MIGUEL ÁNGEL CAMPOS, ARCHIVO EL NACIONAL

Por MIGUEL ÁNGEL CAMPOS

En estos días, amigos inteligentes me abruman con su disputa jurídica de la palabra genocidio. La acepción parece clara y me veo acorralado, no tanto por la Academia como por un afán de abogados y códigos entremetidos en el bolsillo del pantalón. La palabra, apenas un siseo, no admite misturas, y sin embargo respira cómoda en su evocación casi aséptica de la destrucción. Algunos, litigantes y votantes, la destinan a un confinamiento de usos reduccionistas, no admiten ponerla al frente de un informe de infanticidios, hambrunas y desmantelamiento de una economía, por ejemplo. Para un horror similar reservan la frase crisis humanitaria, más cosmopolita y plenamente burocrática, resulta intercambiable y nada nombra de manera rotunda, pues de toda crisis se sale, sea asmática, emocional o financiera. En cambio, entre genocidio y genocidas no hay solución de continuidad, aun cuando se insista en mantener el fraude de crimen sin criminales, herencia recurrente de olvidos y disimulos: la reconciliación donde solo prevalece la infamia. Cuando víctimas y victimarios se ponen de acuerdo para mentir es que algo dimensional ha ocurrido, ya no es posible distinguir entre el bien y el mal. El horizonte ha sido reformado para darle la bienvenida a un nuevo orden: el de los indiferentes saciados.

Cómo podría entenderse la reticencia de litigantes y votantes a aceptar la palabra genocidio para designar cuanto ha ocurrido en Venezuela en los recientes años. Quizás sea temor a encontrarse con la magnitud de la devastación, o no sobrevivir al colapso psíquico que supone entenderse con la desaparición de todos los referentes de sociedad, país, tradición. O pudiera ser la mala conciencia obrando como instrumento de validación de las fuerzas organizadoras de un prospecto perturbado, o peor aún, como ya no puede ser expulsada, la mala conciencia, digo, es integrada a la conciliación. Apelación a lo inercial en medio del desvanecimiento de las formas morales y políticas en un país donde cesó la sociedad del conocimiento y la vida institucional, la memoria de la adscripción y la alteridad. O para ponerlo en el orden asignado por Vallenilla Lanz: lo cultural, institucional y constitucional. Hacer el diagnóstico excede la sola descripción, el inventario dolido nada dice sin ánimo de denuncia y escándalo. De ser así entonces solo habría que dejar la tarea a la burocracia bien intencionada: ella podrá liberarnos con sus organigramas y faenas, prioridades, costos y presupuestos cuando el mal haya desaparecido, “muerto de la quieta fatiga de estar inmóvil pisando un pueblo sumiso” ─crispante definición de lo inercial de Sarmiento.

Pero no estamos hablando de la restauración de un organismo maltratado, tampoco de un déficit como cuando caen los precios del petróleo, algunos hablan de un mal rato y el país volverá por sus fueros, dicen, como si se  tratara de las amarguras de un negocio fracasado. Los instruidos en macroeconomía estarán pensando en la inversión extranjera y la disposición de los capitanes de empresa, para restaurar la felicidad. La destrucción de una economía la atribuyen a fallas de administración o cálculo, el peculado es apenas un hábito; y así las veleidades de la venezolanidad resultan solo extravíos de feria. El país saldrá de abajo porque la economía es una ciencia objetiva, así ellos tienen un plan y saben cuáles son las manipulaciones necesarias para volver a la normalidad. Por qué venir entonces con palabras ruidosas como genocidio, ciencia de cementerios; resulta un alarmismo y confunde el diseño del prospecto, aquí no ha habido matanzas ni destierros. Pero si lo que aman es el falso pudor, entonces les vendría bien una escueta distinción entre genocidio intencional y el otro que sugiere, burlón, el escritor Norberto Olivar: “Genocidio culposo”. Los abogados penalistas que votan oirán, supongo, seducidos o sedientos, la propuesta. Después de todo el nominalismo representa bien a una sociedad inercial, empeñada en bautizar a fin de sentirse parte de un catálogo. La sumaria clasificación de profesionales y comerciantes nos sienta bien: educación como adiestramiento y economía como diferencia entre costo y realización. Entre los primeros usted no encontrará uno solo dispuesto a retribuir con una hora de trabajo la formación universitaria gratuita, los segundos, históricamente laceraron la capacidad de ahorro del comprador con sus precios, pues este solo debía gastar, era consumidor, nunca ciudadano.

La simplificación del poder en un imaginario donde faltó siempre irreverencia y hubo exceso de subordinación produjo ya una fractura donde lo público se sobredimensionaba. Incapaz de confrontar el uso discrecional de ese poder, el venezolano ladino optó por la simulación, insistió en levantarse temprano los domingos, ir a votar y regresar a seguir viendo televisión —después ni siquiera hubo televisión. La sumisión ya no era siquiera a los jefes gamonales, sino a sus propias carencias, creía poder llegar lejos con el prestigio de unos protocolos: fetichismo de lo legal, democracia vaciada de contenidos fecundos y tensiones morales. Alienado en la insuficiencia de la sola adquisición jurídica, en el fondo y como un programa siniestro pugnaba una definición de bienestar: modelaje de consumo y escasa civilidad, prescindencia del Estado de derecho y ausencia de adscripción. La clase media representó triunfante aquella definición: ascenso social y consumo ostentoso, sin noción de origen, sin “sentido del paisaje”, según la intuición de Briceño Iragorry —aquel esquema de felicidad estaba tocado de ruina. Aquella democracia experimental se enajenó en las transacciones electorales, como en el pasado pretendió dejar la conducción de la herencia en manos de los hombres providenciales, sustituyó el caudillismo por el liderismo —la frase es de Augusto Mijares— en una elaboración banal de las relaciones de representación. Pero quizás esa democracia se perdió antes, en la indiferencia de las masas que reciben un orden público casi como donación, tras el fin del gomecismo y en el amparo del petróleo. Se impuso el réclame de unos demandantes, sobre sus hombros descansa la legitimidad de lo recién santificado: apropiación igualitaria y consumo, reivindicacionismo. Un espacio sin control fue creciendo en las sombras, invisible pero no vacío, la sociedad dejó de autoobservarse, se entregó a la verificación de una fisiología funcional, y ya no hubo ontologías. Y si la vida política se hace depender solo de la economía y la relación clientelar con los grupos sociales, entonces esa democracia está preparada para la tiranía —y aquí sí vendría bien una distinción conceptual entre dictadura y tiranía, pues calificar la primera es exonerar al electorado en los días que corren, esta supone la toma del poder por vía no consensual.

Si quienes insisten en la pureza étnico-republicana trataran de comprender cómo se ejecutó el genocidio, tal vez podrían reconocer un rastro: el sendero tortuoso de una comunidad, las vacilaciones de un país sin rumbo, la frivolidad como estilo público, las traiciones y defecciones de los grupos organizados, desde el empresariado hasta los intelectuales. Las instituciones no han desaparecido, peor aún, han sido puestas al servicio del crimen, en consecuencia tenemos una sociedad criminógena. Lo constitucional a su vez ordena y administra unos acuerdos cuyo sustrato es ajeno a toda virtud, el sistema de justicia desapareció, rige un formulismo fantasmal, inaprensible pero invocado por la población, como en un rapto de afecto por lo anómalo. Y sin embargo, es en neologismos compulsivos, palabras chistosas, donde se descargan las tensiones, en ellas los hacen descansar la necesidad de un solaz apaciguador, y así creen poner distancia entre lo sórdido signado y la buena conciencia. Micomandante y maburro, por ejemplo, representan la máxima disidencia de una psiquis atascada en su imposibilidad de distinguir entre la tragedia y la comedia, entre el humor y el terror. Hará casi cuarenta años que el poeta Rafael Cadenas irrumpió con un ensayo de prescripción, En torno al lenguaje (1984), era su preocupación por la desestructuración del español hablado en Venezuela, entiendo que quería enmendar a unos hablantes indiferentes. A fin de cuentas, la lengua es cabal representación de cultura y maneras, el descuido y la chapuza hacían estragos entre los ciudadanos. Algo andaba mal en el reino de la comunicación, de fondo escuela e ilustración aparecían señalados. Devastación o decadencia, las razones de la lengua estropeada de la muchedumbre debían estar en desvíos menos formales y más beligerantes. Por fortuna, Cadenas va más allá del qué dirán, ata la chapuza a la descomposición del tejido social y los vicios civiles: “Debemos guardarnos, al señalar la importancia que tiene la lengua, de erigir en panacea su buen funcionamiento”.

Vicios de construcción o las “palabras encharcadas” de Uslar Pietri, a la minoridad mental debía agregarse la moral. No era un mal ligero, y sí avanzado, acaso la lengua no es la más alta representación de la alteridad y la política de reconocimiento. Los lingüistas avant garde insisten en que los hablantes siempre tienen la razón, y en este caso el pueblo es el mejor instructor de esa razón. Pero nadie pareció reparar en que no se trataba ya de una lengua maltratada, esta encarnaba en actores y gestos más conspicuos, debían resultar más escandalosos, y no obstante estaban en la última escala del aleccionamiento, el Estado docente. Su lenguaje podía ser correcto pero seguía siendo alarmante, ahora expresaba francos despropósitos, y sin embargo nadie escribió un informe clínico que pudiera llamarse así como “En torno a la infamia”. Aquí una brevísima muestra: “Tú a mí no me jodes”, en una escala de guapetonería, la salida procaz del presidente correspondería al país dislocado; “Los banqueros me engañaron”, sería la expresión de un Estado aéreo, la república de nadie; “Marisabel, prepárate, en la noche te doy lo tuyo”, aquí, entre risitas sancionales, la muchedumbre ya había conciliado con el proyecto impúdico del chavismo, consagrando en lo femenino envilecido todas las profanaciones. Ante este muestrario, ya no los abogados eleccionistas, pero sí el club de los historiadores entusiastas de nuestro ADN republicano —son sus palabras— irán a hurgar en el rancio criollismo, o quizás en el español histórico de Venezuela, para darle categoría de identidad étnica a lo que en el futuro supongo llamarán “aforismos”. Las tareas del intelectual en tiempos del primado de la economía y la ciencia suelen resentirse en una carencia de juicio y adjetivación, el criterio no es punto de vista, pero el prestigio de una objetividad de cartel deprime el juicio de valor. En Venezuela ha faltado desdén por el poder, denuestos sin discusión de su naturaleza nos dejan solo frasecitas del gusto de los compadres, de la muchedumbre reilona.

Tenemos pendiente la conquista de lo urbano y la discusión de ese poder fuera de sus propias reglas: pensamiento y disidencia deberán sobrevivir al espectáculo de las masas encandiladas entregadas a la demagogia. El venezolano se capacitó como sujeto económico, obrando en el puro circuito producción-consumo, alcanza restitución material, se nutre y avienta los atrasos sanitarios, pero como sujeto político avanza poco y en algunos estilos no avanza. Los consumidores son agentes de promoción igualitaria en la era de la tecnocracia. Nada exigentes frente a la democracia populista, esta parecía agotarse en lo electoral, pero todavía en Venezuela persiste el chantaje de escarnecer el voto nulo o el abstencionismo. Todavía se oye por ahí, como valoración siniestra, el recordatorio de haber llegado Chávez a la presidencia en elecciones limpias y las más populosas, entonces lo único sucio o turbio sería la expectación de los sufragantes, vistas las consecuencias de esa pulcritud, y ya que el pueblo no se equivoca. Tras la demanda solvente, consumo y urbanización, la educación no hace en Venezuela mejores ciudadanos sino competidores más sagaces, hará las delicias del empresariado y el sector terciario. El país y sus masas ancladas en las íngrimas expectativas de reivindicación económica, en términos asistencialistas, además. El ascenso social de la clase media, ya se sabe, a nadie se lo deben, tampoco los licenciados sus títulos, y nada revierten al tejido institucional.

El Estado tutor y las clases sociales irresponsables, constantes de la sociedad venezolana: quién reclama la herencia societaria, esta languidece en el gregarismo y los instintos primarios. El confort petrolero amplió la tolerancia de las carencias espirituales, exageró las pocas virtudes, y en ese acto se hacían caricatura, fueron emplazadas en un horizonte chovinista (somos generosos, simpáticos, nos arrulla “la viva diana” de la xenofilia, tolerantes, detestamos el racismo). Era transarse con lo poco, sacrificando exigencias, era elegir entre el mal y el mal menor. La comunidad de intercambio que se construyó con el petróleo no produjo instituciones que fueran sustrato y garantía de sustentación del bienestar. La democracia de partidos se alimentó de expectativas de reconocimiento burocrático y descuidó insumos de la función y uso de una cultura del contrato. El ser social del petróleo sustituye el fatalismo por una saludable angustia, crepitante, en ella tienen cabida el esplendor de un mundo material, nuevos paradigmas de bienestar y felicidad, la autonomía del individuo, también la amargura ante la salvación que no termina de llegar. Las bondades salvíficas impregnan la geografía: sanitarismo, urbanización, cosmopolitismo, vitalización demográfica, masificación de la educación, legislación ordenadora, profesionalización, modificación del estatuto de la mujer, emergencia de los proyectos regionales. Los campos petroleros difunden un modelo y una emoción.

También tuvimos la adquisición de una modernización sin modernidad: ahí debía empozarse el recelo de los temerosos, la comodidad de los ventajistas, el escepticismo de los bodegueros, la mandonería de la dirigencia, la escuela sin prospecto, el alma estragada de los que no arriesgan sino para ganar… Hoy, vemos cumplido el caos como rito devastador, el acto extremo de sometimiento y extinción, en él se confunden víctimas y victimarios, ya no es posible separar la inocencia de un escenario de degradación. Todas las expoliaciones se han ejecutado, la vida pública, geografía y naturaleza parecen aplastadas en una misma acción de destierro, el orden humano apenas se distingue como demografía. Miles de venezolanos buscan comida en la basura, unos ocho millones convertidos en parias, errantes; el gentilicio es un llanto, acaso es posible adjetivar sin temblor el estado de las instituciones.

La palabra restauración se me antoja insuficiente o equívoca, pues aunque lo destruido puede rehacerse, aquello desecho desde la decadencia y el crimen no admite recomposición, en todo caso precisa de un conjuro, un conjuro purificador de las calles lavadas con la  sangre del martirio. He oído, insistentes, a quienes hablan de penalización, imbuidos de modales citadinos braman desde el protocolo vacío de un acuerdo destituido, gesticulan sin ahorrarse cierto histrionismo, y así traen al lodazal su exigencia de justicia, no de venganza, dicen. Cómo es posible, me pregunto, invocar esa justicia en medio de una montaña de cadáveres y un río de sangre, la destrucción de un hábitat humano y la regresión bárbara de una pequeña civilización. Si la justicia adquiere su identidad en el ordenamiento legal, al transmutar la  violencia en fuerza y coerción, entonces sin aquel ordenamiento ella no es posible, y solo pervive algo que le es consustancial: la dignidad como recordatorio del agravio. Como se ve, es un círculo vicioso imposible de superar sin un acto principista, raigal.

Se impone en cualquier caso fumigar para aventar los olores nauseabundos, así nos los recuerda Las Euménides de Esquilo. He allí el paradigma de ejercicio de la justicia reparadora del equilibrio: la violencia justa. Los dioses, prudentes, excusan a Orestes del asesinato de su madre a fin de iniciar un tiempo de franqueza: autorizada la sangre purificadora el foro ciudadano resplandece. La justicia no será más el gesto de una civilidad presumida, será el bien surgiendo de entre las ruinas de la simulación. La palabra venganza entra entonces en una categoría desatadora y abarcante: signar el drama con una identidad circular. Y así volvemos, como al comienzo de estas líneas, a un sencillo asunto de resemantización.


*Miguel Ángel Campos fue incorporado a la Academia Venezolana de la Lengua el 23 de agosto de 2023.


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