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Abril 25, 2025


Profesores que emigraron: qué dejaron, qué encontraron (3/4)

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Testimonios de Laura Margarita Febres, Luis Ricardo Dávila, Luz Ainaí Morales-Pino, Luz Marina Rivas Arrieta, Mariana Libertad Suárez, Marta de la Vega Visbal, Miguel Ángel Martínez Meucci y Miguel Vásquez

Laura Margarita Febres

No ha sido fácil

Salí de Venezuela en el 2018 después de una carrera docente, con mucha vocación en aquel entonces, que se inició cuando aún era estudiante de la carrera de Letras en los colegios privados de Caracas en 1976. Me gradué como licenciada con la tesis, que hoy es un libro Perspectivas críticas sobre la obra de Teresa de la Parra. Dirigida por  Jesús Olza S.J., con quien conversé ayer acerca de nuevas novelas venezolanas publicadas por autoras sobre la migración, para cuyo análisis me ha sido fundamental la obra de esta autora venezolana migrante que vivió en París y murió en Madrid en 1936.  Hablamos también sobre un artículo en alemán que le envié  y que no entiendo, porque no he podido aprender aún la lengua del país que me ha acogido como investigadora. El artículo versa sobre el último proyecto que realizo en la Katholische Universität de Eichstätt titulado Espacio, tiempo y género en la narración de mujeres migrantes venezolanas en América Latina en el siglo XXI con la profesora Miriam Lay Brander en el Departamento de Romanística financiado por la DFG.

Empiezo por el final porque no me imaginé que iba a tener que trabajar fuera de Venezuela y que un país como Alemania iba a estar interesado en mis investigaciones literarias y de pensamiento. Llegué aquí primero con la beca Philipp Schwartz-Initiative y luego nos ganamos el proyecto en la Fundación alemana para la investigación.  Pero como decía Oscar Yanez, “así son las cosas”. Las cosas son tan inciertas que perdí a mi hija, mi esposo, compañeros de trabajo y mis libros en este camino migratorio, para contarles rápidamente que no ha sido fácil.

En el año de 1981 inicié el postgrado de Literatura Latinoamericana Contemporánea en la Universidad Simón Bolívar.  En el 83 empecé a trabajar en la carrera de Letras de la Universidad Católica Andrés Bello como profesora suplente de Literatura venezolana y latinoamericana. Recuerdo en aquellos años especialmente a mis alumnos de la Escuela de Letras y las tutorías sobre el pensamiento latinoamericano con el profesor Arturo Ardao en Sartenejas y en Parque Central, exiliado de la dictadura uruguaya, que culminaron en dos libros, Pedro Henríquez Ureña Crítico de América y Transformación y firmeza Estudio multifocal de Pedro Henríquez Ureña.

En el año de 1986, entré a enseñar en la Universidad Metropolitana como profesora de pensamiento venezolano, entre otras materias. Allí trabajé treinta y un años. En los años noventa inicié el Doctorado en Historia. Me encontraría entonces en mi camino con el profesor Federico Brito Figueroa y con el Dr. Ramón J. Velásquez que me aconsejaron el estudio de Mario Briceño Iragorry para mi tesis doctoral, estudio que compartí con mis alumnos por muchos años y culminó con el libro La Historia en Mario Briceño Iragorry publicado por la Universidad Metropolitana. Escribí también varios artículos sobre Arturo Uslar Pietri que creo influyeron en mi entrada en la Academia venezolana de la Lengua en el 2016 al sillón letra C.

En el 2018, con mi sueldo de profesor a tiempo completo en la Universidad Metropolitana, no me era fácil mantenerme. Tampoco teníamos las mismas oportunidades para salir a congresos de investigación en el exterior a compartir nuestros hallazgos porque el valor del Bolívar se había evaporado.

Por eso decidí aplicar a una beca en la Universidad de Alcalá patrocinada por Scholar Rescue Fund, quienes después de analizar los documentos que les mandé sobre las distintas vicisitudes docentes que había pasado en las marchas que se organizaron de protesta contra el régimen de Nicolás Maduro de las cuales me vienen a la mente ahora: la muerte de Juan Pablo Pernalete (2017)  a raíz de la cual se lanzaron bombas lacrimógenas a la Universidad Metropolitana como si fuera un campo de batalla y la protesta en la Clínica Metropolitana (2017), que a pesar de tener la bandera de la Cruz Roja izada, igualmente éramos atacados por los policías.

En Europa he dejado de enseñar a tiempo completo, me he dedicado a la investigación de la novela femenina de la migración. Tengo en mi haber dos libros, uno publicado por la Universidad Metropolitana, Identidad femenina y memoria migratoria en la novela española del siglo XX, y otro, inédito: Entre la novela transcultural y la autobiografía: Ensayos sobre mujeres emigradas a la Unión Europea en el siglo XX y XXI, 2025.


Luis Ricardo Dávila

Artífice de mi aventura, academia sin fronteras

sine ira et studio

Tácito, Cayo Cornelio, Anales

Lo que sigue obedece a una doble petición. En su origen está la gentil invitación de los amigos del Papel Literario a dejar un mínimo testimonio que muestre a sus numerosos lectores las muchas sensibilidades de esa realidad difícil pero también auspiciosa que significa el desplazamiento geográfico impuesto por una cruda y ruda realidad en el país natal. Luego está el ánimo de contribuir a la serie editorial Profesores que emigraron: qué dejaron, qué encontraron. Con esto en mente, no queda más que excavar y recordar.

-I-

Mi vida intelectual ha estado estrechamente vinculada a las instituciones de educación superior. Ahora bien, si estamos unidos por esa institución que se llama universidad, pero todavía unidos más profundamente por los mismos mitos, por los mismos temas que nos gobiernan, por una misma ideología vivida espontáneamente, acaso lo más importante de este desplazamiento académico sea reconfigurar la experiencia para dar cabida a nuevas líneas de indagación y a nuevas formas de subjetividad pedagógica. Si antes, en la universidad venezolana (ULA), esta línea estuvo definida por la observación de las formaciones discursivas y de los imaginarios nacionales, la academia norteamericana (UC-Berkeley, Harvard, Columbia) nos posibilita ampliar el trabajo a la intersección de variados y novedosos discursos. En estos 10 años, hemos interrogado diversos hechos discursivos políticos, culturales e históricos, siempre bajo la premisa: hacer historia con sentido de presente. Se trata del interés que tengo en el hecho del discurso, en el hecho de que vivimos en un mundo de palabras y cosas que son o fueron dichas, y que determinan de una cierta manera aquello que puede decirse después. Ya es sabido: la palabra es el primero de los actos.

-II-

En otro tenor, estoy persuadido de que el orden de los discursos, la reflexión histórica, la práctica de investigación científica no pueden ser disociadas de las condiciones institucionales de su producción, de su circulación y de su transmisión. De esto forma parte el uso de las grandes bibliotecas norteamericanas (The Library of Congress, la Bancroft, Widener, Butler o la New York Public Library), cuyos contenidos facilitan excavar el inventario de la producción intelectual humana. Desde la madurez de mi aventura, me pregunto hasta qué punto investigo, enseño y escribo para cambiarme a mí mismo y no pensar de la misma forma que antes. Esto se me hace palpable en el desplazamiento universitario. Acaso la docencia no sea más que un medio de enunciación de un discurso. Al menos es el oculto deseo que cultiva toda persona que enseña, investiga y escribe. Se enseña a los otros. Pero lo que se investiga o escribe no es ni para los otros ni porque se es lo que se es: se enseña, investiga y escribe para ser otro. Hay una modificación del modo de ser que se logra a través de la institución universitaria.

-III-

No me queda más que agradecer a las autoridades y colegas de las diferentes universidades por darme la oportunidad de dedicarme a tiempo completo a llevar a buen puerto mis investigaciones y poder enseñar y propiciar sus hallazgos. Siempre sine ira et studio, según la hermosa sentencia que alimenta mi intención de tratar tanto los hechos como la experiencia histórica sin amargura ni parcialidad, pero sí ateniéndome a los documentos que no son más que fragmentos de lenguaje que van dejando sus marcas de cosas dichas, de afirmaciones, de interrogaciones y discusiones que sucedieron, que habitaron este mundo y que aún lo habitan.


Luz Ainaí Morales-Pino

Casas fuera de casa o enseñar literatura como potencia

La mayor parte de mi carrera docente ha transcurrido en el extranjero, entre los Estados Unidos y, sobre todo, el Perú, donde resido desde hace diez años. Así, resulta más fácil responder a la pregunta por lo que he dejado desde la reflexión sobre lo encontrado o aprendido al desempeñarme como profesora de literatura fuera de Venezuela.

Apertura, perspectiva y comunidad resumen lo aprendido o, más bien, ganado, en este proceso. La apertura al estudio de otras tradiciones literarias, textos, voces y autores, muchas veces por cierta rebeldía que me llevaba a evitar cualquier correlación entre nacionalidad y objeto de estudio y, también, a reafirmar que podía especializarme en campos distintos al que me sería, de alguna manera, natural (lo que resultaba, además, necesario para abrirme camino como docente en otras latitudes). De hecho, antes de imaginar que viviría en el Perú me fui especializando en la producción literaria y cultural de este país, particularmente, de sus escritoras del siglo XIX y el temprano siglo XX. Autoras como Mercedes Cabello, Clorinda Matto o Aurora Cáceres fueron un gran puente de encuentro. He ganado perspectiva al aprender a ponderar, desde la literatura y desde las realidades tan diversas de las y los estudiantes; al igual que de las lecturas que hacen de los textos, que la crisis, el dolor, la precariedad, la incertidumbre no son asunto exclusivo de nuestro vapuleado gentilicio, sino que, más bien, han sido y siguen siendo la constante de otras naciones y, en especial, de ciertos grupos socioraciales. También he ganado algo sumamente valioso: la conciencia de la posibilidad de forjar una comunidad en cualquier lengua o coordenada geográfica y, en ese sentido, la potencia creadora de la literatura y su enseñanza. La literatura es una herramienta privilegiada para crear casas fuera de casa y hallar, al mismo tiempo, resquicios para la esperanza.

Lo que he dejado son mis estudiantes de la Universidad Simón Bolívar: una generación de jóvenes que, en medio de la crisis, optó por continuar su formación con terca determinación. Las redes nos permitieron, sin embargo, mantener contacto y, sobre todo, apoyar u orientar cuando fuese necesario.

Lo dejado y recobrado ha sido la literatura venezolana con la que, por un tiempo, estuve un tanto distante dadas las mismas dificultades que enfrenté para hacer carrera en el país. La literatura ha sido también un camino para la reconciliación y el propio (re)conocimiento. Desde la enseñanza de escritoras y críticas venezolanas en mis clases (Virginia Gil de Hermoso, Teresa de la Parra, Elisa Lerner, Susana Rotker, Paulette Silva Beauregard), pero, también, desde la enseñanza de los escritores (José Rafael Pocaterra, Rafael Cabrera Malo, Tomás Michelena) he podido hallar caminos para reencontrarme, en especial porque reconozco en muchos de estos autores y sus textos una condición periférica estructural que me resulta muy cercana: en esa periferia radica la libertad que, de una u otra forma, detentamos y que es la base de nuestra potencia. Así, enseñarlos afuera y llevarlos en mis derivas es apostar por esas casas fuera de casa, pequeñas islas o querencias, en las que, como diría Molloy, hallamos reparación y regocijo.


Luz Marina Rivas

Nunca dejé del todo a la Universidad Central de Venezuela cuando emigré a Bogotá en el año 2012. El lazo con mi alma mater es irrompible como un hilo de plata, pero sí dejé sus hermosos espacios y dejé de ver y abrazar físicamente a tantos colegas y estudiantes, ya amigos para siempre. Me traje a mis tesistas, aunque no físicamente, y pude seguir con ellos vía Internet. Desde mi llegada, gradué a ocho ucevistas: tres doctoras, tres magísteres y dos licenciados. Pronto habrá un magíster más. Continué formando parte de comités de postgrado y evaluando proyectos ad honorem. Esto no lo entienden mis colegas colombianos, pero hay una razón para este apego. Cuando tuve el privilegio de ser la directora del Postgrado de la Facultad de Humanidades y Educación, descubrí que 52 profesores jubilados trabajaban ad honorem, coordinando programas, dando clases, asesorando trabajos, investigando. Lo hacían porque sí, por amor a una universidad que les había dado todo y que ya no tenía recursos para sustituir a quienes se jubilaban. Pude hacerles un pequeño homenaje simbólico de botones y diplomas, pero mi admiración era mucho más grande. Recibí de ellos una lección de amor y compromiso que no olvidé cuando me fui, a pesar de las muchas dificultades que tuve que afrontar en nuevos ambientes académicos con otras culturas de trabajo, sumadas al trauma que de por sí implica la migración en cualquier circunstancia. Emigrar luego de una carrera de 32 años no es fácil. Al llegar a un nuevo país, no se es conocido. En los primeros años, tuve gratas experiencias en la Pontificia Universidad Javeriana y en la Universidad Nacional, aunque tenía una sensación de soledad. No era fácil encontrarse con los colegas, no siendo docente de planta. No había tiempo para investigar; solo para dar clases. Los estudiantes eran diferentes, más reservados, menos habladores, muy formales al despedirse dando gracias por la clase, pero sentía que faltaba química. Poco a poco me los fui ganando y pude lograr que participaran más en mis clases.  El tiempo me dio un regalo: la coordinación de la Maestría en Literatura y Cultura del Instituto Caro y Cuervo, una institución prestigiosa, pero pequeña. Aquí encontré un nuevo hogar académico con un grupo de colegas entusiastas, con quienes fue posible hacer un gran equipo. Encontré un nicho de investigación y pude hacer cambios que contribuyeron a mejorar el programa. Todo ello, en una vieja casona colonial con ecos de muchas generaciones de investigadores. Siento que aporto a este nuevo lugar lo que me traje conmigo de mi querida UCV.


Mariana Libertad Suárez

En el año 2014, cuando dejé la Universidad Simón Bolívar (USB) en Venezuela, lo hice con la certeza de que regresaría. Había obtenido un año sabático para realizar una investigación, una oportunidad que en ese momento veía como un paréntesis dentro de una trayectoria académica arraigada en una institución que valoraba el conocimiento como motor de la universidad; sin embargo, la crisis económica me obligó a tomar una decisión inesperada: quedarme en Lima y continuar mi carrera en la Pontificia Universidad Católica del Perú, donde hasta hoy me desempeño como profesora contratada. Al marcharme de la USB, no sabía qué me iba a alejar de la posibilidad de hacer universidad en el sentido más pleno de la expresión; sin imaginarlo, estaba dejando atrás la generación constante de conocimiento, la existencia de programas de postgrado sólidos, una revista académica que promovía la investigación, y el apoyo institucional a la escritura de libros y la creación de simposios, congresos y otros espacios de discusión. Los postgrados en literatura de la USB, para el año 2015, tenían un cuerpo profesoral compuesto por quince o más doctores formados en distintas universidades del mundo. Esa diversidad garantizaba un crecimiento profesional permanente. La universidad era un espacio de construcción colectiva.

Fuera de Venezuela, encontré un modelo universitario distinto. Me topé con instituciones más atomizadas, donde el contacto entre colegas es mínimo y la docencia tiende a regirse por un pedagogismo que privilegia la forma sobre el contenido. La enseñanza de las humanidades, en muchos casos, se automatiza bajo criterios que estandarizan la educación y limitan el desarrollo del pensamiento crítico.

La universidad dejó de ser ese lugar de conversación e intercambio intelectual al que estaba acostumbrada; no obstante, migrar no solo me enfrentó a desafíos, sino que también me brindó oportunidades. En Perú, he conocido estudiantes con formaciones muy distintas a las que encontraba en Venezuela, he trabajado con jóvenes que provienen de tradiciones de pensamiento diversas y que, en muchos casos, tienen un vínculo muy fuerte con sus raíces culturales. Perú, con su heterogeneidad, me ha permitido ampliar mis perspectivas y comprender nuevas formas de abordar la literatura.

Me niego a abandonar mi labor académica en la USB, por eso, sigo trabajando en los programas de maestría y doctorado, como profesora de los cursos de teoría y métodos de la crítica, y tutora de tesis de forma virtual. Asimismo, pienso permanente en proyectos de intercambio intelectual entre mis dos instituciones.


Marta de la Vega Visbal

Exilio: en tierra propia y ajena

Es un hecho que ha roto mi vida, que ha roto mi eje, que ha roto mi capacidad de sentirme segura en la vida. Regresar al país natal no es regresar a casa. Es llegar a un lugar donde la edad se vuelve un obstáculo más que un mérito, donde la experiencia es vista como un peso y no como un valor. Se habla de reconocer la trayectoria, pero en la práctica, las puertas permanecen cerradas. El conocimiento, que antes era un puente, se convierte en un muro.

Más allá del dolor del desarraigo, está la incertidumbre. ¿Cómo se reconstruye una vida cuando el mundo ya no espera que lo hagas? ¿Cómo se sigue adelante cuando los méritos acumulados parecen no bastar para ganarse un lugar en el presente? Regresar nunca es lo mismo que volver. Volver es una elección, un acto de voluntad; regresar forzada es una fractura, un desprendimiento abrupto de la vida construida con esfuerzo en otro lugar. El retorno por necesidad —y no por deseo— es una experiencia marcada por la contradicción: la familiaridad del entorno y la extrañeza de sentirse ajena en él.

No es solo haber dejado atrás un hogar, colegas, proyectos y un espacio ganado con años de trabajo. Es la certeza de que este regreso no es un cierre de ciclo ni un reencuentro con las raíces, sino la consecuencia de la imposición del miedo, de una amenaza latente que despoja de la posibilidad de elegir. La academia y la escritura, que siempre han sido mis principales trincheras, ahora se convierten en territorio incierto. La experiencia, los logros, el conocimiento acumulado, parecen quedar eclipsados por la inercia de un sistema que desconfía de lo ajeno, incluso cuando lo ajeno es su propia gente que regresa. La paradoja del exilio es que, aunque el retorno sea a la tierra de origen, el desarraigo persiste, porque el país al que se vuelve no es el mismo.

Reconstruirse profesionalmente después del exilio no es un proceso rápido ni sencillo. Implica una continua negociación entre la experiencia pasada y las oportunidades presentes, entre lo que se ha perdido y lo que aún se puede construir. Pero en medio de todo, sigo creyendo en el poder de comunicar y de enseñar, en el impacto de la palabra escrita y en la posibilidad de encontrar, incluso en tierra propia y ajena, un nuevo lugar desde el cual seguir aportando al conocimiento y a la transformación de la sociedad.


Miguel Ángel Martínez Meucci

Relato chileno

Hasta ahora, mi experiencia docente más significativa fuera de Venezuela tuvo lugar en Chile. Herederos de un pasado compartido, ambos países se asemejan mucho en múltiples aspectos. Pero entre tantos colores que ofrece Hispanoamérica, no hay dos más opuestos entre sí.

Durante varios años mi labor universitaria se desarrolló entre Valdivia y Puerto Montt, donde comienza la Patagonia chilena. Bosques, ríos y volcanes nevados configuran el paisaje habitual de estas comarcas, junto a la amplia bahía salmonera que flanquea Puerto Montt. Allí, en el seno de Reloncaví, atracan enormes cruceros que llegan desde el Ártico para conocer el Antártico.

Emigrado desde Sartenejas, de inmediato conecté con aquellos parajes lluviosos, salpicados de cabañas donde arde la leña cuando más aprieta el frío. Me impresionó el orden chileno; ese civismo bien arraigado; esa preferencia por la norma que se respira en cada detalle. Si en Venezuela tendemos a resolver las cosas hablando, en Chile más bien se dirimen por la ley.

Una suerte increíble me llevó a ser contratado en las dos sedes de una respetada universidad, y a dictar mi primera clase en el aula “Andrés Bello” de la facultad de Filosofía y Humanidades. En suelo chileno pude comprender hasta dónde Bello supo moldear el andamiaje institucional de la república de Chile, legado prodigioso cuya comprensión en Venezuela —para variar— obstaculiza el culto a Bolívar.

Durante 5 años dicté clases en 17 asignaturas distintas de pregrado y postgrado, viajando cada semana entre dos ciudades (excepto durante la pandemia). Agoté series enteras de Netflix en el autobús. Ciencia política, sociología, relaciones internacionales, formación ciudadana, metodología de la investigación… Mi favorita fue “Historia política de Chile”, donde aprendí muchísimo. Y constaté que históricamente, cuando a Venezuela le va mal, a Chile bien, y viceversa.

En cuanto a la vida universitaria, comprender la profunda sensibilidad de mis estudiantes chilenos conllevó sus desafíos. El año 1973 sigue anclado en la memoria. Las reivindicaciones indigenistas y los “derechos de última generación”, por así decirlo, concentran la atención estudiantil. Rankings, journals y becas de investigación condicionan por completo la conducta de profesores y autoridades.

Índices y modas culturales hacen de la universidad de hoy un espacio menos libre que ayer. Pero tal como reza el lema de mi universidad en Chile, libertas capitur. Quiero creer que los venezolanos, allí donde estemos, comprendemos hoy esa verdad mejor que el resto del planeta.


Miguel Vásquez

La pregunta me lleva directamente al 19 de abril del año 2016, recuerdo que salí de Caracas en medio de una calima que llevaba días instalada sobre la ciudad, en medio de un ambiente triste, gris y de duelo. El cuerpo ya sentía el impacto de la partida antes de montarme en el avión. Uno dejó atrás una identidad intelectual construida –con sus defectos y aciertos– por una institución (me refiero a la Escuela de Filosofía de la UCV) capaz de dejar una huella muy profunda en tu personalidad. Esto es más que una simple formación filosófica uno dejó atrás el espacio donde se constituyó como adulto. Desde el año 1997 hasta el año 2016 fui prácticamente todos los días a la UCV con un solo propósito, estudiar y en enseñar filosofía junto a un grupo de colegas y compañeros tan o más talentosos que uno, lo cual siempre contribuyó a una atmosfera de trabajo excelente a pesar de que literalmente la universidad se nos estuviera cayendo encima. Todavía creo que hay algo en la Escuela de Filosofía de la UCV que se resiste, no se desde dónde ni cómo, a la desidia inducida, al odio y al conformismo. Por eso siento que dejé atrás algo raro e inexplicable, algo que da fuerzas con solo pensarlo. Cuando dejé la UCV tras casi 15 años de docencia, las condiciones materiales eran muy duras, laceraban a diario el ánimo, destruían tu cotidianeidad al punto en el que migrar se transformó en una opción. Cuando llegué a la Universidad Complutense de Madrid encontré un ambiente distinto pero con cosas que se me hicieron familiares. Logré iniciar mi carrera docente en octubre de 2018 y lo que encontré fue otro tipo de fuerzas que aun trato de descifrar. En lo material, pese a carencias evidentes, las condiciones son radicalmente distintas, sin embargo, lo que realmente me llama la atención es un cierto espíritu de sobrevivencia que reside en la facultad en la que hoy trabajo. Aquí también la han pasado mal, la facultad fue totalmente destruida por bombas durante la guerra civil. Muchos estudiantes de filosofía y filología encontraron la tumba entre trincheras hechas con libros tomados de sus bibliotecas y décadas después, pese a lo vivido, a lo que se ha hecho o dejado de hacer para superar esos traumas y para seguir adelante, la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid sigue ahí, mirando hacia el futuro sin desatender su presente, con eso, y montones de luchas por ser respetados y por querer vivir en libertad fue con lo que me encontré y creo que por eso no me ha sido difícil hacerme un lugar aquí. En ambos espacios, en la Escuela de Filosofía de la UCV y en la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense hemos filosofado desde lo imposible –desde lo inenarrable casi– y ahí seguimos casi de forma inexplicable. Por eso, desde el compromiso que nos obliga a filosofar en medio de historias llenas de adversidades, desde lo que nos exige pensar disciplinadamente a propósito de nuestros sufrimientos presentes y pasados, lo que dejé se parece a lo que encontré.

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