Papel Literario

El proyecto de Gallegos y los símbolos

por El Nacional El Nacional

Rómulo Gallegos Freire (1884-1969) no era solo un escritor. En la Venezuela de su tiempo no era posible serlo. Son tantas las tareas que desempeñó, y tan diversas, que da vértigo asomarse a semejante variedad: jefe de estación del ferrocarril central, profesor de bachillerato en filosofía y matemáticas, contabilista, director de colegios y liceos, concejal, diputado, senador, ministro, presidente de la República, empresario cinematográfico y alguna otra tarea que se me puede escapar. Todo un venezolano de su tiempo, donde la división del trabajo era una quimera.

Todos los testimonios apuntan a que era un hombre adusto, con pasajes depresivos, melancólico, pero también risueño y con una voluntad de trabajo titánica y un amor por su país fuera de toda sospecha. Como un río paralelo a su vida accidentada, tallada por dos exilios que suman 15 años fuera del país, Gallegos fue escribiendo su obra novelística. De sus 10 novelas, incluida la póstuma que Gallegos no quiso publicar, Tierra bajo los pies (1971), Juan Liscano, uno de sus más acuciosos biógrafos y analistas, llamó a estas novelas “Las tres novelas mayores” y, sin duda, lo son. Doña Bárbara (1929) es escrita en Caracas, Cantaclaro (1934) y Canaima (1935) en Madrid.

Como bien señala Oscar Rodríguez Ortiz en el prólogo de esta formidable edición, fue Liscano el primero en hacer una lectura junguiana de la obra de Gallegos en su estudio Rómulo Gallegos y su tiempo (1961). Luego, su obra despertó el interés de un psiquiatra, Raúl Ramos Calles, quien le dedicó un estudio: Los personajes de Gallegos a través del psicoanálisis (1969). Algo había adelantado su biógrafo, Lowell Dunham, en su obra Rómulo Gallegos. Vida y obra (1957). Allí apunta Dunham con agudeza que el manejo de los símbolos es fundamental en su obra. Cita una entrevista que sostiene el escrito hondureño Rafael Heliodoro Valle con Gallegos, donde inquirido por sus novelistas favoritos, el caraqueño afirma: “Los rusos. Por supuesto que los rusos. Dostoyevsky, Tolstoi, Andreiev. Son los maestros. ¡Qué novelistas!”. Antes, Dunham en sus pesquisas ha hallado otra clave: un ensayo de Gallegos donde cita a William James, el gran filósofo y psicólogo norteamericano, fundador de la psicología funcional.

No halla Dunham la huella de lecturas junguianas por parte de Gallegos, pero han podido ocurrir, aunque tengo dudas porque hasta donde mis indagaciones alcanzan no hizo mención del suizo en ninguna parte. Lo simbólico y lo arquetipal en Gallegos proviene de otras aguas. Los rusos parecieran ser la clave, junto con un caudal importante de lecturas de filosofía que Gallegos hizo en función de su cátedra de filosofía que impartía en el Liceo Caracas. Permítanme una confesión: este tema en Gallegos me seduce frontalmente y siempre que escribo sobre su vida y obra, que no han sido pocas veces, me asomo a este abismo sin hallar respuesta definitiva. Mi interés surge de lo evidente que resulta el manejo arquetipal que el novelista tiene de sus personajes, y lo sorprendente que es que no hubiese leído a Jung.

Regresemos a su proyecto: la escritura de un corpus novelístico que fuese revisando la geografía y el espíritu de las regiones venezolanas. Caracas (Reinaldo Solar, 1920), la Venezuela del Tuy y las haciendas cafetaleras (La trepadora, 1925), los llanos (Doña Bárbara, 1929, Cantaclaro, 1934), la selva guayanesa y el Orinoco (Canaima, 1935), Barlovento (Pobre negro, 1937), alguna ciudad pequeña de provincia (El forastero, 1942), la Goajira y el Zulia lacustre (Sobre la misma tierra, 1943). Quizás sea el momento de recordar que Gallegos estaba tomado por el espíritu pedagógico, era un profesor al que las urgencias del país visitaban a diario, de allí que se propusiera un proyecto nacional como este. Muchas veces dijo que él no era solo un literato.

Y ciertamente, sin proponérselo, incidió más allá de la literatura en el imaginario colectivo. Doña Bárbara contribuyó decididamente a hacer del llano venezolano la región simbólica nacional, siendo junto con la selva la región más despoblada del país. Los símbolos también son operaciones reduccionistas, que privilegian una imagen y obvian el resto. Por si fuera poco, el personaje central es una mujer de carácter. ¿No señalan todos los estudios sociológicos que la madre es el epicentro de la familia venezolana y el padre es una figura tenue o ausente? ¿Acaso por eso caló tan hondo en la psique colectiva este personaje? Por otra parte, pregunto: ¿tenía conciencia Gallegos de lo que estaba haciendo en este sentido? No lo creo, pero sí siento que en su obra laten intuiciones poderosas en el orden erótico, en las relaciones interpersonales, todas fruto de su propia personalidad. Intuiciones, dije. No creo que pueda escribirse nada de importancia siguiendo los pasos de una receta. Las tramas se alimentan de las profundidades de la psique y brotan. Forzarlas es inútil.

Se me dirá que la contraparte simbólica de doña Bárbara es Marcos Vargas y sí eso es así, aquí hay otra perla galleguiana: los personajes masculinos fracasados, trágicos, desprovistos de voluntad para alcanzar sus cometidos, entregados o devorados. La novelística galleguiana es trágica en el sentido griego del vocablo: se van atando nudos gordianos que se desatan violentamente, para luego llegar a una perspectiva promisoria en el futuro, no en el presente, cuando los personajes desaparecen de la escena, devorados por la realidad.

Como puede advertirse, he seguido un derrotero distinto a la lectura clásica de la tensión entre civilización y barbarie, no solo porque ese camino se ha transitado mucho sino porque este otro, el psicológico-simbólico iniciado por Liscano, es mucho más rico en posibilidades y lecturas. ¿Sabía Gallegos que estaba escribiendo novelas que decantarían en el espacio del mito? Es probable, pero no podía saber a ciencia cierta que sus personajes se convertirían en personajes mitológicos, como de hecho lo son.

Es una suerte que tengamos esta edición de las “tres novelas mayores” de Gallegos en las manos. Un regalo, el último que le dejó a su país ese entrañable venezolano que fue Filippo Vagnoni. La antecede un prólogo de Oscar Rodríguez Ortiz, quien consagró su vida al estudio de la literatura venezolana y nos dejó páginas luminosas para su entendimiento. Hoy es un día de fiesta para quienes amamos la vida y obra de Gallegos; quien junto a Juan Germán Roscio y José María Vargas forma la trinidad luminosa de la civilidad venezolana.