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Shakespeare en la pequeña Venecia

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Por JOSÉ TOMÁS ANGOLA HEREDIA

Como escribió el brillante dramaturgo venezolano Edilio Peña: “La capacidad de los textos de Shakespeare está precisamente en que nos producen reflexiones infinitas” (Apuntes sobre el texto teatral)

Tan de acuerdo estoy con el querido Edilio que en la última década me he dedicado a explorar algunas piezas del inglés, creyendo que su resonancia imperecedera puede oficiar de liturgia de las horas para nuestro teatro extraviado. La primera vez que dirigí una obra de Shakespeare fue en 2016, gracias a la invitación de Federico Pacanins. Se trató de Medida por medida, que realizamos en varias temporadas. Luego vino en 2018 Macbeth, en donde de nuevo Federico me llamó, aunque en esa oportunidad ofreciéndome el rol protagónico para él fungir de puestista. En 2022 la emprendí con Sueño de una noche de verano en versión de Eduardo Casanova, con la Orquesta Sinfónica Venezuela interpretando en vivo el estreno nacional de la música incidental que compusiera Mendelssohn. Fue en los jardines del Centro de Artes Integradas. El mismo año, otra vez bajo el auspicio de Pacanins, me tocó acercarme a Shakespeare. Me propuso traducir y versionar Romeo y Julieta. Sin ser traductor de oficio ni experto en el inglés isabelino, acepté el reto. Traducir a Shakespeare es versionarlo. Es imposible creer que su poética, escrita en pentámetros yámbicos, puede tener transposición fidedigna al español. Lo intentaron dos poetas chilenos: Pablo Neruda y Nicanor Parra. El primero de manera desangelada y torpe en justamente su adaptación de Romeo y Julieta. Parra tendría más fortuna con Rey Lear, aunque el resultado tendería a la antipoesía como era de esperarse. Intenté entonces honrar el espíritu de Shakespeare, la fogosa tragedia de Verona, con esos niños jugando a amar y el tortuoso equívoco que los destruye. Gustó, al menos eso dijo la crítica y el público. Veremos si la historia mantiene el juicio.

El año pasado vino el acercamiento a una nueva pieza del inglés. Juan Carlos Grisal, talentoso cantante y actor con respetables papeles los últimos años, me entregó una versión que había estado pergeñando durante la pandemia. El ocio no siempre nos depara un mal camino. Tomó algunos talleres de dramaturgia y como ejercicio asumió El mercader de Venecia. La estigmatizada y vituperada obra sobre Shylock, el judío de Venecia. ¿Por qué hacer esa pieza ahora? Aclaro que hablo de mediados de 2023.  Faltaban meses para que ocurriera el sanguinario ataque terrorista contra Israel y la consiguiente atroz guerra.

Grisal no pudo darme argumentos de por qué montar esa obra en Venezuela. Me habló de gustos personales y eso sí, que a él le interesaba el personaje de Shylock. De hacerse y él producirla, se reservaba ese rol. A veces las cosas ocurren por impulsos incomprensibles. Los que somos creyentes decimos que es la gracia del Espíritu Santo obrando. Sin estar muy convencido, leí su versión. Era muy apegada al original. Se valía de una traducción moderna pues hay algunas decimonónicas que mejor sería montarla directamente en inglés. Debo confesar que me gustó. Le pedí permiso para hacer algunos cambios menores. Asuntos sobre melodía en los diálogos y supresión de información reiterada. Recuérdese que en el tiempo de Shakespeare los espectadores necesitaban de la rememoración constante para no perderse en la trama. La obra conservaba su belleza literaria. Y algo ocurrió en mí. De pronto el meollo de la justicia implacable, vengativa, frente a la necesidad de la misericordia, la clemencia, me pareció tan relevante en la Venezuela del presente que sentí el efecto de la gracia obrando en mí. Esta pieza, que tenía años sin leer pues no era de mis preferidas de Shakespeare, aparecía sin ser invitada y me hablaba de la razón y el espíritu. Tal como lo asevera Edilio Peña, me proponía reflexiones infinitas.

¿No estamos acaso en el tiempo para el reencuentro del país?, ¿no vive Venezuela hoy una encrucijada en donde solo con tolerancia, clemencia y misericordia se podrá dar la transición que todos anhelamos? No concibo plausible que los seres humanos sigamos manejándonos por la retaliación que dicta la Ley del Talión o el Código de Hammurabi. Debe haber otra forma de coexistir, distante de la violencia y la venganza como formas de reparación. De allí que El mercader de Venecia proponía algo nuevo y desafiante para nuestros escenarios, más si lo planteado en la obra nos obligaba a repensar nuestro tiempo para comprender qué de errado hay en Antonio o en Shylock.

Y con referencia al tópico antisemita, diré lo que he comentado muchas veces. Shakespeare en su vida conoció a un judío. Jamás salió de Inglaterra y los judíos tenían siglos expulsados de aquellas tierras. Si acaso había leído o visto El judío de Malta, pieza verdaderamente oprobiosa contra ellos, firmada por su némesis Christopher Marlowe. Además la trama de El mercader de Venecia no es de Shakespeare. La extrae de Il Pecorone (1385) de Giovanni Fiorentino. Esa era la práctica común entonces. Los argumentos de las obras eran tomados de otras fuentes. Lo original era la creación de diálogos y cómo estos, en poesía y verdad, entregaban un aliento nuevo a historias conocidas. Ansaldo, mercante de Venecia en Il Pecorone, es Antonio en la obra de Shakespeare. Gianneto, su sobrino arruinado de Florencia, es Bassanio. Aparece una dama de Belmonte que también ejerce, disfrazada de hombre, de abogado en Venecia. Hay un judío que le presta dinero al mercader. Ansaldo se arruina con sus barcos y el judío reclama una libra de carne como pago. Al final al judío se le obliga a aceptar el pago de los ducados pero el prestamista furioso abandona el juzgado. Incluso hay un anillo que la dama de Belmonte reclama en reparación amorosa. ¿Suena conocido?

De acusarse a El mercader de Venecia de antisemita sería porque no se le quiere reconocer a Shakespeare el enorme y noble gesto de poner en boca de Shylock algunos de los monólogos más sentidos, cargados de humanidad y dignidad, que jamás haya dicho personaje judío en la literatura de su tiempo.

Finalmente, para zanjar el tema, me parece muy relevante que el teatro en yiddish, que se producía para la comunidad judía en Nueva York a principios del siglo XX, escogiera El mercader de Venecia para traducirla y presentarla. Yosef Bovshover (1873-1915), poeta anarquista, hizo en 1899 una traducción al yiddish notablemente apegada al argumento, con el único cambio de llamar al personaje “Shaylok”. Valga aclarar que en el prólogo, Bovshover se dedica con ahínco a defender a Shakespeare. Su tesis es que el inglés no era antisemita. Nadie que hubiese tenido tanta empatía, sentimiento y comprensión por Shylock podría serlo. Jacob Adler (1855-1926), gigante judío del teatro norteamericano y padre de la gran maestra Stella Adler, protagonizó muchas veces esa obra en yiddish. Igual el genial Maurice Schwartz (1890-1960), otro monumento del teatro judío neoyorquino. Y como colofón diré que Harold Bloom reconoció en una entrevista que vio la pieza en yiddish, en un teatro de la segunda avenida cuando tenía 8 años.

Una propuesta plástica para la Pequeña Venecia

Aunque la obra tenía muchos años sin presentarse en Caracas, estaba seguro de que no quería hacer un montaje histórico. Tenía algunas ideas que me rondaban y necesitaba traducir a códigos escénicos. Como sostenía Bertold Brecht en su Teatro Épico, la escena debía antagonizar con el realismo, no servirlo. No buscaría entonces reconstruir a la Venecia del siglo XV, buscaría “deconstruirla”, provocando una ilusión en donde escenografía, vestuario, video y música nos propusieran símbolos equívocos: el espectador tendría la sensación de presenciar una obra de época, aunque no pudiese situarla en ningún tiempo específico.

El escenario vacío, cámara blanca, como una hoja de papel sin escribir, permitiría que con la iluminación y el video pudiéramos pintar estados emocionales enfrentados. Y en eso sí que me alejaba de Brecht. Como director me interesaba el sentimiento. A ese respecto me quedo con el bueno de Aristóteles y su catarsis.

Con Manuel Troconis, diseñador de iluminación, nos propusimos componer cuadros sin utilizar luces frontales. Las luces a ras de piso y cruzadas colorearían personajes divididos entre sombras. Esa era la manera como imaginaba la espiritualidad de todos. No había caracteres puros en su moral. Todos eran blancos y negros al mismo tiempo, ambiguamente brillantes y oscuros a la vez. De la misma manera le planteé a María Consuelo Fernández, diseñadora de vestuario, la necesidad de que se usaran telas blancas y negras, y una combinación de grises, salvo los sombreros rojos que Shakespeare específicamente demanda para los judíos en la pieza. La armonía en la composición de los trajes no permitiría a primera vista descifrar esa clave, pero en el devenir cobraría peso. Igual me pasaba con las texturas. No podían ser vestuarios densos, pesados. Debían ser como los del ballet, ligeros, ceñidos al cuerpo, pues toda la puesta en escena la enfocaría como una gran coreografía. Incluso con momentos precisos en los que los personajes asumirían posiciones de bailarines, con entradas y salidas balletísticas.

En la música también buscamos acercar al espectador a una era pasada pero reproducida con instrumentos modernos y sin que pudiera reconocer a algún compositor en especial. Sería parafrasear sonoramente al renacimiento. Luis Izquierdo, músico que compuso el tema de amor, “En mi lecho”, recibió la visión de trabajar una canción que tuviese aires del medio oriente pero sin ubicarlos geográficamente. Que poseyera sonidos renacentistas sin asociarlos a algún género conocido. Por último, al video, recurso con el que he experimentado casi dos décadas, le asigné un segundo plano. No intentaría que protagonizara como en otros proyectos. Aquí era un complemento espacial y plástico. La pequeña pantalla flotante al centro, emularía los telones teatrales. La proyección al fondo, sobre el ciclorama, evocaría la monumentalidad de lo predestinado.

Todos estos talentosos artistas lograron un trabajo de filigrana que se ensambló con belleza y exactitud.

Notas taquigráficas para personajes palpitantes

Shylock es una víctima. Lo es al principio cuando revela el desprecio que le tiene Antonio; lo es cuando Jessica, su hija, lo abandona y roba; lo es en el juicio cuando su venganza se vuelve contra él. Si hubiese sido clemente, la misericordia le habría tocado a él.

Antonio está deprimido desde el inicio por su vida hipócrita. Se dice cristiano, da dinero a quien lo necesita, está dispuesto a ofrendar su vida por un amigo, pero es incapaz de ser bondadoso con el extraño. El cristianismo es tan revolucionario porque te pide amar no al que te ama sino a quien te odia. Salvando los más de cuatro siglos que nos separan de la obra, el acto de amor de Antonio para con Shylock, su transformación, es un gesto que hoy vemos ofensivo y cruel. Obligar al judío a convertirse al cristianismo. En la mentalidad de la época, no es un castigo. Sería absurdo castigar a alguien convirtiéndolo en lo que uno es. Es un acto de amor para su tiempo pues es regalarle la salvación y la vida eterna.

Porcia sin duda es el personaje más inteligente y brillante de la obra. Y por mucho, uno de los más lúcidos y atrevidos de Shakespeare. De ser solo un “premio” en la lotería de los cofrecitos, deviene en la rescatadora de Antonio y quien le enseña a Bassanio lo que es la lealtad y la fidelidad. Una mujer. Como para también señalar de machista a Shakespeare.

El Duque en el juicio representa a Dios. Es autoridad pero no viola la ley que él mismo impone. Tiene el poder para condenar pero libera a Antonio y le perdona la vida a Shylock. Preside el juicio en silencio y siempre está en su trono, sin embargo a veces no sabemos si escucha o ve. Deja que los hombres actúen libremente, aunque de vez en cuando los llama a que sean misericordiosos entre sí. Es un símbolo maravillosamente escénico y sutil de Dios.

El 31 de mayo, 1 y 2 de junio de 2024 en el Centro Cultural Chacao, 700 personas presenciaron El mercader de Venecia de Shakespeare. Fue el culmen de 5 meses de ensayos y descubrimientos. Como director de este proyecto no busqué aplausos o críticas laudatorias. Lo único que busqué es que al menos uno de los 700 que asistieron fuese tocado por la poesía de Shakespeare. Si pudiéramos transformar el corazón de una persona, haríamos de este país un lugar más bondadoso.

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