ese lugar, desde Cojúa el puerto natural de Cojoro, el trecho es tan corto que todavía alcanzamos a ver “La Arrepentida”, despegando rumbo al sur, en ese último viaje durante el cual, frente a la costa en llamas de Lagunillas, Demetrio Montiel, “Diablo Contento”, se volvió “Diablo Sombrío”.

De vuelta a Maracaibo, nos esperaba una vez más el Gran Eneal, inútil ya para la sequía y la sed que siguen matando a la Guajira. En el silencio del regreso, dentro de cada uno de nosotros seguramente aleteó la idea de que estábamos desandando la ruta de la muerte de una gran ilusión (4).

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Notas

(1) Rómulo Gallegos visitó dos veces el Zulia. Las informaciones de este trabajo están referidas a su segunda visita.

(2) En la obra de Rómulo Gallegos hay dos aspectos que podrían tener algún interés para el investigador literario. Uno de ellos es el que se refiere a la cronología, al tiempo propio de personajes y de hechos propios dentro de cada novela. El otro atañe a esa constante galleguiana que Juan Liscano identifica con el mestizaje y sus conflictos. Gallegos pareciera no querer buscarse problemas respecto al desenvolvimiento del tiempo físico de sus personajes. Es muy discreto en ese punto. Pero en el caso de Sobre la misma tierra, si bien es cierto que esa discreción se mantiene, el escritor no vacila, sin embargo, en ofrecer ciertas claves relacionadas con la edad de sus personajes y su encaje dentro del tiempo, con fechas precisas, en que se desarrolla la acción.

Cuando aparece Demetrio Montiel en la novela sobre el Zulia, se sabe que tiene 15 años de edad. Tiene 20 cuando, metido ya a contrabandista, es elegido por Cantaralia, mujer madura, para tener a Remota Montiel. Esta muchacha es raptada por su padre y dejada en Maracaibo, en casa de sus tíos, los Weimar, cuando ella tenía 15 años. Pero ¿cuáles son los años que corren dentro de la vida real de la ciudad y de los lugares que sirven de escenario a esos personajes de la novela?…

Gallegos da una clave esencial para precisar esas fechas: Demetrio Montiel desaparece, junto con su goleta “La Aparecida”, cuando él tiene 50 años de edad, en el incendio de Lagunillas de Agua. Se sabe que este terrible siniestro petrolero ocurrió el 13 de noviembre de 1939. Demetrio nació, entonces, en 1889; su encuentro con Cantaralia, en Yrurpana, se produjo en 1909 y el nacimiento de Remota Montiel, al año siguiente. De tal modo que, cuando Remota llega a casa de sus tíos y se convierte en Ludmila Weimar, transcurre el año de 1925. Ella vivió, después, 18 años en Estados Unidos y regresó al país cundo tenía 33 años de edad, es decir, en 1943, un año después del momento en que Gallegos, bajo los cujíes de Alitasía, comenzaba a darle vida a la heroína guajira.

En la trama novelística de Sobre la misma tierra, hay un personaje, cuyo modelo tomado de la vida real existe todavía. Se trata de Airapúa, el tamborero y esclavo fiel de Cantaralia. El debía tener, más o menos, la misma edad de Demetrio Montiel el día en que el contrabandista joven y simpático poseyó a la india pelirroja. El viejo tamborero de hoy debe tener, entones, 95 años de edad, la misma que tendría Demetrio Montiel si la novela lo hubiera dejado con vida.

En cuanto al otro aspecto, el del mestizaje, es indudable que Gallegos ha debido tener mucha fe en la idea, posiblemente de inspiración positivista, sobre cierto determinismo biológico, como solución al problema de los conflictivos desniveles existentes entre razas y clases sociales del país.

Pareciera que el novelista creía en la eficacia de los cruces biológicos, eso sí, siempre y cuando entre los individuos contrapuestos del cruce existiera un fondo ético común y natural de bondad y de justicia. Pareciera, en fin, que el novelista, para hallar soluciones a los grandes problemas raciales y sociales del país, mal disimulados, pero, sin duda, existentes, lo mejor era tomar, dialécticamente, por la calle de en medio.

(4) Conceptos para una Interpretación Formativa del Proceso Literario en Venezuela. Edición del décimo Aniversario de Pequiven, Filial de Petróleos de Venezuela. Homenaje a Rómulo Gallegos en el Centenario de su Natalicio. 1884-1984. Páginas 397-407.

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