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Nikita Harwich Vallenilla y Amadeo Mazzucato, encanto y delirio del paladar

Serie “Encuentro semanal con los garabatos de mi archivo” por Antonio García Ponce. Décimocuarta entrega: “Nikita Harwich Vallenilla y Amadeo Mazzucato, encanto y delirio del paladar”

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El uno nació en Nueva York, la gran metrópoli, se licenció en Historia en la Universidad de Duke, dictó clases de postgrado en varias universidades venezolanas, obtuvo el doctorado de Economía en la Universidad de Londres, vivió doce años en París para que le penetraran hasta por los poros todos los secretos de la cocina francesa. Ha ascendido a catedrático e investigador de la Universidad de Nanterre, Francia.

El otro nació en Abano Terme, una pequeña aldea, cerca de Padua, Italia. Estudió y trabajó durante siete años en una escuela hotelera, y desde 1953 tiene casi medio siglo en esta tierra de gracia, con su primer oficio de gastronomía en el Club Náutico de Catia La Mar hasta su puesto patronal en Fedecámaras.

A Nikita Harwich Vallenilla lo conocí cuando fue mi profesor en el doctorado de Historia. En la conformación de su cultura gastronómica influyeron mucho su padre, don Nikita Harwich, un experto cocinero de la haute cuisine, y su madre, doña Josefina Vallenilla, vecina durante muchísimos años de la rue Iena, cerca de L’Étoile, excelente degustadora de las fórmulas culinarias de París y provincias.

Nos dice que su plato favorito es la blanquete de veau. Forma parte de la cocina tradicional, casera, provinciana. Acompañada con arroz es una gloria. Otra emoción gustativa inolvidable para él es el bœuf bourguignon. Es un guisado de res a la moda de Borgoña; se debe preparar con la parte del lomito que queda para guisar, marinar con vino, bouquet garni y pimienta en granos, durante 24 horas; luego, cocción por tres horas, a fuego dulce; agregar champiñones cortados en trozos, y unos daditos de tocino. Sépase que recalentado es muchísimo mejor, como casi todas las creaciones de la cocina tradicional. Nikita agrega que adora el foie-gras, el entero, no el bloque ni el mousse. Trufado, tibio, con ensalada rociada con vinagreta a base de aceite de nuez, vinagre de frambuesa o de cassis, y el acompañamiento de una salsa a base de grosellas. De postre, el mejor es el pêche Haeberlin (un gran melocotón sancochado en almíbar con salsa inglesa y aderezado con un helado de pistacho) que sirven en L’Auberge d’Yll. Afirma que la cocina francesa está en permanente evolución. Hay recetas que apenas datan de 100, 200 años, en comparación con las fórmulas milenarias de la cocina china. Si a ver vamos, pueden encontrarse platos de la cocina venezolana más antiguos que algunos clásicos franceses. También, el cocinero francés sabe incorporar elementos foráneos, como pastas frescas, couscous, mango, parchita, kiwi. Hay que saber destacar un sabor y no una mezcla de sabores.

Amadeo Mazzucato. Es reiterativo, lleno de un gran dinamismo y poseído de mucha pasión. Después de Catia La Mar, pasa al Normandie, en la plaza Morelos, por dos años. De allí, va a La Pérgola, en la plaza Venezuela, el restaurante francés más famoso de la época, propiedad de Lorenzo Mendoza. En 1955 trabajó en L’Arlecchino, de un lujo increíble, en la esquina de Marcos Parra, en los sótanos del cine Metropolitano, construido sobre las ruinas del Gran Circo Metropolitano, la mejor plaza de toros de la capital hasta 1919. En 1957, Amadeo se muda al Tony, célebre por sus bailes de Carnaval. En junio del mismo año, ingresó en el restaurante La Belle Époque. 1963: Amadeo se va a Lagunillas. Ha arrendado un hotel, es jefe, manda, tiene éxito. Lo acompaña una gran mujer, Daniela Garuti, su esposa, boloñesa, ingeniera graduada en la universidad más vieja del mundo, la de Bolonia. Daniela había rechazado un jugoso empleo en el complejo petroquímico de El Tablazo.

Estando en Lagunillas, Billy Villasmil lo busca para que se ponga al frente de un gran restaurante en un edificio de Caracas que quiere ser el más bello y extravagante de la ciudad. El edificio Villasmil descollaba en la acera norte de la avenida Bolívar por sus mármoles de mausoleo, cortinajes rojos, nichos con estatuas que de reojo podían parangonarse con los angelitos y túmulos funerarios del Cementerio General del Sur. Allí, abre sus puertas con su propio nombre: Amadeo, con la figura equívoca y barroca de Baco Adolescente, reproducción del cuadro de Caravaggio, de la Galería de los Uffizi, en Florencia. Pronto, le cambia el nombre por Marco Polo, y se va a la avenida Francisco de Miranda. En 1982 invierte Bs. 530.000 en arreglos y la creación de un departamento de pastelería. Contrata en Europa a un chef de cocina, un pastelero y un director, a los que otorga altos sueldos, vacaciones extensas, vivienda cómoda, viajes en avión al terruño. Allí, al lado de las viandas del Véneto y de Francia, inventa varias recetas con ingredientes criollos tales como el aguacate forrado en hojaldre, la mousse de plátano con salsa de roquefort, los ñoquis de yuca con salsa de tomate, y el mero capriccio con salsa de mango picante y al lado un cambur.

Por desgracia, viene el viernes negro con la devaluación del bolívar. Pero, Amadeo sigue adelante. Junto con Daniela han abierto un self-service en Chuao en el edificio Maraven, un restaurante en Barquisimeto, y un pub en Las Mercedes. Con esto, explica que los guerreros de nombradía deben tomar sus arrestos del viejo amigo Tony al morir: en este caso, el mobiliario del Tony-65, para resucitarlo en el Victoria Pub. Allí instala, reducida, la gran barra de caoba y bronce; le sirve de fondo el gran espejo de 3,4 m de ancho, con sus adornos en grecas y ramas de oro. En el entorno, las alfombras, poltronas y divisiones remozadas. La madera luce su tallado a mano; y cobran luz las mesas de onix de Pakistán sobre pies de cobre.

Una vida de méritos, de esforzado trabajo, de triunfos basados en la calidad y la eficiencia.

Y una vida de sacrificios, de caídas, de enfermedades, muy batallador.

Nikita, honor y señorío.

Amadeo, dedicación y gusto.

Pasaron los días cuando nos saciábamos con sus platos.

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