“Que yo recuerde, SAC jamás discriminó entre géneros; pero la biografía fue uno de los que más le atrajo y sedujo. Esa predilección era capaz de compartirla al mismo tiempo con las memorias y registros autobiográficos. No se me escapa haberlo visto dedicado a trajinar las biografías de algunos presidentes estadounidenses, como Grover Cleveland y Theodore Roosevelt”
Por EDGARDO MONDOLFI GUDAT
A Katyna Henríquez
Si bien llegué a tratarlo fugazmente en Caracas mientras comenzaba a medio ganarme la vida en la antigua Monte Ávila Editores, fue en realidad mucho después, en Washington, cuando llegué a conocer a fondo a Simón Alberto Consalvi y proclamarme dueño de su amistad.
El primer encuentro, y lo recuerdo con exactitud, tuvo lugar en medio del rugoso invierno de 1992. Rugoso no sólo porque así lo decretara el frío gélido que castigaba la corteza de los árboles y recorría las avenidas de esa gran ciudad sino porque, en nuestra propia comarca, los tanques habían vuelto a salir a la calle a menos de nueve meses de la primera alocada sonada en nombre de una prédica salvífica ante la cual los venezolanos (al menos los nacidos después de 1958) estábamos completamente desacostumbrados.
Ahora bien, la crisis política instalada en el país a partir de entonces no obstó para que el afanado embajador, atento a cuanto informaran los cables y boletines procedentes de Caracas, le robara horas a su propio sueño para proseguir con una tarea que traía entre manos desde hacía tiempo: escribir una biografía de George Washington.
SAC, quien siempre era capaz de enterarse de todo, vino a saber de un modo o de otro de mis veleidades con la historia de los Estados Unidos. Fue por ello que me propuso que lo ayudase a desentrañar algunos episodios referidos estrictamente a la expedición comandada por el almirante Conde de Grasse, la cual hizo que, a partir de 1781, los vientos variaran a favor de Washington y de la causa rebelde.
Precisamente porque Francisco de Miranda había tenido qué ver a su manera con los aprestos de tal expedición fue que Consalvi descubrió que allí podía asomar un filón desatendido hasta ese punto por la bibliografía washingtonia. Consalvi, a fin de cuentas, se preciaría de considerar a partir de entonces que había valido la pena haberle puesto el ojo a un detalle que le permitió ampliar las conexiones existentes entre la guerra estadounidense contra la Corona británica y el ancho mundo del Caribe, tal como no había sido el caso por parte de ningún autor antes que él.
Recuerdo que tardó mucho en escribirla, en buena medida por el volumen de fuentes que debió compulsar y que lo atizaban desde el escritorio sobre el cual había apilado esa ruma de autoridades en la materia: Mason Locke Weems, David Ramsey, Washington Irving, Henry Cabot Lodge y, hasta curiosamente, el expresidente Woodrow Wilson y Winston Churchill. Su mayor satisfacción quizá, luego de manejar esos y otros tantos títulos que databan de los siglos XIX y XX, fue que la obra se viera finalmente publicada como parte de la ambiciosa colección Historia General de América concebida a nivel continental en 1943, o sea, cuando se decidían los destinos del mundo.
Pero Washington (es decir, ni la ciudad ni el personaje) lo dejaron quieto respecto al exigente arte de biografiar. Ello es así puesto que, aún al tiempo de verse lidiando con la suerte y desventuras del primer presidente de los Estados Unidos, resolvió dedicarse a explorar la vida y obra de Mariano Picón Salas.
Fue esta la segunda vez que acudí gustosamente a prestarle ayuda aunque, en este caso, en clave más bien menor. A decir verdad, fue sólo para que desentrañáramos juntos algo que lucía un tanto más recóndito que la expedición del Conde de Grasse y cuya respuesta, suene creíble o no, vino a aportárnosla una minúscula colección de folletos chilenos que yacía más o menos arrumada en las estanterías de la Biblioteca del Congreso. Me refiero al episodio que llevó a que Picón Salas se desempeñara como rector de la Universidad de Chile durante el brevísimo gobierno (menos de dos semanas de duración) presidido por un socialista de nombre inverosímil: Marmaduke Grove.
El resultado de tal esfuerzo biográfico fue Profecía de la Palabra, vida y obra de Mariano Picón Salas, editado en 1996, es decir, un par de años antes de que su retrato de George Washington lograra abrirse finalmente camino a la imprenta. Eran, además, tiempos de cierta eclosión “picon-salista” durante los cuales Gregory Zambrano había comenzado a preparar desde Mérida sus largos estudios acerca del gran ensayista.
Pero a esa época de Washington se remontan también otros dos recuerdos que habrían de prolongarse en mí para siempre hasta tornarse imperecederos. Uno, olfativo, y, el otro, visual. El primero tenía que ver con el asombro que me causara que, en tiempos cuando fumar en los Estados Unidos comenzaba a convertirse en un asunto pavoroso, SAC gozara dejando flotar libremente a su alrededor el humo dulzón que desprendían sus habanos. Lo otro, lo visual, tenía que ver con recordarlo tapiado de libros hasta el techo, tanto en su casa en Massachusetts Avenue como en su despacho en Georgetown. Y, entre esos tantos libros, corrían a sus anchas muchas biografías.
Que yo recuerde, SAC jamás discriminó entre géneros; pero la biografía fue uno de los que más le atrajo y sedujo. Esa predilección era capaz de compartirla al mismo tiempo con las memorias y registros autobiográficos. No se me escapa haberlo visto dedicado a trajinar las biografías de algunos presidentes estadounidenses, como Grover Cleveland y Theodore Roosevelt, pero tampoco dejo pasar por alto haberlo visto leyendo con deleite la autobiografía de Thomas Jefferson o las memorias de Harry Truman.
Más tarde, en Caracas, y ya con más de diez años de amistad a cuestas, el tema biográfico volvió a juntarnos. Esta vez se trataba del megaproyecto que llevaría por nombre “Biblioteca Biográfica Venezolana” (BBV), editado al alimón por el diario El Nacional y la Fundación Ban-Caribe y el cual, desde la “hora cero”, contó con el entusiasta apoyo de Miguel Henrique Otero y de Carlos Hernández Delfino.
El propio SAC, al precisar las exigencias del género y, a la vez, intentar trazar los linderos necesarios ante la Historia, habría de dejar apuntado lo siguiente en el camino: «Si es cierto que biografía es la vida y aventuras de un personaje, no menos cierto es que nunca un biografiado puede aparecer aislado del contexto de la realidad, de la circunstancia y del tiempo en que ha actuado. La biografía tiene una razón de ser. No se puede inventar a un personaje para hacerle su biografía. De ahí que la biografía sea un poco de historia, o mucho. Historia vista a través del personaje y el personaje, a su vez, visto dentro del contexto de su acción y de su influencia, de sus realizaciones o de sus frustraciones o de sus complejos».
La BBV tuvo dos criterios rectores a la hora en que resolvió emprender tamaña aventura editorial, aparte, claro está, de la calidad y solvencia que debía exhibir cada uno de los autores convocados.
El primero de tales criterios era que, aparte de la más amplia legión posible de escritores, artistas, científicos o periodistas a ser biografiados, no estuviera ausente ni uno solo de los presidentes de Venezuela (y así se cumplió al pie de la letra, desde Cristóbal Mendoza hasta Ramón J. Velásquez). Lo segundo es que no se tratara de una colección de panegíricos o de invectivas o, lo que casi era lo mismo decir, nada de hagiografías, ni de asaltos ni de crucifixiones.
A fin de cuentas, “ni ángeles ni demonios” fue el lema bajo el cual fue concebida la BBV. De lo que se trataba era del empeño por alentar otras percepciones, una visión más profunda de la Historia venezolana y, en suma, lograr que cada autor ofreciera una comprensión más compleja del protagonista que le había tocado en suerte biografiar.
Por razones que me volvieron a alejar circunstancialmente del país, apenas lo acompañé durante la mitad exacta de esa larga navegación. En cambio, la segunda e ininterrumpida etapa del proyecto BBV corrió a cargo, para suerte tanto de SAC como de la mía propia, de las diestras manos, disciplina lectora y buen ojo crítico del periodista Diego Arroyo Gil.
Fueron en total 150 biografías las que figuraron editadas por la BBV desde el año 2005 hasta el 2012, de las cuales el propio SAC estuvo a cargo de las cinco dedicadas a Rómulo Gallegos, José Rafael Pocaterra, Armando Reverón, Juan Vicente Gómez y Santos Michelena. Por una curiosa e involuntaria coincidencia numérica, también fueron cinco en total las que alguna vez concibió su dilecto Picón Salas dentro del género biográfico.
Como complejo trabajo en equipo (y me cansaría de ofrecer nombres en tal sentido) la BBV fue una odisea no sólo por la necesidad de tener cada título listo y pulido para que pudiese entrar a tiempo en la imprenta sino que, como “coleccionables”, resistieran la prueba de verse puntualmente exhibidos cada 15 días en los mismos quioscos donde se vendían las revistas de farándula, o las hípicas y deportivas, o que le servían de expendio a las coca-colas de bombita o al habitual surtido de chucherías.
Hoy por hoy la BBV ya no está en los quioscos sino en las bibliotecas, donde es frecuentemente consultada y donde, como colección, resiste con dicha las pruebas que impone el tiempo. Allí es donde justamente ha venido a cobrar su carácter más perdurable. Tan perdurable como la memoria de SAC, quien tuvo el gesto, la fe y la audacia de concebirla.
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