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Abril 25, 2025


Profesores que emigraron: qué dejaron, qué encontraron (2/4)

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Testimonios de Froilán Ramos Rodríguez, Geidy Querales, Gisela Kozak Rovero, Gregory Zambrano, Humberto Medina, Jonatan Alzuru Aponte, José Rodríguez Iturbe y Juan Horacio de Freitas

Froilán Ramos Rodríguez

¿Qué dejé?

Al salir del país, pensaba que iba a ser un período acotado, es decir, ir a hacer un doctorado y volver al trabajo en la Universidad Simón Bolívar (USB). Lamentablemente, la situación del país se fue deteriorando cada vez más. En aquel momento, dejé un cargo como profesor de planta en una universidad de prestigio (la USB), que había obtenido por concurso, y tuve que dejar una carrera interrumpida.

Igualmente, dejé colegas y amistades, por los que guardo respeto y admiración por su dedicación al trabajo silencioso de enseñar con vocación. Obviamente, también deje familiares, a los que no he podido abrazar en años, y solo con la ayuda de videollamadas he podido volver ver a la distancia. Otros contemporáneos de mi generación también tuvieron que emprender nuevos destinos ante las creciente limitaciones en todos los ámbitos, y están diseminados por el mundo.

A inicios de 2013, dejé una Venezuela, que había sido una nación generosa con todo los que emigraron desde Europa y América Latina en el siglo XX, pero que en fecha se hallaba sumida en una alta polarización, luchando por su libertad y un cambio. La pluma fría del historiador rara vez tiene espacio para describir esa sensación de tensión, e inquietud.

¿Qué encontré?

En Chile, tuve la oportunidad de seguir estudiando a nivel de postgrado, de continuar mi carrera académica al trabajar en varias universidades chilenas, y de poder investigar académicamente en libertad casi cualquier tema. Esto me parece sumamente importante, desde el punto de vista intelectual y humano, la sensación de libertad en el trabajo de pensar y de ser como ciudadano que puede votar libremente y en democracia.

En el plano profesional, el reintegrarme al mundo de la universidad en Chile, ha sido de un continuo aprendizaje, con un ritmo y conexiones internacionales mucho más dinámico y activo que el que había conocido antes. Los desafíos globales se perciben mucho más acelerado, casi en la inmediatez.

Desde una perspectiva personal, me he sentido afortunado en conocer y cosechar la amistad de colegas y profesores chilenos talentosos, a los que admiro, y que han sido nobles en compartir encuentros gastronómicos (como en Fiestas Patrias), y gratas tertulias. Se trata de amistades que han perdurado desde mi llegada hasta el día de hoy.

Chile ha sido un país amable al que agradezco mucho por todas las oportunidades profesionales y personales que me ha brindado. Chile es también mi hogar, y nunca me he sentido ajeno aquí.


Geidy Querales

Indispensables

La vocación no es algo que se pueda dejar cuando se migra: forma parte de lo que cada quien es. La vocación viaja con una; algunas veces, incluso, certificada y con una apostilla, la de La Haya, que siempre anima a la esperanza de un exitoso futuro profesional y personal. Sin embargo, suele pasar que, ya en el nuevo hogar, no se logran pagar las nuevas facturas de la cotidianidad con la vocación apostillada. Te lo hacen saber visas —para un sueño—, leyes, decretos —reales—, trámites varios y surreales, oficinas con sus funcionarios (in)dispuestos, tasas, homologaciones, ¡las miles de horas que se pierden intentando hacerse con una cita online!, también, alguna mirada, algún comentario “sin intención”… Es, tal vez, el llamado insistente de otra vocación, una primaria, orgánica, inmanente: vivir. Entonces, se guarda la vocación apostillada en la cajita de los primeros auxilios, junto a las medallistas y novenas de santos y vírgenes que también migraron con una. No hay mejor lugar, porque vocación apostillada, medallitas y novenas tienen en común ser símbolos de fe, bálsamo que tampoco se deja al migrar.

Si me preguntan, pues, qué se lleva una cuando migra, diría que la vocación, apostillada o no, y la fe. Lo que se encuentra, en el plano personal o profesional, es relativo. Yo soy docente de vocación apostillada y, también, becada (varias veces); vivo en España desde hace más de 15 años y durante estos años, muchas veces, he escuchado el llamado —a gritos— de esa otra vocación: vivir. Ese llamado me ha guiado hacia / por caminos profesionales que no conocía, por los que nunca hubiera andado, mas era inevitable no ir por ellos. Hoy sé que eran tránsito, como la vida misma lo es. Hoy, empatucada de fe, escucho el llamado de la vocación apostillada que me habla de la lengua española, de su palabra, y de cómo enseñarla. Enseño, guío. Doy clase a criaturas cuya vocación adolescente juega al baloncesto; criaturas fascinantes que, sin tener idea, me hacen saber que aquel equipaje que no pude dejar era el necesario: los indispensables para mí.


Gisela Kozak Rovero

Lo que he visto y lo que no veré

Muchos  años después del fin de la revolución,  una investigadora científica de la Universidad Central de Venezuela ganará el premio internacional más importante del mundo en su especialidad por su trabajo en favor de las energías limpias, un esfuerzo colectivo mundial que dejó al petróleo y al carbón definitivamente atrás. Sus cuatro idiomas, aprendidos a lo largo de su escolaridad formal, le permitirán agradecer el premio en español, inglés, mandarín y una lengua de los pueblos originarios, aunque puede desenvolverse en cualquier idioma porque será una cyborg y la inteligencia artificial derribó hace tiempo las barreras de este tipo con un traductor universal conectado de modo neuronal. El Aula Magna, más bella que nunca, estará repleta de público y millones de personas escucharán las palabras de la premiada alrededor del mundo como si ella estuviese allí, en cientos de escenarios y hogares.

En su discurso de recepción del premio  citará en su idioma original a Yuk Hui, Martin Heidegger, Rossi Braidotti y Hannah Arendt, además de a otros pensadores que todavía no han nacido. La ciencia y la tecnología son a la humanidad  lo que la poesía a la literatura, proclamará con su elegante voz de acento caraqueño, la voz de un pensamiento estructurado, la voz de quien nunca ha transigido ante la vulgaridad, la ramplonería, la falta de imaginación y la pereza.  La voz, en fin, de una mujer que se educó en una de las mejores universidad de la región, levantada con el saber de investigadores nacionales y extranjeros que se asentaron en Venezuela luego de la revolución. En su discurso, la ganadora recordará el fin de la división de las ciencias y las humanidades del que ella es una un digno ejemplo. Hará  alusión a la languidez  intelectual de los ideólogos, la polilla del conocimiento que casi acaba con las humanidades y las ciencias sociales convirtiéndolas en consignas.  Se congratulará de que  la tecnología ya no produce la adicción a la dopamina que causaba un antiguo artilugio llamado  teléfono celular. Mencionará con contenida ironía la necedad de los dueños de las tecnológicas en el pasado con su empeño en sustituir al ser humano, por no hablar del letal e insulso impulso de convertirlo todo en dinero cuando la  creatividad es también el cultivo de lo gratuito.

Yo no estaré allí, pero la libertad es pensar lo que no existe, recordando a la autora de Los orígenes del totalitarismo.


Gregory Zambrano

Mis maestros migrantes

Como estudiante universitario tuve el privilegio de contar con un nutrido grupo de profesores provenientes de distintos países. Habían recalado en la bucólica Mérida para ofrecer en la docencia lo mejor de su experiencia humana y creativa. Los escuchamos hablar de sus tierras dejadas atrás, sus bibliotecas, afectos y nostalgias. Celosamente guardaban la esperanza del retorno. La Universidad nos abría las puertas para darnos una valiosa oportunidad: formarnos y seguir lo que para muchos representaba una vocación.

Un profesor argentino nos hablaba apasionadamente de Homero y de la guerra de Troya. Una profesora española nos contaba anécdotas de sus clases con Algirdas Greimas en la Sorbona. Un maestro uruguayo, director de orquestas, nos hablaba del arte musical y nos invitaba a los conciertos. Una pareja de italianos daba clases y también regentaba una trattoria de sabores inolvidables. Como tantos otros, ellos llevaron en sus equipajes los saberes acumulados, las experiencias vividas y las compartían con generosidad. Eran nuestros profesores y también eran nuestros amigos. Transmitían sus conocimientos, escribían, publicaban sus artículos y libros, y no perdían las conexiones con sus respectivos lugares de origen. En mis estudios de posgrado tuve también el privilegio de tener como profesores a catedráticos migrantes, asimilados a la dinámica cultural mexicana.

Fueron maestros de vocación, generosos y nos despejaron horizontes. No sospechaba entonces que un día tendría que hacer mis maletas para recalar en lejanas tierras, descubrir otros paisajes, otra lengua y visiones del mundo tan distintas y ajenas.

En cualquier recomienzo es importante mantener un hilo invisible conectado a la gente y a la tierra dejada atrás. Migrar ha significado para mí llevar y mantener la vocación a prueba de fuego. Ser maestro de vocación tiene sus ventajas, pues nos hace resistir, superar los retos y mantenernos fieles a ella. En la medida en que logramos insertarnos podemos dimensionar el privilegio de enseñar, en mi caso, la lengua española, la literatura venezolana y latinoamericana. Muchos de mis alumnos en Japón no solo aprenden español, leen obras literarias y cantan con la música venezolana.

Después de tantos años, recuerdo con gratitud a todos mis maestros, y muy especialmente a mis maestros migrantes, los que me formaron en la Universidad de Los Andes y en El Colegio de México. Ahora, por múltiples razones, algunos de mis alumnos son también maestros migrantes. Me escriben, me piden algún consejo, recuperan anécdotas, o me preguntan por autores y lecturas. Eso me hace revalorar aquellos años vividos intensamente en la academia venezolana. Evoco con frecuencia mi ciudad, esculco mis libros resguardados entre la neblina y vuelvo al país a través de la literatura. Es el puente que une las dos orillas de mi existencia.


Humberto Medina

Dejar la casa y llevarse las palabras

Libros. La imagen que primero me viene a la memoria cuando vuelvo a la primera migración es la de mis cajas de libros en la sala de mi nuevo apartamento en Saint-Basile-le-Grand, un pequeño pueblo a unos 20 minutos de Montreal. Libros de literatura venezolana que conectan cada etapa en mi carrera de profesor, porque son ellos los que dan forma a mis clases. Llegué a Canadá en 2014 para hacer mi doctorado en la Universidad de Montreal, allí me reencontraría con un salón de clases después de dejar Venezuela y mi siempre recordada Universidad Simón Bolívar.

En la USB empezó todo. Los estudios de literatura, luego la enseñanza en los cursos de lenguaje. Allí encontré profesores y colegas que son ahora mis amigos. Pero lo más importante, encontré el significado de la docencia: no decir qué ver sino abrir la posibilidad de ver diferentemente, construir una comunidad de lectores, atravesar juntos una lectura difícil, aprender a apreciar las palabras que hacen nuestro mundo. En la USB aprendí a ser profesor. Y lo que se aprende inevitablemente se transmite. He tenido la suerte, en la distancia, de volver a la Simón Bolívar para dar clases de Teoría Literaria en el postgrado de Literatura Latinoamericana. La USB y los alumnos parecen un mosaico en la pantalla de la computadora. Puede sonar iluso, pero en estos tiempos, ese mosaico también es universidad.

Dejé mi casa con dolor y se impuso la distancia. Dejar una casa es también llevarse sus palabras, las que la hicieron posible. Pero no es que el irse se las haya llevado, como un arrebato, sino que al irme ellas se vinieron conmigo. Me llevé los libros que durante ese período se apilaron en mi biblioteca. Ese material, real y simbólico, me ayudó en los años en que di clases en la Universidad de Montreal por cinco años, y ahora en la Universidad de Oklahoma, el destino de mi segunda migración. La nostalgia está siempre presente, no se borra. Cada día pienso en el país que dejé. Pero cada día también lo hago presente cuando en una clase de Novela Latinoamericana del s. XX, leemos Cubagua de Enrique Bernardo Núñez y Lluvia de Victoria de Stefano; y en las de español cuando les digo a los alumnos “aquí van a aprender español… y algo de venezolano”.


Jonatan Alzuru Aponte

El aforismo

«Dejé un tajo de piel en el asfalto, unos caracoles, un rosario tejido en un arbusto, un pliegue de arena en el desierto, una rústica biblioteca… con libros… hastiados… desgastados…  de palabras… el inútil ensayo a medio terminar y el canto de Ismael Rivera derretido entre escorpiones».

Eso escribió después de una larga meditación. La hizo según el ritual. Sentado como un buda, centrado en la nada y degustando la sencillez del estar –valga decir que así fue la descripción del psiquiatra (buen amigo que quizás se perdió entre los laberintos de Jung) cuando le consulté sobre el contexto de aquel aborto de escritura que presentó al periódico dominical nuestro compañero común.

Les cuento. Leí un par de veces aquellas imágenes y no comprendí ninguno de los sentidos. Aunque no soy crítico literario, debo confesar que para mi gusto carecen de vocación poética. Y, en términos objetivos, tampoco aludían a la tarea encomendada. Por eso le consulté a mi amigo, el psiquiatra, quien es culto, tiene quince años tratándolo y solo me describió el performance budista, pero no me dijo nada con relación al texto.

¿La verdad? Algunos de sus ensayos, pocos para ser sincero, me han gustado. Pero tenía una morbosa curiosidad. Quería leer ¿cómo un lobo estepario como él experimentó el desgarramiento del exilio?, ¿qué dejó en nuestra patria?, ¿cuáles han sido sus novedades? Al no saciar mi inquietud, decidí llamarle. Después de los rituales usuales, la familia, el clima, el trabajo, el acontecer nacional, le pregunté a rajatabla:

–¿Qué idea querías trasmitir con ese –pensé un par de segundos, un sinónimo de aborto, para no lastimarlo y continué– aforismo?

Hizo silencio.

–Espera un minuto –dijo.

Hay silencios que saben a muerte. Por eso el tiempo se me hizo eterno. Habían pasado tres minutos cuando escuché:

–Fragmento ciento cuarenta y seis de la sección cuarta, «Sentencias e interludios», del libro Más allá del bien y del mal, de Nietzsche. Te leo: «Quien con monstruos lucha cuide de no convertirse a su vez en monstruo. Cuando miras largo tiempo a un abismo, también este mira dentro de ti». ¿Quieres que te diga algo más? ¡Gran carajo! –gritó exaltado.

Quedé mudo. Él también. De pronto soltó una carcajada y en esa congestión circense percibí que balbuceaba algo de las lamentaciones y el muro. Creí que era humor negro sobre los judíos y le increpé para que lo dijera sin reírse.

–Religiosísimo el muro de las lamentaciones, el de Berlín. ¡Esa mierda que todavía tienen en la cabeza!

Fue tan agresiva la forma como lo dijo que no atiné a preguntarle más, aunque no supe a qué se refería. Y estaba molesto por el incómodo diálogo al estilo Ionesco. Nos quedamos un rato ausentes, él dijo chao y trancó.

Nota de Alzuru: encontré la anécdota en un basurero de Valdivia. Lo transcribí por curiosidad y decidí publicarlo.  Disculpe si perdió su valioso tiempo leyéndolo. ¿La verdad? Es prescindible.


José Rodríguez Iturbe

Paralelamente a mi vida política, había sido profesor universitario desde 1966, UCV. Para fines de 2004 era decano de Derecho de la Universidad Monteávila. Con el desgarre existencial que supone todo exilio, desapareció la convivencia habitual con amigos con quienes compartía querencias desde la adolescencia. Tenía entonces 64 años. Familiar, profesional y políticamente no hubo ruptura de afectos. Pero las circunstancias impusieron una reingeniería que, en el comienzo de la vejez, quien lo haya vivido sabe que no es fácil.

Pienso que hasta que salí mi vida había sido principalmente política y secundariamente académica. Aquí, mi vida ha sido plenamente académica, aunque mi atención personal de la situación de Venezuela nunca se haya visto menguada. Fui becado del Consejo de Desarrollo Científico y Humanístico de la UCV para la formación de personal docente y de investigación. Cuando regresé con mi Doctorado en Filosofía del Derecho y comencé a dar clases en la UCV tenía 26 años. Nunca pensé que tendría que establecerme forzosamente fuera del país. La plena reinserción en la vida académica ha sido todos estos años un remanso intelectual y afectivo. También ha tenido algo de terapéutico: me parece que la intensa dedicación universitaria ha contribuido a mi equilibrio mental. Además de ganarme el sustento en tierra extraña, he gozado como nunca de la alegría de enseñar. Eso solo puede comprenderlo plenamente quien tenga vocación docente. En la vida académica uno da y recibe. El cariño y agradecimiento de los alumnos vale más que cualquier salario. Y eso lo viví en Venezuela y he vuelto a vivirlo aquí.

Junto al choque por el cambio repentino y no deseado, gracias a Dios encontré en la Universidad donde trabajo desde hace dos décadas un ambiente humano y académico que resultó (y resulta) no solamente un bálsamo, sino un estímulo. Si Dios me da vida, cumpliré en septiembre 85. Más de la mitad de mi producción académica ha sido publicada durante estos años. Estoy muy agradecido por el afecto y la amistad de mis colegas profesores y de mis alumnos. Nunca he sido víctima de xenofobia y siempre he recibido muestras de amistad y respeto.

Junto a la siempre viva ilusión por volver (le pido a Dios la gracia de morir en la patria), uno está siempre con un doppio binario, como dicen los italianos: pensando en lo que está allá y en la realidad de lo que tengo aquí.


Juan Horacio de Freitas

La natural pedantería venezolana

Ha pasado más o menos una década desde la última vez que impartí clases en Venezuela, y debo confesar que, al menos en tanto que docente, no siento aún que haya dejado algo relevante que no consiguiera en el extranjero, así como tampoco afuera encontré nada que no tuviera en mi terruño. Es verdad que guardo el deseo de volver a dar clases en la institución que me formó como profesional de la filosofía, pero tan solo por un sentimiento de deuda aún no lo suficientemente saldada con los maestros que conforman dicha institución en Caracas. Pero no hay en mí rastro alguno de patriotismo que me hale de vuelta, así como tampoco ningún filocosmopolitismo ni, aún menos, endofobia que me aparte. Ni nostalgia ni entusiasmo aventurero, ni Ulises ni Gulliver, sino una flemática y feliz continuidad en el interior del ejercicio pedagógico, tal como si la docencia fuera ella misma una patria, al mismo tiempo portátil —como el texto sagrado de los judíos— y utópica —como la isla de Zurrón (esa mochila de viajante) de los cínicos. Habrá quien me diga que esta indiferencia territorial se debe a que no estuve mucho tiempo ejerciendo la profesión en mi país de origen, por lo que no eché raíces; y algún otro me dirá que se debe a que una ascendencia y pasaporte europeos difuminan las diferencias; y seguro que no se equivocan, pero creo que no es suficiente para explicar la cuestión. Hay algo más fundamental, que además me concierne no en tanto descendiente de madeirenses, sino en tanto nacido y criado en la tierra de Simón Rodríguez y Andrés Bello; me refiero, sin ánimos de provocar, a la natural pedantería venezolana. Aunque no soy ingenuo respecto a la connotación peyorativa del término pedante, aquí no hago sino tomarlo lo más cerca posible de su articulación etimológica, que ostenta a la vez el caminar y la enseñanza, o sea, una errancia pedagógica. El quehacer del docente venezolano parece destinado a este vagabundeo, al destierro o al mero nomadismo, maldición y bendición esta que cargamos desde la aurora de la República como si fuera una marca de distinción. Ya se habrá percatado el lector de que la mención hace un momento de los dos grandes próceres de la educación en Venezuela no fue en balde: figuras errabundas, una que hizo del mundo patria —que es no tener ninguna— y la otra apropiada fuera de la suya; ambas viajantes para permanecer en la enseñanza, que es su tierra más próspera; ambas enterradas fuera del país del que brotaron. Somos sus hijos, y lo digo con toda la pedantería del mundo.

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