Faramallera
“¡Muchacha faramallera!”. Me lo gritó una de mis tías, la más anciana y cascarrabias, cuando dije que quería ser fotógrafa. No sabía qué significaba la palabra, pero noté su goteo espeso y desagradable sobre la piel invisible. Tenía once años, una cámara de plástico desechable en la mano. El milagro del tiempo que se detiene en el obturador. Me deslumbró la posibilidad. Fotografiar como el futuro. ¿Los niños piensan así? Quizás por eso mi tía me llamó faramallera. Me lo dijo con la boca apretada, de mal humor. La vanidosa, la que quería llamar la atención. Apreté la cámara, la fotografía recién impresa. ¿Y qué tenía de malo ser faramallera?, ¿qué tenía de malo una ambición que no tenía nombre, pero era tan poderosa como convertirse en sueño?
Con los años aprendí que esa palabra que ya nadie usaba me definía mejor que otra. Que era la que despertaba las fantasías, la imaginación, el objetivo. Faramallera por decidir que también deseaba escribir. Faramallera por ser una mujer que no sería anónima. Faramallera por mirar a la cámara y recordar que a veces una palabra que no existe es el mejor espejo de lo más importante e íntimo. Una forma de crear.
Aglaia Berlutti
Estundaque
Mi abuela Celina hablaba de una tía en Valera, su pulpería llena de termos con polos de kola, su majestuosa mata de dátiles en el jardín. Nombraba también la mala suerte y la desdicha que habían arrastrado a la mujer a ese mundo distante donde, cierto día, comenzó a contar estundaques. ¿Eran piedras, estacas, insectos, boletas de alimentación? Mi abuela nunca lo supo. Cuando fue de visita a aquella casa de corredores oscuros la palabra ya estaba ahí. Tampoco nosotros supimos más. Sesenta años más tarde —aquel arranque de locura ocurrió en los treinta, quizá un poco antes— la palabra todavía estaba viva, aunque vacía de significado. O, más bien, llena de especulación. Varias generaciones de la familia recordaban el estundaque sin saber exactamente qué era.
Alguien, pienso, tuvo que haber visto ese estundaque en el jardín, probablemente en las manos de la tía —aunque un estundaque también puede ser un poste, un blátido volador, el destello de una estrella moribunda—. Alguien tuvo que ser testigo del significado original de esa palabra. Y ese alguien, sospecho, más que testigo es un cómplice. ¿Pero acaso no somos eso los hablantes y las familias?
Zakarías Zafra
Faltriquera
Mi padre parecía un personaje sacado de una obra de Juan Rulfo. Era lacónico. Tímido. Místico. Nació en 1905 en un pueblo del piedemonte andino: Carache, Trujillo. Estudió hasta segundo grado. Prácticamente se hizo a sí mismo. Comenzó como ayudante y luego se hizo dueño de una próspera pulpería. Mi madre era maestra. Quemaron las naves en 1965. Se vinieron a Caracas con diez hijos a cuestas. Y uno en camino. La familia se instaló en la vereda 61 de Coche. Costear la educación diversificada y universitaria de mis hermanos mayores —yo soy la número 10— suponía una gran erogación. Había que mandarlos a Mérida o a Maracaibo. Economía de escala: mejor mudarse a la capital.
Los vecinos veían a mi padre como una rara avis. Siempre andaba de paltó y sombrero. Él era el que cocinaba. El que nos cuidaba. El que nos llevaba al médico. Era el perfecto amo de casa. Nunca tuteó a nadie. Ni siquiera a mi madre, que era dulce, trabajadora y poco dada a los oficios domésticos. También llamaba la atención mi padre por su vocabulario. Soltaba palabras muy extrañas. Una de ellas era faltriquera. La usaba a menudo. Como había montado un puesto de venta de medias en el mercado de Coche, siempre cargaba efectivo. El dinero lo guardaba en la faltriquera. La palabra viene del mozárabe ḥaṭrikáyra. Significa bolsillo de las prendas de vestir. O lugar para las bagatelas. Esto según la RAE.
Cuando enterraron a mi padre, cargaba puesto su infaltable paltó. No llevaba medio en su faltriquera. Con él también murió esa palabra tan suya.
Gloria M. Bastidas
Fo
Algo huele mal en Dinamarca. Y en la patria de Bolívar las cosas apestan. ¿Recuerdas las miles de toneladas de leche en polvo que se pudrieron en Puerto Cabello? Eso debió desprender una embriagadora fragancia. ¿O las vaquillonas procedentes de Argentina que al ser diagnosticadas con encefalopatía espongiforme bovina fueron arrojadas por la borda? Luego aparecieron tumefactas, esferas peludas, en las costas de Falcón. El tufo de esos inocentes cuadrúpedos se unió a los aires miasmáticos de la costa. ¡Fo!, gritó el pueblo como reacción a las políticas públicas. O quizás no gritó nada —comenzaban a llegar pollos de Brasil y caraotas de Nicaragua— y entonces nació la autocensura. ¿Sabes si todavía se venderá peo líquido en las tiendas de magia? En mi adolescencia lo echábamos en las aulas para forzar la evacuación masiva. Lo mismo ocurrió con el país. Arrojaron peo líquido nacional y muchos tuvieron que salir despavoridos, tapándose la nariz y también los agujeros del bolsillo. Y cuando me gustaba alguna muchacha del Country o la Castellana, entonces ella me hacía el fo, me trataba como si tuviera mal olor en los pies o halitosis. Y yo, como buen alumno de colegio privado del este, también hice el fo, es decir, el ridículo. ¿Sabías que Blas Coll soñaba con un idioma hecho solamente de monosílabos? Lo bueno de los monosílabos es que nunca se pierden, sólo se esconden.
Gustavo Valle
Finado (a)
«No es Olivia, es la finada Olivia», me corrigió una vez mi abuela al referirme a la mujer que acababa de morir. Aprendí a los nueve años que los muertos conservan su nombre si le agregas ese prefijo para distinguirse de los vivos. Sin él, decirle «Olivia» era irrespetar su nueva condición de muerta. La vi la última vez que estuvo viva; sentada sobre el capó de un Fiat rojo antes de caer golpeada por su esposo policía. Ser testigo fue mi primera relación con la muerte. Le dije a mi abuela: «¿Por qué se le dice así?» y su respuesta no pretendía ser pedagógica: «Porque está muerta», sino clara. “Finada” se convirtió en un zumbido molesto, como todo lo que no me explicaban por ser niña. En la misa del entierro escuché muchos «fin». Todos esos fines eran tablas despedazadas que se alineaban en forma de escalones flotantes en mi cabeza, salté sobre ellas y me sostuvo la certeza de que el fin de la finada Olivia era cercano. Por eso era la finada y no la finalizada; comprendí, tuve una felicidad clandestina en medio de los sollozos. Olivia no tenía que ser la impersonal: la muerta, la difunta, la víctima ¿o le finade?
Xenia Guerra
Fundamentosa
Para las tías y abuelas de mi familia, muy tradicionales en apariencia, la discreción pública era un valor. Entre ellas cuchicheaban, contaban chistes y se reían. Tenían un sentido del humor punzante. Yo no entendía el contenido pero sí el mensaje: dos mundos adultos coexistían elegantemente. El mío aún era aún un mundo controlado, el de las niñas bien portadas, que no gritan, no desordenan y se sientan bien derechas. El de las niñas fundamentosas. Diré que la noción de fundamento poco tenía que ver con una lógica racional, con la edificación de una idea. Aunque quizás lavar mi taza y guardar el individual, ordenar los útiles después de la tarea, guardar las zapatillas Mimis y las medias de pom-pom cada tarde, suponía un método y sus fundamentos. Claro, “Keila, qué fundamentosa estás hoy” tenía su precipicio, uno que me convocaba sin esfuerzo: “Keila, qué frasquitera eres”. Leo que una persona frasquitera “se entromete en asuntos o polémicas que no son de su incumbencia”. Sus sinónimos: entrépita, safrisca, confianzuda. Está claro: las probabilidades de ser frasquitera cuando eres curiosa son altas. Una niña frasquitera corre el riesgo de convertirse en mujer alborotada, quizás molesta. Una que expande el territorio que se le entrega resumido, busca conocer más de lo evidente. Investigo la etimología de la palabra y no doy con ella. Pero sí se esto: ser fundamentosa era una meta móvil, ser frasquitera, mi realidad. Ahora que he crecido entiendo que aquellas mujeres sonreídas eran por igual fundamentosas y frasquiteras. Supongo que heredé ambas formas, mi empecinamiento y mi curiosidad reclaman esa genealogía.
Keila Vall de la Ville
Gay
Me permito escoger una palabra extranjera porque es muy conocida también en el español, y ésta es una de las razones —su uso generalizado— por la cual la siento como una palabra perdida. ‘Gay’ en su ya antigua acepción era una palabra necesaria. Todas las veces que tengo que traducir ‘alegre’, siento su falta. ‘Happy’ es demasiado general, ‘joyful’ demasiado exaltado, ‘cheerful’ algo pedestre.
El uso de ‘gay’ para significar extravagante o ajeno a la moralidad común se remonta al siglo XVII, pero adquirió el sentido específico de homosexual en los años ’60 del siglo pasado. No quisiera negarles a los gays que lo escogieron un término que les conviene, pero lo triste es que se ha hecho imposible utilizarlo con su significado original. A parte su perdida en contextos comunes —una compañía alegre, una ocasión alegre—, hay pasajes en la literatura en que su resonancia específica es esencial, y que ahora son difíciles de leer sin ir descartando mentalmente la connotación nueva. Un caso es el poema Lapis Lazuli di W. B. Yeats, donde gay se contrapone a lúgubre y es un componente de la aceptación de lo trágico. Los viejos y centelleantes ojos de los sabios chinos son gay. Se sabe que “Hamlet and Lear are gay”.
Rowena Hill
Frasquitera
¡Niña no sea frasquitera!, exclamaba doña Cristina al ver a su hija vestida de «hada madrina» para ir al colegio. La niña deseaba estrenar la barita mágica obsequio de su tío Simón. Había surgido en ella un invento, una ocurrencia, inútil y creativa. La frasquitería es para mí un lance extravagante, estrafalario, alguna insensatez, hasta novelera. Las conoce mi confidente, el albacea de mis días. Él sabe que a veces, se me antoja ir a ver algún «clásico del cine iraní», para dármelas de cinéfila intelectual y terminar aburrida hasta el cansancio. O, ser capaz de viajar hasta Frankfurt a una feria de libros para acompañar a mis amigos «infantiles», sólo por ser solidaria con su empeño editorial. O, acercarme a la orilla del agua para contemplar la luna llena y mecerme sobre una laguna. Ser «frasquitero» es un venezolanismo coloquial que si bien he leído puede referirse a ser entrometido y hasta echón; la acepción en la que yo lo utilizo está más bien cargado de una libertad intrépida e inventiva, la de un capricho intrascendente, un divertimento sin audacia bañado de fantasía. Ser frasquitero es difícil de traducir, lo sabe un patito que se queda rezagado, entre perdido y encantado, absorto ante los reflejos sobre la superficie del agua. Una frasquitería es un detalle, una pócima para conjugar las lágrimas o un hechizo para engañar las penas. Lo vive el farandulero y el funambulista en su pirueta, salto, goce. Es un arranque sin cordura, un fresco desvarío, una humorada de inspiración, anhelo con travesura.
Helena Arellano Mayz
Garabato
De pequeño solían decirme: “Esas letras son unos garabatos”. Aquello, además de entristecerme, me hacía dudar de si esa palabra era adjudicada solo a mi minusvalía frente a la dictadura Palmer o si algo más en el mundo sobrellevaba aquel martirio.
Ciertamente, mi caligrafía constataba la primera acepción de “garabato” en el DRAE. Pero yo, criado en un universo de caricaturas y videojuegos, no lo sabía. Del otro lado de la pantalla nadie hablaba sobre eso. Menos aún podía imaginar su origen agrario. Del prerrománico no supe hasta que estudié Letras y “gancho” era el de ropa, o el del Capitán Garfio.
Mi tío, europeo amante de la naturaleza y los trabajos manuales, un día me dio un “garabato” para ayudarlo a escardar la maleza. El objeto, también llamado “almocafre”, resultó un prodigio. Aquel deforme palo, como mi letra, era una herramienta extraordinaria, valorada desde tiempos inmemoriales. Fui feliz.
Luego, la vida le otorgó otro significado, distante al del diccionario. La nueva acepción estaba en unos versos de Octavio Paz:
“Con un trozo de carbón
con mi gis roto y mi lápiz rojo
dibujar tu nombre
el nombre de tu boca
el signo de tus piernas
en la pared de nadie”.
Humberto Valdivieso
Garúa
6:00 a.m., a 1000 msnm, en la cordillera Andina, Táchira, San Cristóbal, para ser más exacta. Ambiente húmedo y un frío de 20 grados. Cielo de un azul oscuro, casi negro, y la neblina que cubre, como una suave capa blanquecina, todo el panorama hasta el suelo mojado; allí se siente la garúa. Mínimas gotas, más ligeras que una lluviecita, como una llovizna, pero más pequeña y fina. Casi imperceptible a la vista, ni siquiera parece caer del cielo, sino que se desprende de la niebla. La garúa es como el último aliento de una gran lluvía.
“Está garuando, corran al carro”, decía mi papá en las mañanas cuando íbamos al colegio. La garúa permite correr solo con suéter y sin sombrilla, con plena seguridad de que no nos enfermaremos y llegaremos a nuestro destino como si jamás hubiésemos estado en contacto con el agua, aunque sí, la sentimos.
Tengo la idea de que la garúa solo está en mi niñez y ocupa los Andes venezolanos, porque nunca la he escuchado decir a alguien fuera de allí. Aun así, Tejera en su diccionario apunta que la garúa caía sobre las tierras venezolanas desde Humboldt e incluso acompañó a personajes de Meneses y Andrés Eloy Blanco ¿Aun cae garúa en nuestro país? Es probable que hayamos perdido la capacidad de percibirla. Ya no escucho ni siento la garúa, quizá nos ha dejado de importar el tamaño y grosor de las gotas que caen sobre nuestro cuerpo.
Laura Linares
Guanábana
Hace muchísimos años una vecina nuestra se pegó un tiro. Sí, fue en la casa de enfrente y fue el primer encuentro con la muerte, cruda, estrafalaria y al alcance de la mano. También fue el primer encuentro con la guanábana.
No la fruta, no (esa ya la conocíamos), sino más bien una situación privilegiada en la que alguien estaba en las buenas con dios y con el diablo, o viceversa. A aquel velorio habían asistido el uno y el otro porque aquella era una familia que “estaba en la guanábana”, había dicho mi madre.
En la mañana llegó el primer político, que de casualidad estaba en aquel pueblo chico de gran infierno, en el que las vecinas un día cualquiera decidían pegarse un tiro, así como quien decide hacerse la permanente (eran los años 80).
En la tarde llegó el gobernador, del bando contrario.
No se sabía quién era dios ni quien era diablo. Y decían los mayores que estos hombres eran opuestos, aunque se veían idénticos.
Blancos y verdes, los colores de los bandos, como la guanábana.
Esa fruta que no era una fruta. Sino una condición.
Mil años después, la guanábana es un estado mucho más complejo.
Liliana Lara
Guarimba
Una de las palabras que suelo citar entre las diez más hermosas de nuestra lengua castellana. A su cadencia y sonoridad musical asocio gratas resonancias de los felices años de infancia.
Cuando la calle era el escenario cotidiano de los juegos y la amistad, de la seguridad de un refugio, consentido y respetado. La Guarimba.
Me he llevado ingrata sorpresa al buscar en la web la palabra Guarimba y la primera entrada que coloca Google es una imagen de vehículos incendiados, humo lacrimógeno, caos y la leyenda: retrato de guarimberos.
Hay una segunda decepción, en la parquedad del Diccionario de la lengua española: la palabra guarimba no está en el Diccionario.
La neolengua chavista ha sido terriblemente eficaz no solo con la invención de palabras que son el fundamento simbólico de su lógica totalitaria y populista, sino también al colonizar espacios esenciales de nuestro imaginario.
Recuerdo con nostalgia la felicidad cuando al correr y abrazarnos a un poste era un seguro refugio gracias al compromiso y el valor de la palabra compartida: Guarimba, exclamaba uno y estaba a salvo.
Óscar Lucien
Guayabo
Viejo y ancho amigo, el negro Agustín me permitió una sonora carcajada al recordar episodios de nuestra vida colegial. Habitamos la tercera edad desde hace rato, pero las memorias de la adolescencia recurren constantemente, quizás para homenajear a los compañeros que van tomando trenes sin regreso. Rememoraba Agustín un momento no inesperado. Los curas lo botaron por pésimo rendimiento estudiantil al transitar de tercero a cuarto año de bachillerato. No era mal estudiante. “¡Y entonces ¿qué pasó, negro?!”, prorrumpí subiendo mi voz. “¡Es que estaba enguayabao!”, dijo sin dudas y sin penas. Al negro lo mandaron a Los Teques, a un plantel con fama de reformatorio. Aprobó el cuarto año con brillantez y decisión, pero exigió a su padre regresarlo al Colegio caraqueño. Allí el psicólogo lo emplazó sin soltar el cigarrillo, pero se rindió por una vocación médica expresada sin remilgos. Aceptaron al amigo que un año después portaba el título de bachiller con nosotros. Hoy pediatra, es capaz de recordar los movimientos espasmódicos de un corazón herido, pero contumaz en la ilusión. Porque el guayabo existe, aunque cambie de edades y de actores, y estrene términos como el que usa mi sobrina: ahora los muchachos se rebotan.
Gerardo Vivas Pineda
Gracias
«Gracias», palabra casi extinguida en nuestro diario vivir caraqueño y venezolano, que ha representado un significativo valor en mi existencia. Anécdotas tengo muchas, desde mi niñez hasta hoy día. De pequeño en mi casa familiar marabina fue aprendida día a día. Mi mamá nos decía: “cuando reciban algo ¿qué se dice? ¡gracias!».
Teníamos una vecina que siempre nos pasaba por la cerca de la casa un plato de comida especial. Mi mamá se lo devolvía diciéndole ¡gracias! con algo también especial.
Cito dos experiencias recientes: Caminaba por mi vecindario y le di los buenos días a un indigente, y mirándome fijo me dio las gracias. Yo le dije ¿gracias?, y me respondió: «sí, porque a mí nunca me han dado los buenos días».
La otra, salí a comprar unas flores y regresando a casa una señora frente a un local me dijo: «si no tiene a quién regalárselas yo se las recibo con mucho gusto», caminé unos metros y regresé a dárselas, sorprendida me dio mil gracias y bendiciones.
Tremendas lecciones de esperanza, de seguir creyendo que dar las gracias o recibirlas es un acto libertario, humanitario, que nos llena la vida.
Alberto Asprino
Guachapear
Guachapear es un regalo de mi amiga Isabel, 94 años, cuando le pregunto —como he venido importunando a amigos y parientes— por palabras en desuso. La familia recuerda a la abuela lista para salir con el carriel colgado del antebrazo, pidiéndonos que no digamos disparates ni nos dilatemos demasiado; yo recuerdo la mañanita que se ponía sobre la dormilona. La peña quijotesca ostenta un repertorio amplísimo de pulpería a botiquín, lupanar, lavativa, muérgano, garúa y pescozón (como la arepera). Isabel me mira un rato, sube la escalera, baja con su libreta roja y me examina pasando página tras página de su colección, a ver si sé lo que significan. Caléndula es el rosario; tococa una gallina grande criolla; toporo un vaso de coco o tapara para tomar café (equivalente al coroto, según Rosenblat); realenga una mujer sola, escarranchada una mala manera de sentarse, y guachapear: tal como suena, lavar la ropa a mano en el rio, golpeándola contra las lajas. Las lavanderas en una antigua versión de la Caperucita Roja, sin cazador: Cantábamos guachapeando las sábanas cuando al otro lado del río una niña vestida de encarnado nos pidió ayuda; lanzamos una sábana y nos la trajimos a esta orilla.
Elizabetta Balasso
Jerigonza
Relegada del vocabulario cotidiano, la había olvidado. Yo era un niño cuando escuché por primera vez esa palabra. Estaba con varios amiguitos en el corral de mi casa y a la sombra de una mata de mamón planeábamos alguna maldad porque hablábamos rápidamente en “Cuti” y por momentos en lengua “F”, para que nadie se enterara de nuestros ardides. Si bien, “Cuti” se colocaba como prefijo a cada sílaba, hablar en “F” era un poco más complicado pues consistía en dividir las palabras en sílabas y a cada una de estas agregarle una “f” seguida de la vocal precedente. En medio de ese galimatías, una de mis tías se acercó a la pandillita y exclamó: “Dejen la jerigonza y vayan al comedor, que se enfrían las torrejas”.
El diccionario de la RAE define “jerigonza” como un “lenguaje de mal gusto, complicado y difícil de entender”, mientras que Corominas, en su diccionario etimológico, califica la jerigonza como una forma tomada del francés jargon (jerga), que en el siglo XII se asociaba al “gorjeo de las aves”, “voz de los animales”, “chisme, charloteo” y al “lenguaje incomprensible de los malhechores”.
Mientras nos levantábamos de la mesa, uno de los nuestros se dirigió a mi tía diciéndole con picardía: “Grafaciafaslasfatoforrefejafasesfetafabanafasrificafas”. Mi tía sonrió, murmurando para sí misma: “Sonfounofosdefemofoniofos”.
Edgar Cherubini Lecuna
Jofaina
Rebuscando entre palabras en desuso, encontré jofaina, que designa un recipiente utilizado para el aseo. Mi madre guardaba en su alacena y con gran celo un juego de porcelana blanca decorada con florecitas azules, compuesto de la aljofaina (así ella la llamaba) que era como un gran plato hondo y el aguamanil, que era una jarra con pico para verter el agua. Había sido, decía, el lavamanos de mi abuela paterna, su suegra mitificada, Elizabeth Shelley. Tal vez, fantaseaba, también allí se habría lavado Mary Shelley, la escritora de Frankestein. Y pare de contar. En mi casa siempre fue sólo un objeto de adorno. Y de culto.
La familia lingüística de la palabra jofaina y sus usos a los dos lados del Atlántico, da como sinónimos della palangana, palancana, zafa, aguamanil, y bacía, de linaje cervantino. Algunos diccionarios dan como origen el término árabe chafaina, diminutivo de chafna, escudilla.
El poeta Gustavo Adolfo Becquer, describiendo el Monasterio de Veruela, en su carta* dirigida a la señorita doña M. L. A dice.:
«Figúrese usted una iglesia tan grande y tan imponente como la más imponente y más grande de nuestras catedrales. En un rincón, sobre un magnífico pedestal labrado de figuras caprichosas, y formando el más extraño contraste, una pequeña aljofaina de loza de la más basta, hace las veces de pila para el agua bendita.”
*»Desde mi celda» (1871) Gustavo Adolfo Becquer
Milagros Mata Gil
Lochas
Aunque en la memoria muchas veces regresamos a las imágenes y situaciones relacionadas con ella, esta palabra desapareció hace largo tiempo del lenguaje cotidiano de los venezolanos, la principal razón es económica, la moneda venezolana se ha degradado a través del tiempo, siendo particularmente vertiginoso o violento su declive en los últimos 22 años. Hacia mediados y finales de los años 1960s, era habitual conversar de aquellas monedas de 12 céntimos y medio, verdosas, quizás por algún contenido de níquel, con tonalidades caoba; ciertos alimentos, víveres o artículos del hogar podían adquirirse con tres de esas monedas. Tal vez el uso más significativo correspondía a la mesada escolar de “tres lochas” que nuestros padres nos entregaban la noche anterior o justo antes de salir en la mañana hacia las clases. Con esas monedas podíamos comprar una empanada, un golfeado y hasta un jugo de naranja o un refresco. Mucho más de lo que se puede comprar con el salario mínimo o la pensión del seguro social en esta realidad actual. A veces cuando quería comprar un suplemento de historietas guardaba una de esas lochas diarias hasta completar las seis o el real y medio que costaba el suplemento.
Alfonso L. Tusa C.
Justicia
Las palabras no se pierden. Acaso son olvidadas como amigos de infancia que no están presentes pero cuando se les evoca, regresa aquella misma emoción de la fraternidad infantil. Sin embargo a las palabras les pueden suceder cosas peores que el olvido. A fin de cuentas el olvido lingüístico les depara una categoría garbosa como lo es el “arcaísmo”, honorable sitial donde duermen vocablos que usaron Cervantes, Lope de Vega o nuestro inefable Andrés Bello. Más tortuoso en cambio es el destino de la distorsión. Allí son apresadas y deformadas. En Venezuela la palabra “Justicia” ha corrido con esa terrible suerte.
Ya no significa obrar de acuerdo a la verdad, ni siquiera es el principio moral que obliga a darle a cada uno lo que le toca. En Venezuela “Justicia” es sinónimo de venganza, de irrespeto de la condición humana, de represión. Aludiendo a la “Justicia” se cometen despropósitos crueles, se destruye al enemigo, se impone el miedo. Le han quitado la venda a esa señora que era tan digna y la han comprado como una meretriz.
Recuperar la acepción de “Justicia” será un primer paso para desentrañar también lo que significa “Venezuela”, palabra tan agredida que ya no se sabe qué es.
José Tomás Angola Heredia