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Abril 25, 2025


Profesores que emigraron: qué dejaron, qué encontraron (4/4)

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Testimonios de Mireya Tabuas, Roberto Martínez Bachrich, Roger Vilain, Salvatore Giardullo, Víctor Carreño y Victoria Tenreiro

Mireya Tabuas

Mis profes

Lo primero que se me vino a la mente fue la Universidad Central de Venezuela.  Quería hablar de lo mucho que me marcó como estudiante y como profesora. Quería hablar de sus jardines, de sus pasillos cubiertos, de sus obras de arte, de sus cafetines, de sus bibliotecas, de ese olor que emanaba de algunos pasillos cerca del Aula Magna. También quería hablar de las marchas, de las huelgas, de los semestres perdidos pero no tan perdidos porque de los paros siempre se aprendía. Por supuesto, quería hablar de la Escuela de Comunicación Social, de las máquinas de escribir que no servían, de mis buenos profes, de mi propio inicio como profe, de lo que significaba para mí enseñar a escribir en las mismas aulas donde me enseñaron a mí. Quería hablar del concurso de oposición; de todo lo que estudié para estar preparada; de lo orgullosa que estuve cuando gané un puesto a medio tiempo, no precisamente por la plata que iba a recibir, que nunca fue mucha y que cada vez valía menos hasta volverse nada.

Quería hablar de mi vida ahora como la docente de acento distinto; la profe que ha intentado sustituir, sin éxito, chévere por bacán; pero que ahora prefiere decir fome que aburrido.

Pero no, en realidad, no quiero hablar de mí. Quiero hablar de mis estudiantes de escritura, los de allá y los de acá. Esos que comienzan llamándome usted y profesora, continúan tuteándome y diciéndome profe, y terminan nombrándome Mire.

Quiero hablar de mis estudiantes ucevistas que ahora sigo en redes sociales: los que se quedaron en Venezuela ejerciendo el periodismo bajo todo riesgo y los que se fueron del país. Los que trabajan en nuevos medios, los que hacen marketing, los que escriben libros, los que tuvieron hijos, los que se reinventaron, los que hacen cualquier otra cosa para sobrevivir…

Quiero hablar de mis estudiantes chilenos, en su mayoría jóvenes marcados por una dictadura que no vivieron ellos sino sus padres y abuelos, pero de la que necesitan seguir escribiendo.

Quiero hablar de mis estudiantes venezolanos, los que tuve en mi país y los que tengo aquí en el sur, marcados por una dictadura que han sufrido en carne propia y de la que no pueden dejar de escribir.

A todos los acompaño en su escritura.

Ellos son mis profes.


Roberto Martínez Bachrich

Los ojos de las cabezas olmecas

“Si hubiera sabido todo esto/ no me agarran viva”

Miyó Vestrini

Parece que yo era un latinoamericanista en Latinoamérica y no lo sabía, felicidad. Acá, tristeza, me recomiendan mucho saberlo. Parece que tampoco sabía que ciertas cosas suenan mejor si tienen ciertos nombres. Y que mientras allá era de la vecindad, acá soy rarito, eremita, ajeno como veneno.

Los latinoamericanistas en Latinoamérica, parece, teníamos la mala costumbre (yo creía que era buena, felicidad) de leer con pasión y devoción. Y mirábamos con perplejidad o terror, como quien se topa con una ecuación de segundo grado o un hipopótamo volador, a quienes no lo hacían. También respetábamos, o lo intentábamos, el enigma. Despejarlo a garrotazo limpio no se nos hacía interesante o productivo, todo lo contrario.

Después de haber vivido en una selva de poetas, ensayistas, narradores y verdaderos críticos y lectores, felicidad, terminé en la ruda estirpe de la estepa nórdica: escándalo de lago congelado y pez muerto que, caramba, no se pudre.

Esa falta de pasión y devoción es sólo uno de tantos desencuentros. Ese privilegiar contexto sobre enigma, concepto sobre imagen, dato sobre belleza, ciencias sociales sobre literatura, es otro. Dejar la Escuela de Letras de la UCV (aunque Letras nunca se deja del todo) y seguir en las aulas, otras aulas, fue abrirle espacio a un treponema existencial, un festival de vacíos que viene con tedio, injuria y tatequieto, que se come el cerebro y el alma, si lo dejas. Y cada vez que los malos hados me empujan a recordar el Edén, me voy de boca por el barranco. Una obviedad, diría cualquiera, pero como yo era feliz, no me daba cuenta.

Medité mucho, entonces, sobre lo que estaba sucediendo. Se pretendía que desbaratara y reordenara hasta el borrón todo vestigio de mi antiguo y hermoso arsenal de paradigmas. Con espanto sin fin, toqué la pata peluda de la araña y emergieron, de la blanca estepa, pirámides ensangrentadas, frescas de sacrificio.

¿Que qué he ganado? Un alambre de púas con tapón arterial, una angustia que se tuerce en bárbaro gorgojo. El ombligo en la oreja, digamos, o el barco en el ancla. Y un buen sistema de bibliotecas, eso sí. Un continuo volver, también, al punto inicial del desconcierto y la tristeza: los hipopótamos vuelan y esta no es ni será mi tierra, jamás.

Venimos al mundo con dones y taras. La formación desarrolla unos, subraya las otras. Y como hay gente que nunca se enamora, le tiene miedo a las alturas o se desmaya si ve sangre, pues también hay gente a la que ciertos nombres no le suenan. Sordo como un ladrillo, sigo asomando mi narizota al deshielo imposible, a la sostenida incertidumbre de sus imágenes: sigo buscando la selva bajo la nieve. Y soy más bruto cada día, es cierto, pero es que parece que yo era un latinoamericanista en Latinoamérica, felicidad, y no lo sabía. Las cabezas olmecas, sin embargo, nos siguen mirando, recordándonos que, como ellas, el enigma es colosal: ese amparo.

¿Qué qué he ganado? Un helecho calcinado, el blando fósil de una víbora atroz, la amarga luz de las condenas. Pero extraño Letras, claro: su rumor, su calidez, su penumbra, su todo. Extraño a mis maestros, mis colegas, mis estudiantes: toda una segunda familia. Extraño la belleza sin énfasis, el afecto sin falso entusiasmo. Y extraño, por supuesto, ese frondoso latinoamericanismo de allá que con Jorge Romero, nuestro patriarca y sensei, nos recordaba y alertaba: tristeza não tem fin/ felicidade sim.


Roger Vilain

Sartre no estuvo equivocado

La máxima sartreana afirma que es preciso vivir, existir, implicarse en semejantes verbos para conjugarlos en el día a día y fraguarnos, dar con nosotros. Semejante asunción, a la hora de hacer de Venezuela lugar de nostalgias por haber cogido las maletas, la familia y recalar en Quito, sirvió para experimentar lo que el filósofo enseñaba. “La existencia precede a la esencia”, dispone el axioma, y lleva toda la razón.

La lleva, entre otras cosas, porque irse implica una carga de incertidumbre que a veces carcome cuanto toca y porque en medio de lo que desconoces es fundamental construir. Construir y construirte. Mientras, la palabra exilio ronda, merodea, hasta que en mi caso se arrellanó en el sofá y puso sus puntos sobre las íes.

Sin embargo, llegamos a Quito y fue amor a primera vista. La capital del Ecuador, con sus montañas, su clima y su centro histórico nos recordaba la Mérida estudiantil a la que siempre deseamos regresar. Hicimos click de inmediato.

Entonces empezamos a erigir. Camila y Daniel, nuestros hijos casi adolescentes, se adaptaron con relativa facilidad. Llegaron los amigos, el trabajo en la universidad, el hogar que ganó lumbre muy pronto. Y en medio de este andamiaje siempre Venezuela. Venezuela, claro, es el lugar de las primeras veces, ese espacio donde naces, creces, existes y te incrustas como un clavo en la madera. Ahí, por vez primera abrí los ojos, salí a la calle, di mi primer beso, aprendí a fumar, descubrí el atrayente caminar de las muchachas, supe que la vida es una carcajada o un asombro o una lágrima, todo junto, todo más o menos a la vez. El lugar de las primeras veces cuya marca a fuego te obsequia identidad, sentido de pertenencia, memoria, saudade cuando debes alejarte sin remedio.

Pero repito que el filósofo tenía razón. En esta tierra, el Ecuador que ha hecho nido en nosotros, comprobamos la exactitud de su genial idea. Si la existencia precede a la esencia con justicia vivir a fondo, vivir en cuerpo y alma renueva al yo que vamos siendo. La responsabilidad, para bien o para mal, es la del labrador que se cultiva a sí mismo. En familia lo intentamos, desde la Venezuela que llevamos dentro con el aquí y ahora de la realidad que nos abraza, que en buena medida edificamos. Sartre no estuvo equivocado.


Salvatore Giardullo Russo

Educar sin fronteras

Soy profesor venezolano y mi vida, como la de muchos colegas, cambió radicalmente el día que llevé una maleta al aeropuerto. En ella no solo había ropa, sino recuerdos, sueños y el peso de un amor profundo por mis estudiantes. En mi mente, se agolpaban las imágenes de esas aulas con pupitres desgastados y pizarras rotas, espacios humildes que, sin embargo, estaban llenos de risas, creatividad y unas ganas inmensas de aprender. Dejé atrás a jóvenes con preguntas enormes y recursos mínimos, estudiantes que, paradójicamente, terminaron enseñándome a mí mucho más de lo que yo podía ofrecerles. También dejé un sistema educativo que se desmoronaba poco a poco, donde ser docente significaba resistir, improvisar y, muchas veces, sobrevivir más que educar.

Al emigrar, descubrí un mundo diferente. Encontré estabilidad, algo que parecía un lujo lejano, y acceso a herramientas que antes solo veía en videos o escuchaba mencionar en conferencias. Me maravillé al enseñar en aulas con proyectores, laboratorios bien equipados y bibliotecas interminables. También conocí estudiantes de culturas diversas, que traían a las clases perspectivas únicas y desafiaban mis propias ideas. Pero la distancia también llegó con un peso emocional difícil de medir. A pesar de las oportunidades, sentí una soledad que no esperaba, una desconexión con todo lo que había dejado atrás.

Sin embargo, la tecnología se convirtió en un puente entre esos dos mundos. A través de una pantalla, sigo conectándome con mis estudiantes en Venezuela. En las madrugadas, mientras aquí el silencio lo envuelve todo, enciendo la computadora para dar clases a jóvenes que luchan contra cortes de luz, fallas de internet y los desafíos del día a día. Esas sesiones son un recordatorio constante de su resiliencia, de su pasión por aprender a pesar de las adversidades.

También enseño en el país que ahora me acoge, a estudiantes que muchas veces no conocen la urgencia de aprender con lo poco que se tiene. Estas dos realidades, tan distintas, han enriquecido mi forma de enseñar y me han mostrado la profundidad de esta vocación.

Hoy sé que emigrar no es abandonar. Es reinventarse, reconstruirse y aprender a llevar el corazón dividido entre el lugar de donde venimos y el lugar donde estamos. Enseñar sigue siendo mi forma de resistir, de sembrar esperanza y de demostrar que la educación, incluso a kilómetros de distancia, puede ser un acto de amor que trasciende fronteras.


Víctor Carreño

Querido Nelson:

No he podido terminar de escribir lo que me pediste, y ya no podré. Aquí va una explicación. Un relato inconcluso.

En las últimas semanas todo se ha vuelto muy enrarecido en los Estados Unidos. Me preguntas qué perdí como profesor cuando me fui de Venezuela. Perdí a mi familia, la Universidad del Zulia, a la que dediqué muchos años de trabajo compartidos con excelentes colegas, perdí a un hermoso y excepcional país. Perdí una vida que creía segura y estable. También perdí mi biblioteca, ya que mi esposa y yo solo pudimos viajar cada uno con dos maletas, llenas en gran parte de abrigos, y no había espacio sino para unos pocos libros.  De manera que soy casi un escritor salvaje: solicito préstamos de libros a la biblioteca y otros los he comprado, pero un escritor se hace con el hábito de una biblioteca personal, y he tenido entonces que reinventarme. Estoy agradecido con las dos universidades que me han contratado: la Universidad de Oklahoma, primero, y Hillsdale College, después. Mis colegas han mostrado simpatía por nuestra situación al salir de Venezuela y yo disfruto mis clases de español y de literatura en lengua española con mis estudiantes de pregrado. Cuando tengo tiempo libre, se lo dedico a la investigación, a la lectura o a hacer viajes cortos. No creo poder decir nada más relevante. Hay quienes tienen más méritos y es motivo de orgullo para mí ver a colegas de Venezuela con libros, artículos, participaciones en conferencias, trabajos muy sesudos y reconocidos. De mi trabajo solo pueden hablar los demás o el tiempo. Para ser más específico, en mi caso se trataba de sobrevivir a un país en ruinas. Y, sobre todo, era y soy un extranjero. Me he adaptado a un nuevo ambiente de trabajo, no he pretendido nunca que este reprodujera las mismas condiciones y expectativas de mi trabajo en Venezuela.

Debería ser más larga mi respuesta, pero hay mucho dolor, y solo te podría contar historias fragmentadas como esta que te comparto. Hace dos años y medio conducía de madrugada por las calles de Hillsdale a Detroit, en el estado de Michigan. Tenía una cita en USCIS (los servicios de inmigración y ciudadanía de los Estados Unidos) de servicios biométricos para estampar mis huellas dactilares, requisito previo para la aprobación final del TPS (estatus de protección temporal), condición otorgada a los venezolanos. Fui solo, pues mi esposa tenía la cita otro día. Como era otoño, había una densa niebla durante una buena parte del viaje (dos horas), porque eso es común en octubre y noviembre por estas tierras del norte. Mi cita era a las 9 de la mañana, pero llegué mucho antes. El estacionamiento estaba solo, hasta que llegó una camioneta de la que se bajó una familia como de cinco personas, entre adultos, niños y un bebé. Al hacer la cola, me entero de la procedencia de la familia. Para decirlo de una vez, esa mañana solo se presentaron ellos y yo: una familia de Ucrania y un hombre de Venezuela. Ellos venían de una guerra, yo venía de una crisis humanitaria. Ambos veníamos de catástrofes que se pudieron haber evitado. Hay muchas otras catástrofes en nuestro planeta, pero a veces pienso que muchas coinciden en su soledad. Muy poca gente de verdad se entera y, si tienen poder, pocos se esfuerzan en remediarlas. ¿Aprende el ser humano de las catástrofes de los otros? Espero que sí. En todo caso, siento que toda vida, toda palabra es un don, algo que nos fue concedido y en lo que no intervino nuestra voluntad. Existimos gracias a que somos parte de la “cadena del ser” y nos corresponde hacer que esa cadena continúe. He perdido muchas cosas, pero no la memoria. De algo debe aprovechar a alguien.

Voy a unos años atrás, esta vez en Oklahoma, donde vivimos por un tiempo cuando llegamos a Estados Unidos en 2018. Esta vez era invierno, una profesora amiga daba clases de inglés a inmigrantes, y como mi esposa estaba interesada, pasamos aquella tarde en su casa. No teníamos carro en ese momento, así que cuando terminaron las clases de inglés, pedimos un Uber, pero hacia las nueve de la noche (¿o era más tarde?), la ciudad de Norman estaba rodeada de niebla. El conductor era muy amable y conversador, así que en el camino nos pregunta de qué país veníamos. “¿Venezuela? ¡Ah, Maduro!”. Percibí en seguida su acento y dije para mis adentros riendo: “Acaso nos vino a buscar un espía ruso”. Cuando comprendió que no éramos sus seguidores, nos contó que él se había venido de Rusia escapando de Putin. En 2015, el líder opositor Boris Nemtsov, mientras caminaba por el centro de Moscú, cerca del Kremlin, es decir, en una zona de mucha seguridad y vigilada, fue asesinado a tiros. A pesar de la zona donde murió y que debía haber muchas cámaras alrededor, nunca se resolvió el misterio de su asesinato. El taxista no confiaba ni en los que decían las autoridades ni en la legitimidad de las elecciones. Y recordaba muy bien que Putin había trabajado en la KGB, así como los días bajo el régimen comunista de Brézhnev, en el que le tocó ser de los adoctrinados niños “pioneros” en tiempos de hambre, y ya estaba harto de vivir con aquella gente. Yo recordé que hacía unos pocos meses había salido una noticia oficial en Venezuela comunicando el suicidio del político opositor Fernando Albán. Había saltado del décimo piso del SEBIN, el servicio de inteligencia de Maduro, donde estaba preso. La oposición cuestionó la versión oficial, habló de torturas y asesinato, pero nada se pudo comprobar.  Lo que sí es cierto es que los países occidentales no reconocieron las elecciones presidenciales del país aquel año. Yo a la vez me preguntaba de qué más había huido, de situaciones como aquella (detenciones arbitrarias y muertes por causas políticas), o de la absurda hambruna en un país petrolero donde cada día yo veía a gente comiendo de la basura y donde una vez, en el centro de Maracaibo, una señora me abordó pidiéndome comida, con un cuerpo esquelético —la piel pegada a los huesos—, un cuerpo muy parecido a fotografías que circularon un tiempo en las redes sociales.

Para ser honesto, no conversamos de nuestras miserias durante todo el viaje, aunque era necesario porque, a menos que hayas vivido experiencias similares, la gente no comprende historias como esta o, peor aún, no las cree. Prefiere a veces creer la versión oficial o la versión que mejor encaje en su arraigada visión del mundo. Somos por naturaleza desconfiados y egoístas.  Así que continuamos hablando, pero de poetas y el cine de Rusia. Sin embargo, siempre que pienso en aquella noche, y en todas las noches que juntas expanden o llenan el vacío, se me viene a la memoria un verso de Rafael Cadenas: “Los gritos/se pierden en la vastedad de mi país”. También, entre la madrugada y el amanecer, he oído, sobresaltado, como unos golpes a la puerta, pienso que vienen a buscarme a mí y a mi esposa, y luego resulta que era en otro apartamento donde alguien hacía ruido. Y vuelvo a dormirme. Así el silencio de las noches recuerda las cosas que perdí y que espero recuperar a la mañana siguiente, una mañana larga, ilimitada, como el horizonte.

Saludos, Víctor.


Victoria Tenreiro

Empezar, pero no de cero

Llegué en el 2010.  Dejé una historia y me encontré en un vacío.  No dejé la universidad, sino que dejé la trama de la vida.  Dejé amigos, espacios, compañeros, alumnos; dejé la continuidad y la calidez, donde la universidad era parte y consecuencia de lo vivido, y donde las referencias comunes constituían la existencia cotidiana.  Y llegué a un lugar que estaba lleno, de donde no formaba parte…Y me instalé en un vacío durante varios años.

Pero era un vacío aparente.  Porque era falso que no tuviera nada en mi haber.  Aunque parecía que llegaba de lo muy extraño, donde “lo muy extraño” era como la nada, realmente no era así.

Sí había experiencia, realización, actividad… y de muchos años.  Pero fui yo quien tuvo que caer en cuenta.  Fui yo quien tuvo que valorar lo hecho, lo trabajado, lo elaborado. Para poder compartir los referentes que formaban parte de mi historia, comprender dónde ofrecían puentes con este nuevo país, estas nuevas instituciones, esta profesión. Y encontrar la manera de mostrarlo, comunicarlo.

Y así, cuando empecé a ver y comunicar lo que traía, dejé de ser invisible, otros me vieron.  Y entonces se hizo posible el encuentro. Determinadas personas me preguntaron, se sentaron a hablar, a conocer, a comprender.  Y creyeron.  Y pasó lo que sucede cuando una persona cree en otra; que cada uno se expande, crece, florece.

Y entonces supimos que podía aportar algo, y que podría volver a hilar en un tejido común.  ¡Nunca había estado en el vacío!  Algo de lo previo podía ser integrado a esta nueva historia. Y otras profesoras, otros colegas también lo creyeron. Y entonces pude entrar a ese espacio que funciona, pero que difícilmente integra elementos extraños. Y, afortunadamente, encontré muchas cosas más.

Y salí de mí misma, y me encontré nuevamente, después de años, como alguien que no sólo tiene que sobrevivir por inercia —que era lo que venía haciendo profesionalmente hasta ese momento— sino que también puede aportar, puede proponer.  Hoy, después de 15 años, puedo ser activa, agente de un desarrollo personal y común; del desarrollo de aquellos que son, casi de forma inesperada, mis nuevos alumnos.  Estoy de nuevo en la Universidad y me puedo emocionar con sus proyectos.

He podido reencontrarme con otros, y sigo tejiendo aquella historia que parecía que se había roto, pero que pudo continuar.  Empecé de nuevo, pero nunca empecé desde cero.

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