Si hay alguna verdad, honda y terrible, sostenida con el corazón y las venas abiertas, es la verdad de un poeta. Nadie como él, cabal y entero, sabe ahondar en las personas y en las cosas, encontrarles su más encendida y clara sangre. Y por eso, la otra tarde fui a ver a la escritora Antonia Palacios, a conversar con ella y a conocer toda su esperanza verdecida. Porque si hay hoy en las letras de Venezuela algún valor singular e independiente entre los valores de su generación, la personalidad literaria de Antonia Palacios parece estar, dentro de su espíritu y sentimientos actuales, en la mayor soledad en medio de los demás venezolanos de su tiempo. No se parece a nadie, como gran novelista.
Es maravilloso ver impuestos a una luz y a un aire completamente puros, el temblor y la firmeza de sus ideas, que adquieren consistencia física y cuerpos que se desnudan de la materia para adquirir la fijeza transparente de los conceptos. Son el dedo en la llaga, lo justo y preciso sobre algo que escapa y que la palabra de la escritora aprisiona y coloca natural y espléndidamente en su sitio.
Toda la existencia de Antonia Palacios se encuentra reunida en dos palabras: casa y jardín. El jardín comprende calles, ríos y montañas.
Y para su suerte, esta novelista casi desconocida, no ha cubierto los campos literarios con hojarasca, no ha dado el botón de tinte cursi, ni el matiz chillón, ni siquiera el perfume banal. La ancha flor que es el espíritu de Antonia Palacios se mantiene en su estanque de timidez y discreción, en rico racimo de sugestiones estéticas.
Desde aquí, desde el lugar donde nos hallamos y que es el salón particular de la novelista, calamos los poros del horizonte, los cabellos de la arboleda, el perfil de las montañas. Desde aquí tiene Antonia Palacios muchas oportunidades para apreciar las tardes grises, bermejas o moradas. O el sudor de la lluvia cuando corre sobre las espaldas del campo.
Pero ahora, en esta tarde, mientras el día se nos desliza de entre las manos, contemplamos un momento en silencio la cadena de redondas colinas, suave contorno voluptuoso, que nos ciñe en dulce agonía. Sierras grises, plomizas, rayadas de senderitos que resbalan hacia la hondonada. Vagas cumbres del Ávila en una brumosa lejanía.
Cerramos los ojos y por la negra valla se asoman las estrellas. Entonces empieza nuestro sarao de ideas en voz alta. Hablamos de la realidad humana y de la realidad artística, de cómo se rectifican los perfiles de las cosas, de la geometría de los pensamientos en las cuartillas, y de la risueña y fina forma de velar su cansancio.
Conversamos en sincera camaradería, contestándonos a una inquietud con otra. También charlamos de la superficialidad, que es un buen motivo de prosa, aunque no lo sea de arte. El paisaje de arte lo comentamos en presente. Pero es ella, Antonia Palacios, quien da su valioso pregón, la que enjuicia panorámicamente y en conjunto el ensayo y la novela.
—La novela es mi género preferido –dice, de pronto– porque la novela es vida, un hermoso y palpitante trozo de vida. Los personajes se nos escapan, abandonan nuestro pequeño y estrecho mundo donde queremos aprisionarlos y echan a andar, seguros de sí mismos, forjando su propio destino.
—Y no estima usted una buena hazaña eso de haber llevado el lirismo a la prosa.
—No creo que adrede se pueda llevar lirismo a la prosa. Es indispensable poseer un temperamento lírico. Miramos y sentimos nuestra realidad y la pasamos a través del tamiz de nuestra sensibilidad. En resumen, eso viene a ser siempre el proceso de toda obra de arte, la realidad filtrada a través de un temperamento.
—¿Con amor?
—Con amor, volviendo la vista hacia atrás y si se quiere seguir adelante. Extrayendo del pasado toda su riqueza vital y toda su experiencia para proyectarla siempre hacia el futuro.
—El seguir adelante es la única forma de sostenerse. El saber acerca del pasado no es ya una curiosidad lujosa, ni un deporte que pueda permitirse inteligencias en vacaciones, sino una urgentísima necesidad.
—Hemos de restaurar la obra difícil dándole contenido social. Para ellos hay que tener ante todo inmensa fe en el pueblo, fuente de toda poesía y de toda inspiración.
—Solo así el mundo será de nuevo habitable.
Antonia Palacios tiene ocultas en una caja de cartón que ha debido ser de pañuelos o bombones, las cuartillas de una novela inédita, verdadero Natal artístico.
Ana Isabel, una niña decente es vecina, hace ya varios años, de unas cartas de amigos y unas postales de París, de Berlín, de Venecia… La caja tiene para mí ese secreto de lo desconocido y esa ilusión que inspiran las puertas cerradas y los cofres herméticos.
—París —dice como en un paréntesis— era el centro de Europa, su cerebro espiritual. Viví en París en el año 36. El París del Frente Popular, de la confianza del pueblo en que había sonado la hora de las reivindicaciones, de su liberación. El hermoso París multitudinario, el de las grandes manifestaciones. El París de los mítines, de las voces profundas, de los cantos revolucionarios… La Francia que no está muerta, que no puede morir, que la veremos, tal vez muy pronto, ocupando su puesto a la vanguardia de la humanidad que vive y piensa. La Francia de 1936, inquieta y alterada, no es la Francia de 1943, con campos sembrados de cadáveres, ciudades arrasadas, muchedumbres hambrientas. Y el París de hoy es, entre otras muchas calamidades, clausura de universidades, la soledad de las bibliotecas y de los gabinetes de estudio. La barbarie y el eclipse de la cultura. El sueño inactivo de la inteligencia. La verdadera y tremenda catástrofe mental.
Pasamos la hoja, para que los ojos claros de Antonia Palacios no parpadeen y siga hablando. Y como meditando consigo misma, dice:
—Sí, el viaje tal vez influyó mucho, sin saberlo, a que yo me decidiera a escribir. Se vive tan intensamente recorriendo caminos y adentrándose en las vidas de los hombres… Los viajes nos dejan siempre un caudal de experiencias que al cabo de un tiempo sedimenta dentro de nosotros mismos y nos da sus mejores frutos.
Tuvo el valor de escribir su novela, pero no la quiere publicar. Hace unas semanas cedió un capítulo para las páginas literarias dominicales de El Nacional. Los otros los tiene en la caja, atados con una cinta desvaída.
—El arte —sigue diciendo la escritora— debe responder a su época. Pero espontáneamente, nunca de una manera premeditada, dejaría de ser arte. Creo que a un escritor honesto le es imposible sustraerse de la realidad que lo rodea, de su realidad, por eso, no comprendo las evasiones. Me horrorizan las imposiciones, “tiene que hacer tal o cual arte”. Además, ¿qué es eso de hacer el arte?
—El arte nace y no se hace. Y dígame, ¿de cuáles otras obras nos priva usted?
—Mi única obra, si quiere llamarla así, es la novela. He escrito artículos, he editorializado por largo tiempo en las páginas a cargo de la Agrupación Cultural Femenina, he escrito una ponencia que presenté en el Congreso de Mujeres y en el Segundo Congreso del Niño, celebrado en Maracaibo, pero la obra en que he dado lo mejor de mí misma, mi verdadera obra, es mi novela. Fue escrita, como si dijésemos, por casualidad. Ocurre que yo recordaba insistentemente mi infancia. Un amigo mío, que aunque es escritor ni se las da de literato, posee una aguda y fina inteligencia, me insinuó la idea de agrupar mis recuerdos en un libro. Después de dudas y vacilaciones, me senté a la máquina y comencé a recordar… En casi toda novela hay siempre un elemento autobiográfico. Un poco de nosotros mismos va quedando aquí y allá a lo largo de las cuartillas. Me senté a la máquina y evoqué mi infancia. En las paredes cerradas de mi casa de “gente decente” se abría una gran puerta hacia la vida. ¡La plaza! La plaza resumió todo el mundo de mi infancia. Allí tuve mi primer y definitivo contacto con el pueblo. La “niña decente” jugó trompo y metras con el hijo del pulpero. Con los hijos del carbonero… Bajo la selva y los higuerotes se esfumaban las barreras convencionales de las clases sociales. Allí no había ni negros ni blancos, ricos ni pobres, tan solo unos chiquillos que jugaban a las cuatro matas o al gárgaro malojo…
Antonia Palacios se inclina un poco en el asiento. Puedo apreciar completamente su rostro: la piel ambarina, la frente amplia, la nariz pequeña, la boca grande, las sienes fugaces.
—¿Por qué se dedicó precisamente a escribir su infancia y no otra época de su vida?
—Porque creo que la infancia es la etapa más definitiva y la que marca con más precisión el rumbo de nuestra vida. Aquel que vivió intensamente su infancia tiene una riqueza que lo acompañará de por vida. En los días de mayor desaliento cuando uno de esos estados depresivos, por los que atravesamos, enturbie nuestras horas mejores, no hay más que abrir el maravilloso cofre donde duermen nuestros recuerdos de infancia. Extraerlos delicadamente, tiernamente como se hace con esos tejidos muy finos que tememos estropear, ponerlos a vivir y echarlos a andar por el país de nuestros sueños. Ellos nos devolverán nuestra perdida confianza en la vida y harán que la miremos de nuevo con nuestros ojos niños, diáfana y clara…
Así fue creando Antonia Palacios un personaje, vivo, auténtico, original, acariciado con deleite de palabras y de espíritu.
—Cuando escribía tenía calor en las mejillas y frío en las manos….
Esto ocurre porque en Antonia Palacios el arte se produce en estado de fiebre. ¡Y qué lento el período de convalecencia! Fue cuando Ana Isabel, la niña rebelde y traviesa de la novela, se le metió de lleno en las cuartillas, contándole cómo se había vestido para ir a una piñata, cómo se disfrazó el domingo de carnaval…
Orquestación de sensaciones y de la mejor música. Ana Isabel, una niña decente es la historia de una chica pobre que ama los insectos, las flores, los libros; es la niña precoz que se pasea nerviosa por el ruido del viento entre los árboles y se detiene a contemplar el vaivén de las hormigas que suben y bajan sin cesar por las plantas. A veces el tema es una tenaz superficie blanca, parpadeo de niña que quiere ser mujer y quizás nota que se prolonga en nidos de corcheas.
Antonia Palacios fue también una niña rebelde. Y una circunstancia fortuita colaboró en la rebeldía innata. Durante su vida infantil, vivió siempre frente a una plaza, la de la Candelaria o la placita del Panteón. Bella vista y buen pretexto para salir de casa a cualquier hora diciendo que iba a jugar o a estudiar con los muchachos. Sus amigos, casi todos sus amigos, eran varones. ¡Lo que le gustaban los juegos de los chicos! Gárgaro, malojo, metras, trompo… Sobre tierra, bajo los árboles, sentía correr la vida. Aquello era la luz.
La fina capa de polvo se desprende, los recuerdos pasados se despiertan, giran, voltean, presentan artistas, costados nuevos. Todo se abre de par en par a felices sugestiones. Hasta los rostros, hasta los objetos recobran de pronto su exacta expresión.
En su casa, callada y quieta, lejana, tras la reja, estaba más allá de los fastidios y de las alegrías comunes, y adentro todavía persistía un resplandor de la suntuosidad perdida. Era como si la magnificencia de los canapés estuviesen sin huellas de tertulias, y el boato de los espejos con marcos dorados no reflejasen la vida y le diesen la impresión de escamotearle la edad. Su hogar era una sombra recogida, húmeda, donde apenas verdeaban los helechos y trinaban los pájaros. La parte más oscura era la sala. Allí había un armario sombrío y los cuadros emergían de las paredes como manchas. Los muebles antiguos tenían ramificaciones de madera en los brazos. En el respaldo del sofá y en los sillones, un poco desvencijados, aparecía grabado el escudo de los Bolívar y Palacios. En un atril estaba siempre abierto un libro que debía ser de oraciones. Tenía grandes tapas con letras mayúsculas, que se veían como se ven los nombres en las lápidas. Al final de la sala, una mesa donde estaba una lámpara, un abanico abierto y un nicho.
—¿Qué había en el nicho?
Su padre se lo había dicho una vez: un dedo meñique del Libertador y un pedazo de la sábana que cubrió el cadáver del estadista.
Pero en su hogar solo se colaba la luz por una hendija familiar: el espíritu del abuelo Caspers, un hombre que gustaba de la cerveza y la música.
La novelista lo recuerda bien. Usaba pantalón de franela, chaqueta a rayas y un chaleco de terciopelo negro del que pendía una terrible cadena de oro.
Cuando el abuelo se detenía, pensativo, ya sabía Antonia que iba a mirar el reloj que estaba al final de aquella cadena, como un huevo redondo y dorado.
El viejo Caspers le enseñó música, le hablaba de un galardón político: había sido ministro de Guerra, candidato a presidente de la República. Escuchaba Antonia la historia que caía de los labios marchitos.
Era amiga de las historias y cuando ya no estuvo el abuelo, se las narró a sí misma, por las noches, en el silencio de su habitación. En la última voluta del candil apagado aparecían heroínas galanes con capas, batir de espadas en las callejuelas. Pedazos de infancia que afloran a la conciencia, que pierden súbitamente la edad para brincar a nuestro lado como niños. Porque Ana Isabel vino a contar su historia a Antonia Palacios, a quien se le humedecieron los ojos mientras la chiquilla vertía el relato. Porque Ana Isabel, una niña decente es el diario íntimo, la autobiografía sentimental de la infancia de la novelista.
Como en el agua clara de un pozo, Antonia Palacios se mira en el libro. La cara que se refleja en el espejo del agua tranquila de las páginas, el rostro de Ana Isabel, es su propio rostro. Ingenuo y simple en aureola de niñez.
Ana Isabel desde el libro, sonríe a Antonia Palacios. Antonia Palacios, desde la realidad, sonríe a Ana Isabel y le repite la misma historia en una novela de altos vuelos literarios.