Aglaia Berlutti / Cortesía de la autora

Por NELSON RIVERA 

—Su experiencia con las redes sociales. ¿Le estimulan, le inquietan? ¿Le han provisto de alguna interlocución? ¿Han tenido alguna utilidad para usted?

—La experiencia en redes sociales siempre será parecida a la de huir de una oleada destructora capaz de pulverizarte. La información distorsionada, la capacidad de la gran conversación virtual para devorar y devastar el argumento hasta simplificarlo a unas cuentas líneas generales, puede tornarse peligrosa si no permite un análisis, y mucho menos, una revisión, sobre el mensaje que desea transmitirse.

Pero a la vez, no puedo negar –sería hipócrita de mi parte– que soy hija de una generación que creció en medio de un debate virtual que las redes no solo alimentan, sino que también sostienen en buena medida. Soy una escritora en formación que debió aprender a lidiar con la tentación de analizar lo que escribe –o la calidad de lo que aspira a escribir– a través de ese eco a gran escala, la caja de resonancia de las opiniones colectivas. Al escribir –como ejercicio intelectual y moral– existe un cierto aislamiento en medio de la concepción del mensaje que se transmite. Las redes rompen ese espacio y crean un caleidoscopio de todo tipo de pareceres y opiniones.  De modo que el escritor debe luchar contra esos fragmentos de pensamiento ajenos –convertidos en sentencias a través de la democratización del espacio de expresión– y hacerse las preguntas certeras sobre lo que desea crear y cómo desea divulgarlo.

Las redes me inquietan, como cualquier medio que brinde poder a la opinión sostenida por la visceralidad. En ocasiones, mientras leo ataques virtuales y olas de odio en contra de frases y pensamientos fragmentados, me pregunto hasta qué punto quienes trabajamos por y para la palabra, debemos convertirnos en un espacio en el cual el debate sea mucho más profundo. Conferir importancia a esa gran y extensa discusión sin reglas. Pero todavía no logro encontrar un criterio amplio que englobe esa versión de la realidad en una estrategia concreta. ¿Qué hacer cuando la opinión supera al emisor y le transforma en espacios de incertidumbre? No lo sé.

—Un tema, cada vez más recurrente es la degradación del lenguaje en redes sociales, intercambios políticos y, en una perspectiva más amplia, en su uso cotidiano. ¿Siente ese deterioro? ¿Debemos alarmarnos?

—El deterioro existe en la medida que se simplifica el idioma para hacerlo acorde al mensaje, y sobre todo, a los requerimientos de la red social.  Las nuevas plataformas de comunicación construyen una especie de segundo idioma, basado en símbolos que se unifican para acentuar el sentido de pertenencia, que al final es el objetivo de toda conversación virtual. Ahora bien ¿esa degradación salta de la red al mundo real? Sí y en más de una ocasión. Lo hace, porque las finas líneas entre la realidad y la máscara fantástica creada a través de perfiles y usuarios termina por ser tan difusa que el lenguaje acompaña esa confusión.

Hay una anécdota que resume mejor que cualquier explicación esa lenta degradación: la palabra “Twittear”, un anglicismo que supone resumir el acto y acción de expresar ideas a través de Twitter, terminó por transformarse en la palabra “Tuitear”, actualmente aceptada por la RAE. A primera vista, no hay nada en especial en el hecho de esa asimilación verbal, pero si analizamos el contexto, se trata de una cierta presión sobre el idioma para aceptar los cambios frenéticos que imponen las plataformas. ¿Se trata de flexibilizar el idioma? No lo sé. Me preocupa que al final, el castellano, esa herencia conjunta, deba sufrir el peso de la necesidad de ser transformado en objeto de símbolo de una futura conversación virtual sin mayor trascendencia.

—Un fenómeno, asociado al anterior: la corrección política. ¿Tiene impacto entre los escritores? ¿Ha corregido el impulso de una primera frase para evitar los ataques de los defensores de la lengua políticamente correcta? 

—Sí, lo tiene. Y lo tiene en cientos de maneras que solo adviertes cuando comienzas a redactar un texto y te tropiezas con cientos de prejuicios distintos que no permiten a la idea desarrollarse en todo su vigor. Te detienes, reescribes, escribes la misma frase, con menos impacto, mucho más delicada, que toque menos heridas culturales abiertas. Poco a poco escribes dos textos: el que deseas y el que no tienes otro remedio que escribir.

Es una sensación abrumadora, porque de súbito el acto espontáneo y libre de escribir (que debería ser el primer impulso para crear y sostener el oficio) se transforma en decisiones. ¿Debo escribir de esta manera? ¿Puedo hacerlo? ¿Qué derecho tengo de expresar mensajes que pueden herir susceptibilidades? ¿Por qué no confrontar mediante esos raspones a la moral colectiva? Escribir se ha convertido en un debate de infinitas ramificaciones, casi siempre sin respuestas.

—Los expertos sostienen que estamos lejos de comprender los riesgos del cambio climático. En su espacio cotidiano, ¿está presente la preocupación por el cambio climático?

—Lo está, en la medida que asumo la idea como la distopía que se desarrolla en tiempo real, un concepto extravagante que jamás pensé analizar pero que ahora está más presente que nunca en mi vida. Tengo casi 40 años. A lo sumo viviré unos cuarenta más, de modo que hay una pared que delimita el final de mi existencia. Pero el mundo como lo conozco también podría haber tocado el mismo límite, a través de una transformación precipitada. ¿Es real lo que percibo? ¿Se trata de una conexión paranoica con mi entorno?

—Está en desarrollo una tendencia planetaria que promueve derechos: para las minorías, animales, plantas y más. ¿Cómo experimenta usted este fenómeno? ¿Tiene sentido preguntarse por los deberes?

—Siento que tengo el deber de dejar un legado ideal: un mundo más rico, intelectual estimulante e interesante del que recibí al nacer. ¿Es un acto de egolatría semejante pensamiento? Ah, podríamos enlazar esta pregunta con la relacionada con lo políticamente correcto.

—Inevitable la pregunta por las distintas formas de acoso y violencia, ahora en auge. ¿Le han afectado de alguna manera? ¿Qué efectos produce? 

—Sí, fui acosada de forma virtual y el efecto inmediato es la destrucción de los espacios de seguridad íntima. De pronto, me pregunto a diario si podré defenderme en caso de repetirse, cómo me ayudará la palabra a enfrentar algo semejante, si escribir puede convertirse en una línea que sea mi defensa contra la violencia. Me aterroriza el pensamiento porque es el miedo en estado puro, en una relación correlativa entre la identidad y lo que necesito proteger para sostener mi forma de comprender las certezas que rompió la violencia.

—Hemos ingresado en una nueva era: el capitalismo de vigilancia. Sus defensores sostienen que vivimos un tiempo donde la intimidad ha perdido valor. ¿Cómo lo vive? ¿Protege su intimidad? ¿Es un bien necesario para su actividad creativa?

—Trato en lo posible de proteger mi intimidad, pero es una ilusión de control. Creo que es evidente que no tenemos los medios para batallar contra esa gran predicción de Orwell sobre un Gran Hermano fisgón capaz de romper toda línea de protección privada. En mi caso, intento al menos mantener el dominio sobre lo que se divulga, pero al final, también es una batalla perdida. Las puertas están abiertas hacia algo mucho más monstruoso que la simple divulgación de la información. Es el uso de esa información como rejas y grilletes de un futuro en que nada nos pertenecerá.

—En 25 años, de acuerdo a las proyecciones de los demógrafos, entre 72 y 75% de la humanidad vivirá en ciudades. ¿Disfruta usted de la gran ciudad? ¿Se ha propuesto vivir en un espacio distinto al de una gran ciudad?

—Soy ermitaña por naturaleza: vivo en la ciudad porque nací en una y se convirtió en mi entorno natural. Pero sí, creo que terminaré recluida en un pueblo pequeño, en medio de alguna parte de la Europa rural, por completo aislada. No soy social y no necesito serlo la mayoría de las veces. Además, de alguna forma, la hipertecnificación me ha hecho sentir mucho más aislada de lo que jamás creí. De modo, que, de alguna u otra forma, ya estoy sola. Y me agrada estarlo.

—¿Qué percepción tiene del estado de la democracia en su entorno inmediato? ¿Se la valora? ¿Se la percibe amenazada? ¿Se la entiende como opuesta del modelo populista? 

—La democracia dejó de existir en nuestro país hace 20 años. Añoramos su posibilidad. Y de hecho, la gran discusión es recordar a una generación que jamás ha conocido algo distinto, que existen reales alternativas políticas capaces de sustentarse sobre el sentido del derecho político. Un trabajo arduo.

—Por último, ¿cuál es su sentimiento general hacia este tiempo que le tocó vivir? ¿Le preocupan las incertidumbres? ¿Qué le gusta de las realidades en curso y de las que se anuncian? ¿Es mayor su malestar que sus expectativas? 

—Siempre me siento profundamente defraudada de mi época. Por simple, por carente de idealización, por la sensación inaudita que no trata de hacerse preguntas sino asumir que todas las respuestas están allí, esperando ser analizadas y desmenuzadas desde la simplificación. El sentimiento general que tengo es que soy un espíritu sin género ni edad, en busca de propósito. Un monstruo de palabras en busca de un profundo significado.


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