Zakarías Zafra / Archivo

—Su experiencia con las redes sociales. ¿Le estimulan, le inquietan? ¿Le han provisto de alguna interlocución? ¿Han tenido alguna utilidad para usted?

—Todas las redes tienen algo de campo minado, de espejito mágico y de diván.  He querido salirme varias veces, pero el intento de suicidio virtual siempre falla. Creo que me estimulan y me inquietan en la misma medida. Incluso, les temo. Hay algo en ellas que, como toda adicción, va del placer a la nocividad. Pero no quiero exagerar. No todo ha sido incómodo. Leer un ensayo y luego una noticia de Irán y luego un bot de El Bosco y luego un meme, es fascinante. No creo que haya hoy un espacio con tanta concentración de lo humano como las redes sociales. Y en ese sentido, como espacio vivo que son, las redes sociales son también un laboratorio de investigación colectiva. Me han servido para informarme, para descubrir cómo operan las ideas en instantáneo, para confrontar mis opiniones con las de otros, para nutrirme de lecturas a las que no tendría acceso de otra forma. En fin, trato de que toda mi aproximación a ellas sea provechosa. Son eso: redes. Las usas y las apagas. Entras y sales. Y creo que hay formas de protegerse. Con curar bien los timelines y aportar algo a esa gran conversación, tengo.

—Un tema, cada vez más recurrente, es la degradación del lenguaje en redes sociales, intercambios políticos y, en una perspectiva más amplia, en su uso cotidiano. ¿Siente ese deterioro? ¿Debemos alarmarnos? 

—En el caso específico de las redes, más que degradación veo mutaciones, contagios entre lenguajes. Escribir con stickers, hashtags, emojis o GIFS, puede dar cuenta de una expansión de la conciencia del lenguaje, en lugar de su mengua, como se podría pensar en términos demasiado puristas. Y eso puede o no relacionarse con la pulcritud formal. Lo que estaría en juego ahí es la relación individual con el lenguaje y eso, obviamente, tendría tantas aristas como usuarios y mentalidades hay. Lo que sí me alarma son los discursos. Es decir, la materia convertida en producto para el uso y venta. Enlatado, empacado al vacío. Literalmente: al vacío. Si no, basta con ver a los políticos y el massmedia. Desgaste y degradación se quedan cortos. Hay una deshonestidad salvaje. Hay utilitarismo, violencia, estafa. Por eso lo separo de la pulcritud del mensaje. Es lo que está detrás, en los métodos de concebir lo dicho. Si no hay una conciencia de lenguaje, el engaño de los discursos se vuelve indetectable. No hay forma de confrontar la evidencia de la realidad con la esfera ilusionista de los discursos, de revisar el alcance de las palabras y de los universos lingüísticos que adoptamos como versiones del relato personal. Eso me preocupa más que escribir con stickers o chatear con abreviaturas y GIFS.

—Un fenómeno, asociado al anterior: la corrección política. ¿Tiene impacto entre los escritores? ¿Ha corregido el impulso de una primera frase para evitar los ataques de los defensores de la lengua políticamente correcta? 

—Suelo pensar y reescribir mucho antes de publicar una línea. Decantar impulsos es necesario, cómo no. El impulso es atlético, tramposo. Prefiero la rutina de la corrección y la reescritura. Es un oráculo lento. Supongo que esa cautela se corresponde con mi personalidad. ¿Será autocensura? No lo creo. No siento miedo ni tengo deudas con grupos de poder o de legitimación, componentes clave de la autocensura. Si tiene impacto entre los escritores, no lo sé. Cada uno se aproxima a su materia y a sus intereses de forma particular. En el caso de la escritura −y la distingo aquí del acto de redactar un tweet− puedo decir cosas que no me interesaría decir en la esfera pública de las redes. Por desconfianza de la inmediatez, por economía emocional, por sospecha de impertinencia. Los linchamientos virtuales me aburren y es evidente que provienen de los defensores de la corrección política y de los adictos a la provocación. No hay forma de salvarse de eso. La escritura, en cambio, es un espacio de libertad y exploración porque no hay audiencia. Soy dueño de mis borradores y esclavo de mis posts. Algo así sería la consigna.

—Los expertos sostienen que estamos lejos de comprender los riesgos del cambio climático. En su espacio cotidiano, ¿está presente la preocupación por el cambio climático?

—No ha sido un tema que me haya ocupado hasta ahora. Lo digo con pesar, pues debería ser obvio preocuparse por el planeta en el que uno pretende mantenerse vivo. Me inquieta, sí, el trasfondo de ciertas agendas que se han desplegado detrás del cambio climático. Hay activistas ambientales con años, décadas de trayectoria que han sido asesinados o cuando menos amenazados, desplazados, silenciados por las corporaciones y los Estados. Pero de eso no se habla. La tierra tiene sus dueños y no son precisamente quienes la trabajan. No hay que olvidarlo. Por eso, que ciertas figuras emerjan de pronto a señalar con vehemencia las prácticas antiecológicas de sus pares en el primer mundo, me provoca sospecha. Tanto como la guerra hipster contra las bolsas plásticas y los pitillos. Hay migraciones masivas por crisis ambientales, hay enormes extensiones del planeta devastadas por el extractivismo, pero antes hay una moral de talk show que discrimina de qué se habla y de qué no. Cuál planeta importa y cuál no. Qué es en verdad un cambio climático para algunos y un weather report para otros. Es evidente que hay muchas tierras y unas importan más que otras. Hace falta concienciación honesta sobre el tema. Yo no he llegado ahí.

—Está en desarrollo una tendencia planetaria que promueve derechos: para las minorías, animales, plantas y más. ¿Cómo experimenta usted este fenómeno? ¿Tiene sentido preguntarse por los deberes? 

—Ser inmigrante me ha llevado inevitablemente a conformar una minoría. Eso me ha hecho cuestionar privilegios y desmontar narrativas que asumía como únicas. Las minorías cuestionan privilegios y formas de organización de la sociedad en que nos movemos. Las minorías interpelan, incomodan. Y eso no tiene nada que ver con la victimización. No todas las minorías se comportan políticamente como víctimas, ni todo se trata de una necesidad de reivindicación. En el marco de la vida civil, las minorías –si no tienen impedimentos jurídicos reales como los apátridas o los indocumentados, por ejemplo– son grupos de ciudadanos que comparten un mismo marco de deberes y derechos, solo que en relaciones desiguales. Y eso es justamente lo que me parece interesante. Si el privilegio jamás está señalado ni puesto bajo el escrutinio, los deberes seguirán cayendo con más fuerza sobre unos que sobre otros.

—Inevitable la pregunta por las distintas formas de acoso y violencia, ahora en auge. ¿Le han afectado de alguna manera? ¿Qué efectos produce? 

—Creo que ese auge nos ha hecho más conscientes de las violencias de las cuales hemos sido víctimas y victimarios alguna vez. La sexual es la que más ha tenido resonancia y también las peores consecuencias. Sin embargo, considero que estamos lejos de conocer las muchas violencias que rigen nuestros marcos relacionales. La violencia epistémica, por ejemplo, tan normalizada en los entornos académicos y artísticos. Minimizar al otro, agredirlo con argumentos de autoridad, usar credenciales, fama o legitimidad social como armas de ataque. Ejercer la superioridad para aplastar al que «no tiene el mismo nivel», tan novato, tan ilegítimo, tan nadie. Entre eso y un acoso hay enormes diferencias en la práctica, pero el fondo que rige es el mismo: la suposición de que hay uno más débil, un cuerpo gobernable sobre el cual ejercer poder y por ende controlar, minimizar, desaparecer.

—Hemos ingresado en una nueva era: el capitalismo de vigilancia. Sus defensores sostienen que vivimos un tiempo donde la intimidad ha perdido valor. ¿Cómo lo vive? ¿Protege su intimidad? ¿Es un bien necesario para su actividad creativa?

—Lo es. No podría concebirme sin una intimidad, sin ese espacio secreto, en resguardo, en el cual me siento en el escritorio a escribir, converso con mi esposa, leo, como, pago mis cuentas, juego con mi hija. Lo que publico en redes sociales es una mínima parte de lo que vivo a diario y mucho menos de lo que permanece en trabajo de borradores. Además las redes son escenarios. Es muy difícil retratarse tal cual uno es. Ya algo tan sencillo como tomar una foto a un plato de comida supone armar una escenografía. A veces las selfies y las líneas que las acompañan son otras formas de un guion que pretende distraer, entretener, prestidigitar. Muy teatrales y muy histriónicas. Procuro estar muy atento para distinguir cuándo me pongo el disfraz de usuario y cuándo soy el individuo. La persona, pues, no el avatar. Y eso pasa también por no convertir nada de lo que está fuera de mi casa en un dictado.

—En 25 años, de acuerdo a las proyecciones de los demógrafos, entre 72 y 75% de la humanidad vivirá en ciudades. ¿Disfruta usted de la gran ciudad? ¿Se ha propuesto vivir en un espacio distinto al de una gran ciudad?

—Salté de una ciudad pequeña a una megalópolis: la Ciudad de México, caótica, híbrida, truculenta, deslumbrante. Es mi casa ahora y la amo y la temo por igual. Me siento cómodo en ella. Mi yo provinciano se desdibujó en este entorno apocalíptico en el cual me he desenvuelto bien desde el primer día. No sé cómo me iría en otra ciudad superpoblada, pero esta, vibrante y contaminada, me cayó como anillo al dedo. Tiene todo lo que, sin saberlo, esperaba y deseaba de una ciudad. No tengo pensado mudarme a una ciudad pequeña otra vez. Al menos no ahora.

—¿Qué percepción tiene del estado de la democracia en su entorno inmediato? ¿Se la valora? ¿Se la percibe amenazada? ¿Se la entiende como opuesta del modelo populista? 

—No sé si amenazada sea el término exact0, pero hay una ola de reajustes en México que se percibe. Hay mucha esperanza y mucha vigilancia. También bastante escepticismo. Democracia, de cualquier modo, es una palabra a la que todos nos aproximamos de maneras distintas. Para unos, democracia es que el presidente haga plebiscitos, para otros, poder protestar todos los días en Paseo de La Reforma sin que te maten. Para otros más, el poder disentir, sospechar y esperar otro cambio más en un sexenio. Donde hay debate cotidiano, donde todavía no ha llegado la histeria de la voz única, hay oxígeno para la democracia. Y creo que ese es el caso de México.

—Por último, ¿cuál es su sentimiento general hacia este tiempo que le tocó vivir? ¿Le preocupan las incertidumbres? ¿Qué le gusta de las realidades en curso y de las que se anuncian? ¿Es mayor su malestar que sus expectativas? 

Mi condición de inmigrante ha cambiado todo. Emigrar es estar en permanente incertidumbre. Me he reconciliado mucho con esa idea. Malestares, siempre. Expectativas, con cuidado. Hacer planes en estos tiempos es diseñar al lado un manual para deshacerlos. Y eso requiere capacidades que se ejercitan a los golpes. Hay más herramientas, más formas de consumir y producir conocimiento, hay posibilidades infinitas de conexión y eso me alegra. Me gusta pensar en el mundo conectado, con accesibilidades. Son un respiro en medio del caos. Pero también hay relaciones desiguales, muros, verticalidades que siguen igual que antes. En ese sentido, no podría sentirme especialmente esperanzado, sino atento. Y con el propósito muy legítimo de mantenerme vivo y sano, aunque en escenarios muy distintos a los que me imaginé diez años atrás.


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