Papel Literario

Nicolás Ferdinandov. El forastero ruso

por El Nacional El Nacional

No es posible analizar la obra de Armando Reverón sin pensar en Nicolás Ferdinandov, Boggio y Goya. Ferdinandov fue un ruso alto, rubio, elegante y apuesto que llegó a Caracas en 1916. Era arquitecto, pintor, pianista, orfebre, relojero, buzo, ebanista, escenógrafo y hasta ilusionista. Seguidor de la doctrina tolstoiniana del auto perfeccionamiento, que tanto impresionó a Ghandi, Heidegger, Nietzsche y Wittgenstein. Esta provenía de los postulados de San Agustín de una vida de trabajo, sencillez, que se resumía en “Life is beyond time” (la vida está fuera del tiempo). Su vida, la de su esposa e hijas fue absolutamente trágica. Es muy importante hacer un reconocimiento al periodista ruso Konstantin Zapozhnikov, ya que su investigación permitió conocer facetas de este artista, que parecían asuntos infundados. Solo un ruso podía indagar detalles ignorados e inéditos del enigmático personaje.

Nuestro ruso se llamaba Nikolai Aleixenevich Ferdinandov (Rusia, 1886-Curazao, 1925). Su primera referencia sobre Venezuela la obtiene de un amigo libanés llamado Iván Divo –cuya familia abandona su comercio en Rusia, para dedicarse al comercio de perlas en una isla lejana, llamada Margarita, en Venezuela. Iniciará su periplo de trashumante con su amigo conociendo Palestina, Egipto, Turquía y Grecia. A su regreso a Rusia decide ser arquitecto. Fue expulsado por ir contra los postulados rígidos de la Academia y declarado como desertor. Es reclutado por un año en el servicio militar y su padre hace gestiones para el reingreso. Nicolás hace, de manera paralela, cursos de maestría en prótesis dental y se hace experto en la técnica galvanoplástica. Se diploma como joyero y arquitecto. Ya para ese tiempo tenía predisposición para la tuberculosis. Muere el padre y al año siguiente consigue permiso para salir de Rusia. Su primera parada fue en Nueva York. Había una razón. Nicolás se había enamorado de la rusa Antonina Sergeevna. Y se casó con ella, en 1916.

Solo estuvo cinco años en Venezuela. Pero dejó una huella indeleble. A casi todos los emigrados rusos de ese tiempo se les consideraba “un ciudadano bajo sospecha”. Y él lo sabía. Por lo demás se pensaba que eran de la “emigración blanca” (1917-1922), o sea, que eran seguidores de las cortes de los zares. Se les trataba despectivamente, como ciudadanos de connotaciones negativas y eran casi todos cristianos ortodoxos. El otro grupo eran los mencheviques, un ala moderada del partido comunista que lideró Yuli Mártov. Y los bolcheviques, el ala extremista, que lideró Vladimir Lenin. Ferdinandov era seguidor de las ideas bolcheviques, pero de manera peculiar. Al menos eso podemos inferir al conocer el testimonio de Eduardo Machado (1922) que confirmó que leía, animadamente, intensas lecturas marxistas.

Fue un pacifista que huye de su patria en la búsqueda de aventuras. Era un nihilista ibseniano entre sentimental y utópico, con un gran espíritu de aventura. Esa pasión lo persigue hasta el final de su corta vida. Posteriormente, se divorcia y se casa con una hermosa venezolana –Solita González– que lo amó perdidamente y, quizás, el mayor error que cometió fue irse del país. Había una razón para el escape. Un hijo del General Gómez estaba enamorado de Solita. Y había temor de que –en cualquier momento– la raptara. La boda fue realizada, de manera muy cautelosa.

Ferdinandov había visitado, en varias oportunidades, la Isla de Margarita, en 1909 hasta 1911, en viajes desde Nueva York. Se enamoró de la isla, de su gente y su vida sencilla. Era tan habilidoso que se dice fue inspiración para Rómulo Gallegos en su libro El forastero, escrito en 1921, y publicado en 1941. Gallegos lo menciona como “el hombre de Besaravia” –el cual arreglaría el reloj de la Catedral de Caracas. Estaba dañado desde que un personaje identificado como Hermenegildo Guaviare (la barbarie) dispara ante el reloj y llega el ruso a arreglarlo (la civilización).

Ferdinandov tocaba el piano. Animaba con este unas peñas literarias y artísticas, adonde asistían Rómulo Gallegos, Fernando Paz Castillo, Jacinto Fombona Pachano, José Antonio Calcaño, Antonio Edmundo Monsanto, Enrique y Julio Planchart, Rafael Monasterios, Federico Brandt, Antonio Alcántara y Armando Reverón. Estaban ambientadas con unas dramáticas escenografías, se leían poemas y se hacía ilusionismo con sus invitados. Generoso a extremo, las citas fueron marco para las primeras performances que se conocieron en Caracas. Fue el primer animador cultural de la aún provinciana capital. Y al igual que las deliciosas crónicas caraqueñas, de 1919, de Boggio; el ruso fue un momento peculiar de nuestro mundo artístico. Esos relatos fueron rescatados por Alfredo Armas Alfonzo quien entrevista a su viuda Solita González y le revela esos testimonios. Pocos óleos se conservan de Ferdinandov. En la colección de la GAN podemos apreciar una debilidad por el azul, por las curvas, lo marino y el art noveau. Sus acuarelas sobre Margarita revelan una isla paradisiaca, aunque no captó la luz del trópico. No vendía nada, pero las damas caraqueñas estaban encantadas con sus joyas. Supo valorar no solo nuestras perlas, sino las conchas de madreperlas, con su nácar tornasolado característico.

Ferdinandov fue el primero en reconocer el talento reveroniano. Y lo animó a dedicarse exclusivamente a su arte. Esas peñas cambiaron radicalmente el carácter de Reverón. De ser un hombre de mucho hablar se volvió un solitario, decide buscarse una compañera –para que lo ayude en las labores domésticas–, se va a Macuto –financiado por el propio Ferdinandov– y este le incita a no pintar de manera aislada, sino por temas. Ya no abordaría más contenidos desconectados. Abandonaría los lineamientos que le enseñaría Boggio. Al igual que Ferdinandov, Reverón prefería el azul. El ruso le incita a dejar ese tono y los colores oscuros. Reverón se reestudia e inicia su período blanco. Igual policromía influiría a otros dos amigos: Monasterios –en su etapa azul– y Antonio Alcántara, cuya paleta siempre fue en tonos índigos.

Ferdinandov era un amante de las muñecas, los gatos y las performances. Una huella que nunca abandonaría Reverón. Y hasta su famoso sombrero pumpá es huella del ruso que gustaba siempre de vestir elegantemente. Reverón no tocaba ningún instrumento pero fantaseaba con los objetos que fabricaba, como si lo hiciera. Decidió dedicarse a su pintura y aislarse, voluntariamente.

El ruso muere de una tuberculosis en Curazao. Deja dos hermosas niñas y a su joven viuda, en un estado económicamente precario. Esta se va con todos sus óleos a Brasil, donde un cuñado. De ahí a París, donde trece años más tarde conoce a otro ruso, con el cual se casa. Para la Segunda Guerra Mundial, el barco en que vivían fue bombardeado por los nazis. Una de sus hijas salva los dibujos. Se pierden 110 óleos. Esa hija morirá, posteriormente, en otro bombardeo. Regresan a Caracas y la otra hija morirá en Caraballeda, en el terremoto de 1967. En una dramática carta de la viuda pide al gobierno venezolano que adquieran los dibujos de su marido. Es desestimada. Poco tiempo después la viuda muere atropellada por un jeep en San Bernardino. Su viudo, a los 98 años, logra que el Estado los compre y actualmente estos son patrimonio de la GAN. Una vida triste, dolorosa. Solita conoció el verdadero amor. Y en dos oportunidades. No importa lo desgarrador de lo que haya vivido. Fue amada por dos hombres maravillosos. Y los venezolanos estamos orgullosos de su gesta. Solo si se conoce el verdadero amor vale la pena vivir. Lo demás sobra.

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Imágenes

(1) Boceto de un collar de metal y madreperlas; 1921; Colección GAN

(2) Puerta de la alacena, Club chino, Curazao; 1924

(3) Fantasía de carnaval; 1919; acuarela sobre cartón, Colección GAN

(4) Nicolás Ferdinandov en Rusia; 1907

(5) Retrato de Nicolás Ferdinandov por Armando Reverón; 1920; creyón sobre papel