Papel Literario

Seis poemas de Eugenio Montejo

por El Nacional El Nacional

Amo este sol

Amo este sol y esta tierra de palmas tensas

y abigarrados colores.

Voy arando en el buey de ojos amargos,

no concluyo en la materia de mi cuerpo,

nada me aparta de este paisaje.

Subo en las alas del pájaro que vuela,

me oigo cantar en él más allá de la muerte

a través de un profundo silencio.

El pantano tan negro de estas horas

es mi pantano,

cualquier hombre que llora tiene mis lágrimas,

en cada crimen de esta ciudad dejo mis huellas,

soy el asesino y la víctima

y a veces algo entre los dos,

algo que tiembla en la hoja del cuchillo.

Casa por casa el viento me reparte,

me reconozco en el rumor de los caminos

y en las palabras que pueblan la calle.

Vivo tan distante de mi sombra

como puedo,

a leguas de mí mismo.

El verdadero mármol de mi estatua anda disperso

y ni siquiera es mármol sino savia

que se derrama en el verdor de estos palmares.

**

La noche

La noche despacio se reúne

en mi cuerpo de árbol.

Estoy insomne, inmóvil,

mientras las frías estrellas de la niebla

caen en mis manos

con una luz que ya no tiene patria.

El silencio de estas hojas me recorre

con su sangre más verde.

Ninguna brisa llega a mover una palabra,

ningún gallo despierta.

Apenas oigo aletear mi pensamiento

allá en la sombra de sus cálidos nidos

de tanto en tanto.

**

Nana para una ciudad anochecida

Duerme a tus rectos edificios

que velan a la sombra de las piedras.

Ya la noche suelta sus búhos.

Es hora de recoger todos los autos.

Cierra los párpados del puente

para que el río descanse,

los vidrios de las ventanas que tiritan,

abriga tus estatuas.

Apaga las lámparas que beben

el rencor de los hombres fatigados.

Deja que las mujeres sueñen su deseo

en el susurro de los helechos.

Duerme al amargo insomnio de la muerte

que empaña los últimos espejos,

los muros de tus largos hospitales

llenos de ojos en blanco.

Tiende tus casas para que reposen

en las arenas desnudas.

No olvides la leche de los duendes,

los mendigos que espían por los zaguanes.

Apaga los incendios azules

de tus motores sonámbulos,

el odio mecánico del día,

la barahúnda feroz de la chatarra.

Duerme al árbol que nos atestigua,

al gallo en el filo de su canto,

adormécelo todo ahora que oscurece

y haz que duerma yo mismo,

que me desvelo mirando en cada calle

un oscuro cuchillo

y en el cuchillo un grito

y en ese grito una mancha de sangre.

**

Hombres sin nieve

a Carlos Tortolero

Somos los hombres sin nieve

nacidos entre tormentas caniculares,

con las casas abiertas de par en par

y las retinas contraídas

frente al motín incesante de los colores.

Nuestra vida está escrita

por la mano del sol

en las mágicas hojas de la malanga.

Sobre estas tierras no ha nevado en muchos siglos,

esquiamos en la luna, desde lejos,

con largavistas,

sin helarnos la sangre.

Aquí el invierno nace de heladas subjetivas

lleno de ráfagas salvajes;

depende de una mujer que amamos y se aleja,

de sus cartas que no vendrán pero se aguardan;

nos azota de pronto en largas avenidas

cuando nos queman sus hielos impalpables.

Aquí el invierno puede llegar a cualquier hora,

no exige leños, frazadas, abrigos,

no despoja los árboles,

y sin embargo cómo sabe caer bajo cero,

cómo nos hacen tiritar sus témpanos amargos.

**

En esta ciudad

En esta ciudad soy una piedra;

me he plegado a sus muros seriales, opresivos,

de silencios geométricos.

No me puedo mover, se cae mi casa,

uno tras otro se derrumban

los edificios hasta el horizonte.

Al fondo de la piedra soy un lagarto,

en el lagarto una raya amarilla,

mancha del tiempo.

No puedo hablar, la lengua se me traba;

Orfeo el tartamudo es mi vecino,

oigo su tos nocturna,

reconozco el ladrido de su perro.

Soy una piedra atada a esta ciudad,

un lagarto en sus grietas,

una raya en su espalda ya muy tenue.

Giran los días y permanezco inmóvil,

todavía escucho latir el corazón,

tenaz, a la velocidad de la materia,

y hasta la arena que cae de la memoria,

pero ya solo siento que no siento.

**

El país más verde

a Antonio Rojas Bueno

Era el país más verde de la tierra,

tal se veía por mis anteojos.

Un verde hecho rumor sobre los pastos

de fragantes celajes.

Mirándolo hacia junio,

cuando llovía desde el fondo de las hojas,

cada hombre era un árbol a lo lejos,

de pie ante la feracidad del horizonte.

Pero más que color, el verde unánime

era un modo de ser, hablar, reconocernos.

Lo llevábamos tatuado en las pupilas

como un mapa de geografías inabarcables.

Podíamos verlo aun en la sequía

emergiendo del sueño o las palabras,

era el tono fraterno de nuestra soledad,

la saudade natal de los ausentes,

la vida que iba siempre delante del paisaje

con un boscoso silencio de caballos.

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Trópico absoluto

Eugenio Montejo

Fundarte

Caracas, 1982